A raíz del movimiento iniciado por Javier Sicilia en Morelos mucha gente se pregunta si el gobierno debería hacer algún pacto con el narcotráfico. A favor de esta posibilidad está la idea de que daña menos al país el tráfico de drogas por el territorio nacional que la violencia producida por el combate al crimen. En contra está la ley, que obliga a la autoridad a perseguir, no a pactar con los delincuentes y el hecho práctico de que no hay un jefe que pueda hablar y hacer compromisos a nombre de los criminales, porque ellos mismos están en conflicto por el control del territorio.
Si una parte de la población se inclina por pactar es porque no confía en la capacidad del Estado para hacer valer la ley, y la percepción de que la autoridad no es apta genera un sentimiento de indefensión y un descrédito de las instituciones de seguridad y justicia. Llegado este punto, la vida de las personas depende del azar: no estar en el lugar equivocado y en el momento equivocado.
Prefiero pensar que el actual gobierno ha sido inepto y no que el Estado ha sido rebasado por el crimen. Si quienes ejercen temporalmente el poder lo hacen mal, queda la posibilidad de que otros más aptos y experimentados restauren la paz interior.
La seguridad pública de un país de 112 millones de habitantes es un asunto de gran complejidad técnica que no puede resolverse en las reuniones televisadas que de tarde en tarde convoca el gobierno para dar cauce a algunos desahogos y para que el presidente y sus colaboradores se escuchen y repitan a sí mismos.
El problema es mucho más complejo que la demagogia y para encontrar las mejores soluciones, los especialistas y no la “sociedad civil” deberían armar propuestas alternativas con cálculos serios de costo/beneficio y metas cuantificables y calendarizadas.
El papel del presidente de la República es entender esas opciones y tomar decisiones con clara conciencia de las posibilidades de éxito y los riesgos. Y, por supuesto, rectificar cuando sea necesario. Lo que no es un tema técnico sino político es la escala de prioridades, y quizá en eso radique la falla principal del gobierno.
Entendamos que para nuestro país es muy importante combatir al crimen organizado, pero los cargamentos de droga no son el problema principal de México, sino de Estados Unidos.
El narcomenudeo sí es un problema grave para nuestro país y para frenarlo no se requiere movilizar a las fuerzas armadas sino a policías especializados, entrenados, bien pagados y leales. Policías que conozcan las colonias, barrios, parques, escuelas y centros de diversión donde se distribuyen las drogas. Que sepan quiénes forman las redes de narcomenudistas, dónde y cómo operan.
Los policías municipales está para cuidar el orden público tradicional: detener borrachitos que escandalizan en la vía pública, por ejemplo, y los policías federales deberían ya estar entrenados para sustituir a los soldados y marinos en la lucha contra los cárteles.
El narcotráfico es nuestro problema, pero lo es más de Estados Unidos y sin embargo nosotros ponemos los muertos y nuestras ciudades y carreteras son espacios de terror. Esto debe esclarecerse porque en la confusión podemos perder al Estado.
Mire usted, si el principal problema de México fuera el narcotráfico, la principal función del Estado sería combatirlo, y un Estado convertido en policía es lo menos parecido a una democracia, pues a nombre de la seguridad sacrifica ciertas libertades.
Esto ocurre en Estados Unidos desde el 11 de septiembre de 2001: la sociedad no sólo ha tenido que aceptar la vejación de extranjeros en las aduanas, sino la discriminación y ultraje de ciudadanos estadunidenses que tienen rasgos árabes o latinoamericanos y que no sólo son hostilizados por los policías, sino segregados por las comunidades.
Con otras características, la supresión de libertades ocurre ya en México. Los retenes o los allanamientos serían necesarios si la principal tarea del Estado fuera destruir a los cárteles de la droga. Pero son violaciones inexcusables cuando nuestros verdaderos problemas son otros: el narcomenudeo y las adicciones, por no hablar de temas sociales y económicos.
Esta insensata guerra está creando condiciones para un gobierno de mano dura y está socavando las bases de la democracia. No propongo que se deje al país en manos de El Chapo Guzmán, sino que se revisen las prioridades y se advierta que están empujando al país al autoritarismo y eso no debemos permitirlo.