Ni neoliberalismo ni populismo, sino pacto social: Carlos Ramírez

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Cuando los populistas llegan al poder, sus políticas de bienestar se financian con gasto público endosado a alza de impuestos; cuando los conservadores ganan el gobierno, entonces sacrifican el gasto social en aras de la estabilidad economía.

La definición de políticas sociales de bienestar en sociedades –todas– donde los pobres están aumentando y los ricos se reducen a menos pero mucho más ricos parece una carrera entre la liebre y la tortuga en el cual se pueden acomodar identificaciones como quieran.

El caso es que el producto no alcanza para todos y entonces los populistas y los neoliberales de mercado se la pasan jugando al gato y al ratón, uno escondiéndose del otro, y como en las caricaturas a veces gana uno y a veces el otro.

El problema es más sencillo: como el producto a repartir es menor y los que quieren beneficios son más, entonces hasta ahora estamos con una manta para cama individual tratando de cubrir una cama tamaño king. Y en el jaloneo se tapa una parte, pero se destapa otra.

Como la cama no se puede reducir porque sería incómoda para sus muchos usuarios, en consecuencia la salida se localiza en tener una sábana más grande.

Ahí está el gran debate pendiente: cómo aumentar la producción de bienes y servicios para que alcance para todos. Paradójicamente, las estrategias estabilizadoras neoliberales insisten en bajar el ritmo de la producción para reducir las presiones inflacionarias y las populistas dejan la misma producción, pero financian el acceso a bienes y servicios con subsidios públicos.

Ahora en España el gobierno socialista de Pedro Sánchez decidió subir el techo de déficit presupuestal y aumentar impuestos para financiar su agenda social, pero a costa de protestas de los empresarios. En México el nuevo gobierno populista de López Obrador tiene el propósito de buscar ahorros presupuestales para financiar programas asistencialistas de dinero regalado.

Cualquiera de estos caminos apenas podría mitigar la baja de bienestar social. El 78% de los mexicanos padece de una a cinco carencias sociales y sólo el 22% vive con niveles sociales sin restricciones. Si existe la referencia del Óptimo Pareto de 80% de bienestar y 20% de desigualdad, entonces en México ningún programa asistencialista podría cambiar las cifras y resolver restricciones sociales del 60% de la población.

Los subsidios y programas sociales asistencialistas sirven para atender niveles sociales en extrema pobreza. El camino para un bienestar generalizado es el del aumento de la producción. Y ahí se localiza justamente el problema de nuestro tiempo: ¿cómo aumentar la oferta de bienes y servicios?

Los impuestos a los empresarios disminuyen la tasa de inversión productiva. Y los subsidios asistencialistas a la mexicana ayudan a menores personas de las que se supone.

El camino está en la búsqueda de un nuevo modelo de desarrollo productivo con mecanismos inmediatos de distribución de la riqueza, pero vía un pacto social generalizado. En el modelo de la transición española existieron los Pactos de la Moncloa como acuerdo negociado entre todos los sectores para bajar la inflación, pero ayudaron como modelo de desarrollo a convertir a España en un país de alto desarrollo y bienestar; las diferentes crisis en cuarenta años han disminuido el efecto de bienestar del modelo actual.

En México ha habido dos experiencias de reformulación del modelo de desarrollo: la alianza para la producción en el sexenio de López Portillo 1976-1982 y el tratado de comercio libre de Salinas en 1994. Ninguno tuvo efecto en el aumento del bienestar porque desde 1975 existe el candado del control salarial, PIB bajo y gasto social decreciente para la inflación. El populismo de López Obrador ni siquiera ha discutido el tema del nuevo modelo de desarrollo y su plan social se reduce a aumentar el gasto social con ahorros generados por la lucha contra la producción y la disminución del gasto corriente en quizá 30%.

El replanteamiento del modelo de desarrollo debe asumir nuevas políticas de producción, relación directa con salarios como demanda, ampliación de la oferta de bienes y servicios y políticas fiscales basadas en el crecimiento económico. Si el pastel se ha achicado y hay cada vez más invitados a comerlo, entonces no queda más que servir porciones milimétricas o cocinar un pastel más grande.

México tuvo un largo periodo de promedio anual del PIB de 6% –de 1934 a 1982– y en ese periodo creó una sólida y amplia clase media y un Estado que diseñó políticas sociales generales y no –como ahora– programas asistencialistas dirigidos a beneficiar a pocas personas. En los últimos quince años ese asistencialismo apenas bajó 2 puntos porcentuales la pobreza.

El dilema populismo-neoliberalismo es un debate superficial porque se basa en más o menos gasto social, con exigencias estabilizadoras de baja inflación. López Obrador ganó las elecciones por el impulso de una mayoría electoral marginada del bienestar. Pero los primeros cálculos de sus propuestas indican que la baja en la pobreza será imperceptible porque los recursos serán menores al tamaño de la masa de marginados.

El fracaso del socialismo de Estado y –dijeron– la victoria del capitalismo no se tradujo en disminución de la pobreza y la marginación. Peor aún: aumentaron los pobres y marginados.

Los gobiernos podrán seguir jugando al gato y el ratón o a la carrera entre la liebre y la tortuga, pero mientras no replanteen el modelo de desarrollo seguirán aumentando los pobres y marginados… y las tensiones sociales.