Desde que fue concebido como aparato de masas para la candidatura de López Obrador como líder social de masas, Morena nunca fue pensado como partido político formal y sí como un movimiento de masas coalicionista. La idea radicó en no repetir el modelo del PRI como el espacio sistémico de dominación política, pero a costa de manipular las movilizaciones de las masas.
Por eso la crisis real hoy en Morena no radica en la búsqueda de un líder partidista que se mueva con autonomía relativa de la presidencia de la república y que pueda llegar a convertirse –como en los tiempos priístas– en una figura de liderazgo frente al ejecutivo.
El modelo de sistema político actual es presidencialista, pero sin un partido que opere como subsistema o sistema alterno. En el enfoque sistémico marxista de José Revueltas, el secreto del modelo priísta de Estado “ideológico total y totalizador, no totalitario”, radicaba en “el control total de las relaciones sociales” en el PRI vía el corporativismo inventado por el presidente Cárdenas en 1938. Hoy las relaciones sociales se controlan desde el ejecutivo.
De modo natural, los presidentes del partido del Estado se convirtieron en títeres del presidencialismo o en figuras de contrapeso. López Obrador entendió ese modelo sistémico cuando fue presidente del PRI en Tabasco en el gobierno de Enrique González Pedrero: o se sometía a la pasividad o tenia que confrontar al ejecutivo local para defender a sus afiliados; optó por lo segundo y fue cesado.
En este sentido, Morena no atraviesa por una crisis, sino que sólo refleja los problemas presidenciales para consolidarlo sólo como partido de movimientos sociales. Todos los aspirantes quieren construir un partido real que se convierta en contrapeso al ejecutivo, pero no en organizador o administrador de grupos sociales. En el reparto de candidaturas, el Morena de López Obrador privilegió a movimientos sociales y no a liderazgos tradicionales en camino a convertirse en pequeñas oligarquías partidistas.
En este sentido, Morena ha buscado ser el movimiento social de movimientos sociales y no pone obstáculos en recibir a grupos o figuras del viejo régimen priísta, pero en tanto se asuman en el nuevo modelo de organización política basada en el liderazgo presidencial. Morena seria, en palabras del político-politólogo Samuel Aguilar, una olla de tamales, en el que caben de chile, chepil, dulce, mole, salsa roja o verde o de cualquier sabor.
Hasta ahora, todos los aspirantes a dirigir Morena quieren asumir un liderazgo partidista de grupos, de masas o de ideología que de modo natural se vea obligado a confrontar al presidente de la república o a señalarle los rumbos. El partido Morena deberá ser el canal institucional para acceder a cargos públicos de elección, pero no para representar a sus respectivos movimientos ni para imponerle condiciones o senderos al presidente.
Más que un nuevo sistema político, la propuesta presidencial es la misma estructura del sistema priísta –presidente, partido, bienestar, acuerdos con sectores invisibles, ideología y prioridades constitucionales–, pero sólo con el agotamiento del modelo del partido-sistema y el egreso al presidente-sistema. Aquí se asume el sistema como la caja negra del politólogo David Easton: el espacio de distribución autoritaria y autoritativa de bienes y beneficios por una sola fuerza. Dentro de la caja negra –el PRI— se resolvían los conflictos de clases, cargos, grupos y escalafones.
Cárdenas creó en 1938 el modelo corporativo con las clases dentro del Partido de la Revolución Mexicana, pero el modelo se agotó con el fin de obreros, campesinos y clases medias como clase y como masa. Construir un Morena fuerte seria regresar al corporativismo de partido que se convirtió en un obstáculo para el funcionamiento del presidencialismo.
Por ello, la crisis en Morena y su nueva dirigencia es una crisis prevista para impedir un partido-sistema, un partido-gobierno, un partido-Estado o un partido neocorporativista que inmovilice el funcionamiento del presidencialismo como liderazgo social.
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