Yo tuve un amigo y maestro, viejo periodista, que no sólo me indujo al oficio, sino que iluminaba con su inteligencia aguda y heterodoxa, los laberintos de la vida del país y del mundo en los dos decenios que nos frecuentamos. Cada semana me reunía a desayunar con don Horacio Quiñones y a veces, con algún invitado. Coincidíamos en mucho, pero teníamos diferencias. Para él era claro que todos los títeres, incluyendo al grueso de los políticos, estudiantes y soldados, eran movidos por las pugnas precoces de la sucesión presidencial, y no por el choque de generaciones y mucho menos de ideologías.
En la huelga estudiantil de 1968, como profesor de la Escuela Nacional de Economía pasaba las noches que podía en la UNAM, al igual que otros y más meritorios amigos, como Lalo y Pablo Pascual, Eliezer Morales o Rolando y Fallo Cordera (Yo no conocía a Woldenberg). Don Horacio no cedía en sus opiniones sobre la marcha de los acontecimientos. La sociedad estaba dividida. Los mayores criticaban a los jóvenes y éstos llegábamos a veces al extremo de la ruptura. La incomunicación inició la debacle de la institución familiar.
Yo creía que estaba naciendo el “hombre nuevo” y trataba de ponerme a su altura. Leía y discutía a Marcuse, Godelier, Harneker y los marxistas de las más variadas corrientes. Yo vivía en la oscuridad, buscando un hilo que me acercara la realidad. Las ideas y emociones estaban a flor de piel. El paso de los días me angustiaba: “desconfía –se decía desde el comando informal de París– de los que tienen más de 30 años, y yo ya había perdido 27 en medio de la nebulosa pequeña burguesía.
Los hechos del 2 de octubre nos sobrecogieron. Creo que durante unos días literalmente perdí la razón, confundido por la rabia, el miedo, la impotencia. Y angustiado por el riesgo del terrorismo de Estado. Parecía inminente un golpe militar, pero se interpuso el patriotismo –¿saben los políticos de hoy qué es eso?– del general Marcelino García Barragán.
En 1970, Luis Echeverría nos desconcertó. Su lenguaje no era el kafkiano de un ex secretario de Gobernación y candidato a la Presidencia. Díaz Ordaz estuvo a punto de sustituirlo por Alfonso Martínez Domínguez. Cuando ganó la elección, don Horacio le preguntó si se estaba quitando una máscara o poniendo otra.
Muchos jóvenes del 68 se incorporaron al gobierno, murieron, unos se autoexiliaron y otros se fueron a la guerrilla. En mi libro “1968. Con sus propias palabras” documento que algunos apasionados panegiristas de Díaz Ordaz, como Porfirio Muñoz Ledo, escalaron en la pirámide político-administrativa y hoy son paladines de la democracia antipriista.
Pasada la tormenta de 1968 y antes de la de 1971, don Horacio y yo conversamos de no sé qué tema y él me pidió que hiciera un resumen. Se lo envié y al día siguiente me sorprendió verlo publicado en la sección editorial de El Día, el magnífico diario fundado y dirigido por don Enrique Ramírez y Ramírez. Llamé a mi amigo y me transmitió la invitación del director para publicar un artículo semanal en el periódico, y así lo hice hasta que le renuncié a un burócrata que pretendía censurar uno de mis textos.
A los pocos meses decidí que mi artículo semanal llevaría el nombre genérico Por los caminos de Sancho y, solo por eso, empecé a llamarle “columna”, lo que me hacía sentir más periodista.
¿Por qué Sancho y no don Quijote? Porque otro gran viejo, cálido y adorado, León Felipe, me enseñó que ambos, caballero y escudero, cabalgan por las mismas sendas que ellos van abriendo, que son uno y nada más en su peregrinar infinito.
La tarde que leyó por primera vez uno de los poemas que más hondo me han tocado: “Oh, este viejo y roto violín”, dijo con su voz estentórea y cascada de violín roto:
¡Que nadie le llame Sancho Panza!
Es Sancho, a secas.
¡Sancho nada más!
Sancho quiere decir: hijo del Sol,
Súbdito y tributario de la luz.
Además ya tiene Fantasía.
Ya habla como Don Quijote…
Y ha aprendido a verlo todo como él…
Ahora puede usar, él mismo, el mecanismo metafórico.
De los poetas enloquecidos…
Ahora puede levantar las cosas de lo doméstico a lo épico…
De la sordidez a la luminosidad.
Ahora puede decir como su señor:
– Aquello que vemos allá lejos, en la noche sin luna, tenebrosa,
no es la mezquina luz de una humilde cabaña de pastores…
¡Aquello es la estrella de la mañana!
Don Quijote y Sancho llevan 400 años cabalgando. Yo tengo menos de medio siglo tratando de seguir sus caminos. Pero estoy cansado… muy cansado. Y veo al país cubierto cada vez más con una nebulosa. ¿Cómo analizar lo que no entiendo?… creo que intentaré montar en las ancas de Rucio, “Rucio amigo, Rucio estoico, Rucio sufrido, Rucio Paciente.”
Por eso doy por terminado mi compromiso de una colaboración semanal para La Jornada Morelos, cuyo director, León García Soler, fue siempre respetuoso y un gran amigo. Ya no podré enviar cada semana la columna al puñado de amigos que la recibían por correo electrónico ni enviarla al gran amigo, José Antonio Aspiros, para que la difunda con un celo profesional que lo engrandece. De mi deuda de gratitud con usted, amigo lector, mejor no hablo porque no tengo como pagarla. Quizá usted y yo volvamos a cruzarnos por los caminos de Sancho. Quizá.