Me pregunto por qué tres de cada cuatro mexicanos, el 73% para ser exactos, están insatisfechos con la democracia, cuando hace once años prevalecía un clima de optimismo, no sólo porque las autoridades electorales tenían entera autonomía respecto al Ejecutivo Federal, sino porque el partido hegemónico podría ser derrotado en la contienda por la Presidencia de la República, como en efecto ocurrió.
En los últimos años del siglo XX y los dos primeros del XXI, los mexicanos nos sentíamos orgullosos de nuestra democracia. Prevalecía el optimismo y no la incertidumbre que apenas en 2006 ensombreció el panorama debido al proceso electoral viciado por la intromisión ilegal del presidente Vicente Fox en la contienda que, dicho sea de paso, empieza a reeditarse.
La culminación de la reforma política en 1996 fue en buena medida forzada por dirigentes como Porfirio Muñoz Ledo, que aprovecharon con habilidad la cólera social provocada por la crisis bancaria de 1995 y el programa de ajuste aplicado a consecuencia del famoso “error de diciembre” de 1994. El júbilo por los avances de la democracia eclipsó los problemas económicos y sociales y provocó una confusión de expectativas: el imaginario colectivo suponía que el retiro del PRI del poder significaría la solución automática de todos los problemas, como lo había planteado la oposición.
Pero más allá de las frustraciones, lo cierto es que la reforma política iniciada en 1977 por el gobierno de don José López Portillo a través del secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, culminaba con la pérdida del poder presidencial y el final irreversible del sistema político del siglo XX. El mundo mostraba su admiración por la civilidad política de los mexicanos y nosotros mismos, ganadores y perdedores, nos sentíamos orgullosos de la transición democrática.
¿Qué pasó en estos once años para que hoy sólo el 23% de los encuestados se diga satisfecho de la democracia?
Sucedieron muchas cosas. La primera fue el desencanto por las expectativas que no se cumplieron, como en buena medida ocurre después de cualquier cambio del partido en el gobierno. Pero más allá de este sentimiento, la sociedad ha sido víctima de una larga sucesión de frivolidades, ocurrencias y torpezas que han agravado problemas que arrastramos desde hace mucho tiempo –pobreza, desigualdad, estancamiento económico, deterioro educativo– y creado otros que no existían, especialmente la violencia.
Los problemas no son menores y su solución –imposible ahora por la tozudez del gobierno– requiere un nuevo pacto nacional, no sólo entre los partidos políticos, sino entre el Estado y la sociedad. Este pacto debería rebasar la idea de la coalición de gobierno, que se acordaría entre las élites políticas y que podría ser un obstáculo más que una solución para la gobernabilidad, considerando la desconfianza que reina ente los partidos, al extremo de que no se han podido poner de acuerdo siquiera para designar a tres consejeros del IFE.
En la dinámica de ese pacto, la sociedad exigiría una relación de respeto y armonía del Ejecutivo con las cámaras legislativas y con los gobiernos de los Estados, que se extendiera a la población con vistas a buscar soluciones de consenso a tres problemas fundamentales que de no revertirse podrían fracturar al país: la violencia, el binomio desigualdad-pobreza y el deterioro de la educación.
Abatir la violencia no significa abandonar de la lucha contra el crimen organizado, sino replantearla con criterios de eficacia. La fuerza pública se concentraría en combatir las modalidades del crimen que más lastiman a la población –homicidio, extorsión y secuestro– y liberar a las localidades más lastimadas por la delincuencia. Paralelamente habría que reconstruir el tejido social en las poblaciones y estratos donde se ha desgarrado y vincular la educación con los mercados locales y regionales de empleo formal para abrir opciones de vida los adolescentes y jóvenes.
El combate a la desigualdad y la pobreza pasa por la generación masiva de empleos nuevos en la economía formal y la dignificación de los existentes a través de la capacitación, el aumento de la productividad y el mejoramiento de los salarios generales. Nuevos empleos dignamente remunerados significan mayores ingresos para las familias, aumento de la demanda interna e inversiones adicionales que reinician el ciclo. Una política económica activa requiere que el Estado deje de ser un mero espectador para convertirse en promotor de la actividad económica.
La escuela pública debe volver a ser la antesala del mejoramiento económico, social y cultural de las familias, y para que ello ocurra hace falta contar con los maestros. El magisterial no es un gremio irrecuperable para el país. Los maestros fueron protagonistas del tránsito de millones de personas de la pobreza a la clase media en el siglo XX y en el nuevo siglo pueden conciliar su misión educadora con sus derechos laborales.
Lo que debieran entender las élites es que la combinación de violencia, desigualdad y deterioro educativo es una bomba de tiempo que no ha estallado gracias a que sólo falta un año para que cambie el gobierno y a que la gente tiene la certeza de que, con su voto, impedirá que otro panista ocupe la Presidencia de la República. El futuro presidente deberá convertirse en el líder democrático, incluyente y eficaz que exige el país, para que renazca la confianza en la democracia mexicana y se aleje toda sombra de autoritarismo.