Negociar: Renward García Medrano

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Sin negar ni afirmar que se filtraron cantidades ingentes de dinero a las campañas políticas (a todas) y que los poderes fácticos –Televisa, la jerarquía católica, la familia Slim, los diez o veinte supermillonarios, la banca privada, etc.– apostaron a sus propios candidatos (Peña, López Obrador o Josefina), supongo que hay pruebas de validez jurídica de algunas irregularidades (por ejemplo el carro completo del PRD en el D. F.), pero no son suficientes para invalidar la elección presidencial.

 

Si esto es cierto, Enrique Peña Nieto será declarado presidente electo por el Tribunal Electoral y, de acuerdo con la Constitución y las leyes, ese fallo será definitivo e inapelable. Lo que sigue en los próximos años es una nueva reforma electoral que procure cerrar las fisuras por las que pudo haberse colado dinero e influencia que acaso afectaron la equidad, pero el problema de fondo no lo resuelve la ley, por más candados que imponga, pues es un asunto de cultura política de los ciudadanos –sí, de los ciudadanos, que no son perfectos ni todos honestos como quiere la adulación interesada– y de sus líderes; es un asunto de incapacidad de todos los partidos políticos para entender el país que hoy somos y renovar sus principios, procedimientos y actitudes. Es una contradicción entre la democracia y el ausencia de cultura democrática, y algo deben hacer al respecto los partidos, las organizaciones sociales y el Estado: en ese orden.

Sin restar importancia a la eventual reforma electoral y la aculturación democrática, las emergencias del país son un conjunto de problemas entreverados –hambre y encarecimiento de la canasta básica, desigualdad social, violencia criminal y oficial, excesos del poder civil sobre las fuerzas armadas y posibles fisuras en las corporaciones, incompetencia para abrir expectativas a los jóvenes; abuso, corrupción, ineptitud e impunidad de los gobiernos y las empresas; un modelo de no crecimiento y una economía vulnerable al entorno global adverso, que seguirá deteriorándose.

La capacidad de devastación social, económica e institucional de estos y otros problemas plantea una disyuntiva muy seria al gobierno de Peña Nieto: o desactiva esas bombas de tiempo o hace reformas cosméticas que disfrazarían, tal vez por corto tiempo, la situación casi desesperada del país. (Y si usted cree que el calificativo es exagerado, piense en la pobreza de más de la mitad de la población, en el hambre endémica de 22 millones de personas, en el drama del desempleo y la precariedad del empleo formal, en las decenas de miles de muertos y desplazados, en la extorsión y el secuestro, en el miedo que envenena la vida diaria de mucha gente que usted y yo no vemos pero que existe en las regiones sustraídas al Estado de Derecho por los delincuentes).

Peña Nieto debe promover y encabezar una transformación radical del Estado para frenar primero y revertir después estos problemas: es preciso rehacerlo casi todo. Él mismo tiene que convocar a la sociedad entera, a todos los partidos políticos, a las organizaciones sociales, a los empresarios y sindicatos. Pero su libro, la plataforma electoral del PRI, las acciones de transparencia que anunció y las propuestas que haga cuando lo declaren presidente electo y cuando proteste como presidente constitucional, no son suficientes para unir al país.  

Tendrá que negociar con los liderazgos las políticos y programas en que todos o distintas mayorías puedan estar de acuerdo y sumarse activamente a su consecución, por ejemplo, una política de fomento económico, una reforma educativa seria integrada a las políticas de empleo a escala local; una política fiscal que no se limite a generalizar y aumentar el IVA, sino que aumente y corrija la aparente progresividad del ISR, suprima el IETU, cancele los privilegios fiscales no indispensables, haga un nuevo acuerdo de coordinación fiscal con los estados y municipios, abata el gasto corriente y aumente de la inversión pública.

Los pedazos que quedan del PAN tienen derecho a tratar de aliarse con el gobierno priista a un precio muy alto, como en 1988, a disputarse el control de su partido y ostentarse como la segunda fuerza política del país no obstante su debacle electoral. López Obrador tiene derecho a impugnar la elección dentro del cauce institucional, como lo ha hecho hasta ahora, pero si cumple su anuncio de que sólo reconocerá un fallo del TEPJF que invalide la elección perderá el asidero legal y tendrá que optar por el retiro, el bloqueo a la reconstrucción del país o la oposición participativa, como previsiblemente lo harán Mancera, Graco, Núñez, Ebrard, Camacho y los ” Chuchos”, entre otros.  

Enrique Peña Nieto tendrá que negociar con todos ellos, con los poderes fácticos y con las corrientes dentro de su propio partido, empezando por los liderazgos de las cámaras legislativas, que ya se aprestan a co-gobernar, según dijo el futuro diputado Beltrones. Negociar es buscar y procurar puntos de coincidencia, no imponer ni ceder, no cambalachear. Y si hay fuerzas políticas o poderes fácticos que esperan “vender” su apoyo a cambio de privilegios, el futuro presidente de todos los mexicanos debería rechazarlos, pues si repartiera trozos del pastel, muy pronto dejaría de haber pastel porque lejos de que esos acuerdos sirvieran para resolver algo, agravarían la situación tan crítica del país.