Si por algo somos fatalistas, desconfiados, entre resignados y resentidos, se debe a que con excepción tal vez de las épocas de Juárez, Díaz y los años 30-60 del siglo pasado, hemos sido un pueblo de hazañas frustradas y héroes caídos, de luchas violentas o pacíficas pero casi siempre malogradas. Nadie nos representa mejor que el “joven abuelo” Cuauhtémoc, el Águila que cae. El águila que quizá alguna vez voló sobre las cimas de las montañas y cayó: siempre caemos.
Nos pasó con el sueño democrático de Madero, aprisionado por el ejército, el clero, la embajada de Estados Unidos. Él no hizo ni ganó la revolución; quiso instaurar la democracia sin tocar las estructuras de poder. Nos pasó con Colosio –más allá de los velos que cubren su asesinato– porque se atrevió a decir que veía un México con hambre y sed de justicia, y uno o varios de los poderes fácticos le creyeron y tal vez cortaron por lo sano.
Hoy tenemos la gran oportunidad de que no nos pase, la posibilidad de construir el siglo XXI mexicano global pero con identidad nacional; justo para ser próspero, y no al revés. El programa político de Peña Nieto es, como se decía en el pasado, “reformista” y no “revolucionario”, y eso lo hace menos amenazador para los poderes fácticos que hoy, como siempre, dominan tras bambalinas el drama nacional.
Ese programa pretende enmendar, abrir oportunidades para los más sin destruir a los menos; disminuir, por ejemplo, la concentración en telecomunicaciones sin quitar las concesiones a los monopolios pero con nuevas cadenas televisivas para inversionistas también nuevos. O en educación, estimulando a los maestros con ascenso social, económico y administrativo a cambio de su capacitación y de una enseñanza de alta calidad.
No busca perdedores, pero tiene reglas y condiciones. No sofoca, por ejemplo, la rebelión magisterial contra la reforma educativa en Guerrero, Oaxaca y Michoacán, para no caer en la burda provocación; prefiere hacer política para persuadir a los maestros, pues la educación escolar es imposible sin ellos. Busca decirles, ante el pueblo del que provienen y al que se deben, que es ridículo luchar contra el inglés y la computación; su misión social e histórica es que la educación de la escuela pública a la que acuden los hijos del pueblo, sea comparable o superior a la que reciben los hijos de los ricos en colegios como el Simón Bolívar o el Americano, en universidades como el ITAM o el TEC de Monterrey. Que los jóvenes pobres con talento deben tener preparación para estudiar maestrías y doctorados en Harvard o La Sorbona, en vez de ser carne de cañón para los líderes corruptos o los capos del crimen.
El mismo criterio moderado define reformas que aún son meros enunciados, como la energética, la fiscal y la de seguridad social. Dice el presidente que no se venderá Pemex ni el petróleo dejará de ser patrimonio nacional ni se compartirá la renta petrolera; que se buscará inversión privada que incorpore nuevas tecnologías en áreas donde no las tenemos ni podemos desarrollarlas a corto plazo, como en la exploración y explotación en aguas profundas o la extracción de gas shale; que no se comparte el patrimonio nacional, pero se admite cierta inversión extranjera. Veamos y discutamos las propuestas concretas, no las descalifiquemos ni las glorifiquemos a priori. ¿No consiste en eso la democracia?
Más incierto aún es, hasta ahora, el perfil de la reforma hacendaria, pero las declaraciones de Peña Nieto como candidato y presidente, hacen suponer que se depurará a fondo el gasto público, se transparentarán las transferencias a los gobiernos estatales y municipales, se universalizará el IVA y se aplicarán medidas compensatorias para los pobres y la clase media baja, y se dará un carácter progresivo al impuesto al ingreso (tasas crecientes en proporción de los ingresos). Claro que tendrán que pagar los que no lo hacen y que la aportación será mayor para los que ganan más, pero la reforma hacendaria está muy lejos de ser confiscatoria o de inhibir las inversiones; lo que inhibirá y espero que elimine por completo, es la evasión, la elusión y la simulación.
Esto es lo que está en juego. Si las reformas constitucionales no son invalidadas por las leyes y reglamentos que se expidan, por las instituciones que se creen o reformen o por los funcionarios a los que se confíe llevarlas adelante, México volverá a la paz progresivamente, restaurará su tejido social –familia, escuela, comunidad, organizaciones, iglesias– y reiniciará el cambio social a través del binomio educación-empleo, lo que entraña grandes montos de inversión, desarrollo tecnológico, capacitación, racionalización de los mercados internos (por ejemplo, legislar y vigilar que Wal-Mart no se quede con el excedente económico del campo).
Las propuestas del Pacto por México son una oportunidad para la paz y la mejor calidad de vida, y todos deberíamos sumar nuestros esfuerzos para que se hagan realidad en los términos en que están planteadas. Los intelectuales y periodistas que tienen a orgullo su oposición al PRI y al gobierno, deberían repensar sus actitudes frente a una realidad política que no sospechaban, y convertirse en defensores críticos de las reformas, sin renunciar a sus ideas. El país está en un momento de definiciones y necesita a los trabajadores, a los estudiantes, a los intelectuales discutiendo en serio las propuestas que lo deben hacer más fuerte y más justo.