Hay dos visiones contradictorias sobre el país en el gobierno de Enrique Peña Nieto. La del grueso de los intelectuales con acceso a los medios sostiene que Peña tratará de revivir el viejo autoritarismo priista y la otra, espera que hará cuanto pueda por reforzar al Estado y a la democracia, darle nuevos bríos a la economía y atenuar la inequidad.
Los primeros ven a Peña como una versión joven pero esencialmente igual del añejo priismo y aseguran que el Pacto por México fue una simulación –en la que algunos creyeron por breve tiempo–; los segundos suponen que Peña ha entendido que si no se hacen cambios fundamentales, el sistema político, social y económico sufrirá una crisis terminal.
Esa crisis sería solo un colapso económico y político, ni siquiera un fenómeno guerrillero o una revolución nacional como la de 1913, para la que no parece haber condiciones internas ni externas. En la crisis se generalizaría lo ocurrido en Tamaulipas, Sinaloa, Michoacán, Guerrero, Oaxaca, Chihuahua, Nuevo León y otras entidades federativas: violencia incontrolable, desarticulación de lo que queda de la institución familiar, degradación de espacios más amplios de la educación pública y privada, desesperanza y un nihilismo, sobre todo entre los jóvenes; extrema perversión de la política y los partidos, gigantismo de los poderes fácticos, sobre todo los consorcios y las cúpulas sindicales y clericales, disfunción total de las instituciones del Estado.
En la más optimista de estas visiones, si culminan los acuerdos y promesas del gobierno y, con regateos, de las cúpulas partidarias, se habrá cumplido apenas la primera condición para la transformación de fondo que a mi juicio le urge al país. Y no me refiero a la emisión de leyes secundarias y a nuevas políticas y programas, sino a otras condiciones mucho más difíciles, que no dependen de la voluntad de alguien o siquiera de la de un grupo, pues el proyecto nacional de Peña (en caso de que sea leal y acertado) no cambia por sí mismo nada.
La incógnita es si no se nos adelantó la historia; es decir, si no hemos llegado a un punto sin retorno. Como sostienen no pocos filósofos y pensadores, hay fuerzas sociales y mundiales cuya dimensión y dirección no dependen de la voluntad o buena fe de un individuo, por poderoso que sea.
Lo sintetiza admirablemente Tolstoi en 1869, en su obra cumbre, Guerra y Paz, al reflexionar sobre la incursión suicida de los ejércitos Napoleón en el Imperio Ruso de Alejandro, pese a la casi fatalidad (o sin el casi) de la destrucción de las tropas francesas por el invierno:
“En la vida de cada hombre hay dos aspectos: la vida personal que es tanto más libre cuanto más abstractos son sus intereses, y la vida general, social, en la que el hombre obedece inevitablemente a las leyes que le han sido prescritas. El hombre vive consciente de sí mismo, pero sirve como instrumento inconsciente a los fines históricos de la humanidad. El acto realizado es irreparable y al concordar al mismo tiempo con millones de actos realizados por otros hombres, adquiere importancia histórica. Cuanto más elevado se encuentra el hombre en la escala social, más ligado se encuentra con los que están en un plano superior, más poder tiene sobre los otros y más evidentes son la predestinación y la fatalidad de cada uno de sus actos”.[1]
Hay factores que obstruyen los cambios necesarios para crear una sociedad justa, democrática y viable en México. Algunos de vieja data, como las distorsiones de la distribución del ingreso: el uno por ciento o menos de la población acumula riquezas que no se acabarían con una vida de dispendio de muchas generaciones de sus descendientes, mientras la mitad de la gente es pobre o extremadamente pobre, en un grado que pocos podemos imaginar, y entre diez y 15 por ciento está constantemente amenazada de perder sus magras comodidades. Este hecho dado no se supera sólo con leyes, políticas y programas, en gran parte debido a la movilidad internacional de los capitales.
En el interior del país, ¿tendría que extrañarnos la proliferación de la violencia en todos los órdenes de la vida social, en medio de tan devastadora inequidad? Estoy lejos de justificarlos, pero ¿cómo podríamos aspirar a que los trogloditas de la CNTE o de la APPO o el lumpen anarquista se abstengan de descargar sobre los habitantes de las ciudades su brutal resentimiento social que se gestó muchas generaciones antes? ¿Cómo podría el Estado –debilitado por los problemas sociales, la mezquindad de los políticos y el atraso tecnológico y cultural– usar la fuerza legítima en defensa de los más, cuando su disyuntiva posible es la represión (y quién sabe qué tan generalizada) o la permisividad extrema?
Nuestra sociedad, descompuesta y en proceso de mayor descomposición, es un obstáculo para su propio cambio. Pero también lo son vicios endémicos, como la corrupción, la impunidad, la discriminación.
Aún más graves son los obstáculos globales, como la crisis de la economía de Occidente, y unos que rebasan a la globalidad misma, como el deterioro, al parecer irreversible del ambiente y el calentamiento global.
¿Podrá cumplir sus promesas Enrique Peña Nieto?
No tengo respuestas, pero aún me quedan pálidas esperanzas.