Hace apenas once años, el país vivía en medio del optimismo por un hecho insólito: el régimen priista, que Vargas Llosa había definido como “la dictadura perfecta” no sólo culminó la reforma política iniciada en 1977 por don Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación del presidente José López Portillo, sino que entregó pacíficamente el gobierno al candidato de un partido de oposición que había ganado la elección presidencial con poco más del 40% de los votos.
El PRI no inició ni continuó las reformas con el ánimo de perder el poder, sino de conservarlo, pero cediendo los espacios que nuevas fuerzas de la sociedad iban exigiendo. Hubo momentos de represión en 1968, 1971, la “guerra sucia” de los años setenta, pero al final se encontraron salidas políticas y hubo crisis que se procesaron políticamente desde el principio, como la rebelión indígena en Chiapas y la violencia política de 1994.
Pero presidentes tan distintos entre sí como José López Portillo, Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo, optaron por conciliar en vez de reprimir, aunque la conciliación terminara por transformar el sistema político más allá de lo que hubieran querido –quizá con excepción de Zedillo–, lo que sin duda fue un triunfo de la política. El régimen priista responde mejor a la noción de “ogro filantrópico” de Octavio Paz que a la frase efectista pero errónea de Vargas Llosa.
Y es que el PRI es una institución mucho más flexible y adaptable de lo que han reconocido sus estudiosos. Surge de una revolución para transitar de los caudillos a las instituciones; reúne a todas las fuerzas que habían hecho la revolución, pero no reprime a algunas que abiertamente la contradecían: el sinarquismo, el PAN, el PP, sin la “S” del falso socialismo lombardista. El PCM estuvo en el clandestinaje hasta que se inició la reforma política de Reyes Heroles.
La capacidad de adaptación explica la longevidad del PRI, pero ésta propició excesos como la corrupción y la impunidad –que palidecen frente a las del panismo en el poder– y, sobre todo, la incapacidad para condicionar el proteccionismo a metas precisas de productividad y empleo, que derivó en la devastación económica cuando fue inevitable abrir las fronteras a la competencia internacional.
El PRI no se desintegró después de la derrota de Francisco Labastida pese a que, con la presidencia, perdió a su líder “nato”, lo que pudo haber derivado en la anarquía; perdió el acceso a los fondos públicos probablemente desde la gestión del presidente Zedillo y, después de la derrota tuvo que pagar una multa por mil millones de pesos por el famoso “Pemexgate”. Resistió incluso la división entre Madrazo y Elba Esther Gordillo.
Después de haber superado tantas y tan duras pruebas, el PRI ganó en 2009 la mayoría relativa en la Cámara de Diputados y es el partido con mejores expectativas para el 2012 en todas las encuestas. Los otros partidos esperan –por alguna ley mecánica de la política que nadie ha formulado– que se repita lo ocurrido hace cinco años al PRD y su candidato: empezaron muy arriba en las encuestas pero no ganaron la elección; la empataron.
Es artificioso extrapolar esa experiencia a 2012, pero nadie tiene garantías de nada en este momento. El partido enfrenta ya dos serias amenazas: una procede del gobierno federal y la otra del propio priismo. La primera es la conocida determinación del presidente Calderón de hacer cuanto esté en su mano para impedir el retorno del PRI a la Presidencia de la República. La fallida aprehensión de Jorge Hank Rhon y el rumor de que estarían abiertos expedientes de exgobernadores priistas en la PGR, así como las campañas mediáticas contra gobernadores en funciones y contra el presidente del PRI, hacen pensar en un posible “michoacanazo” a nivel federal.
La otra amenaza es el riesgo de una división del partido. Como se sabe, todas las encuestas favorecen a Enrique Peña Nieto tanto frente a los posibles candidatos de los otros partidos, incluso en la hipótesis de una gran coalición antipriista, como frente al otro aspirante priista a la candidatura presidencial, el senador Manlio Fabio Beltrones.
Desde la alternancia no había habido un priista con tanta simpatía entre la población y dentro del PRI, como la que tiene Enrique Peña Nieto. Esto haría suponer que Beltrones se sumaría al exgobernador mexiquense antes del proceso de selección interna, lo que ahorraría recursos y frenaría la “guerra sucia” que personas anónimas, presuntamente partidarias del senador, han lanzado en Internet contra Peña Nieto.
Es comprensible que Beltrones se erija como un candidato sustituto viable y que, al mismo tiempo, eleve el costo de su apoyo tanto como le sea posible. Pero no son pocos los priistas que piensan que está estirando demasiado la liga y que ésta podría romperse y provocar conflictos innecesarios entre priistas.
Si salva las amenazas interna y externa, el PRI llegará unido a la campaña de 2012 y muy probablemente gane la Presidencia de la República y, si continúa la tendencia observada, lograría mayoría en las dos cámaras legislativas. En esta hipótesis, el nuevo presidente tendrá frente a sí la tarea descomunal de reorientar el rumbo del país y aliviar en el cortísimo plazo las emergencias en distintas áreas, empezando por la inseguridad pública.
Para ello tendría que ganar las elecciones con el mayor margen posible y eso exigiría que los priistas, concretamente el senador Beltrones, cerraran filas antes de que los amigos de uno u otro aspirantes entren en disputas que podrían dañar a todos. Beltrones debería admitir que ya ha acumulado suficiente capacidad de negociación política dentro de su partido y que de cada día que pasa los riesgos aumentan más que las posibles ventajas adicionales de mantenerse como aspirante. Sobre todo porque los priistas están convencidos de que su objetivo no es fracturar al partido, sino ganar espacios políticos.
El país necesita que el próximo presidente llegue con un gran respaldo popular para evitar conflictos postelectorales como los de 2006 y construir un liderazgo nacional capaz de convocar a todas las fuerzas políticas del país y a la sociedad entera a formar consensos en torno a las actuales prioridades nacionales y las políticas públicas pertinentes.