El crimen organizado se ha convertido en el problema número uno de México. Aunque presentes desde mediados de los setenta por sembradíos de cocaína y marihuana protegidos de manera oficial para producir droga que iba a las tropas estadunidenses en Vietnam, como asociaciones violentas irrumpieron en mayo de 1984 para asesinar al columnista político Manuel Buendía, del influyente periódico Excélsior, porque se disponía a publicar información sobre el narcotráfico protegido por autoridades y policías.
Desde entonces a la fecha, los grupos delictivos y de manera sobresaliente los cárteles del crimen organizado han aumentado su presencia en México y se han expandido al extranjero. En los EE UU el presidente Obama emitió una directriz para caracterizar a cárteles extranjeros que operan ya dentro de territorio estadunidense como organizaciones criminales transnacionales. En mayo de este año el presidente Trump aprobó la Operación Python de la DEA para deshacer en los EE UU al Cartel Jalisco Nueva Generación y autorizó la caza de su líder Nemesio Oseguera Cervantes El Mencho inclusive dentro de territorio mexicano.
Partimos de un hecho: los cárteles no son un problema policiaco o de seguridad pública, sino de estabilidad social y de hegemonía del Estado.
La última irrupción de los grupos delictivos en los últimos dos meses ha aumentado la preocupación de los organismos mexicanos de seguridad: el CJNG se acreditó el asesinato de un juez en el estado de Colima, el intento de asesinato a balazos del jefe de la policía de la capital de la república mexicana, un video de exhibición de vehículos acerados y otro video donde un alto jefe del cártel amenaza una guerra contra el Cártel de Santa Rosa de Lima de Guanajuato.
Ante el desorden en la estrategia oficial, en diciembre de 2006 el presidente panista Felipe Calderón autorizó el uso de las fuerzas armadas en nivel de seguridad interior para declararle la guerra a los cárteles y doce años después, dos sexenios de gobierno, el saldo de homicidios dolosos del 2006 al 2019 fue de casi 300,000, una media de 23,000 por año o casi 2,000 por mes.
La estrategia de los gobiernos de Felipe Calderón (PAN, diciembre de 2006 a noviembre de 2012) y de Enrique Peña Nieto (PRI, de diciembre de 2012 a noviembre de 2018) fue la de ir a combatir a los cárteles para arrestar o liquidar en combates a las cabezas de los grupos delictivos, pero sin tocar las estructuras criminales. La estrategia de López Obrador ha sido la de no perseguir delincuentes, sino trabajar sobre las causas sociales de la delincuencia. El saldo de homicidios dolosos en el primer año de López Obrador fue de 35,000 personas, la más alta en la historia.
Todos los análisis hacen hincapié en las estrategias fallidas por incompletas. Y todas las evaluaciones independientes han señalado el punto principal del crimen organizado en México: las bandas no pueden nacer, crecer, consolidarse y mantenerse sin el apoyo político e institucional de las estructuras sociales, políticas, de seguridad y judiciales del Estado mexicano. Así de simple.
El crimen organizado en México se encuentra ahora en una fase de lucha entre bandas delictivas por defender y expandir territorios de control e influencia. El Cártel Jalisco debe tener presencia en el 90% del territorio mexicano. Su negocio no es sólo la droga, sino la extorsión, el contrabando, el asesinato y el tráfico de personas. El Cártel de Santa Rosa de Lima de Guanajuato se dedica al robo de combustible en los ductos de gasolina y cuenta con la complicidad de funcionarios de la empresa estatal Petróleos Mexicanos, de funcionarios estatales y municipales y de aliados políticos. Y no hay que soslayar el Cñartel de El Chapo Guzmán que sigue operando en el pacífico mexicano y exportando droga a los EE UU.
La situación del crimen organizado en México se localiza en una nueva cresta de ola de inseguridad y violencia, sólo que ahora por luchas entre bandas para controlar territorios de influencia. La autoridad gubernamental ha reiterado su estrategia: no perseguir delincuentes ni bandas, trabajar por el lado de bienestar social en zonas de influencia criminal y apostarle a la decisión de los cárteles de disminuir sus actividades. La estrategia se resume en una frase del presidente López Obrador: con los delincuentes “abrazos, no balazos”.
Los líderes de los grupos criminales no están interesados en el modelo gubernamental. Al contrario, han aumentado sus actividades y ya operan con impunidad en Ciudad de México, el centro político del régimen mexicano. El atentado contra el jefe de la policía del gobierno de Ciudad de México fue un acto audaz y provocador que no cumplió su cometido criminal –el jefe policiaco sólo fue herido–, pero sí dejó la preocupación de que los narcos ya están en la capital de la república.
El problema mayor radica en la audacia de los grupos criminales de llenar de balazos el ambiente en la Ciudad de México y la respuesta oficial de “no caer en provocaciones”. Mientras las autoridades no decidan una estrategia de persecución de jefes, de desarticulación de estructuras criminales, de mayor vigilancia para impedir acciones violentas en las calles de la ciudad y de encarcelar narcos, México seguirá degradándose en seguridad y continuará afectando las inversiones productivas.
A pesar de ser propaganda, los dos videos del fin de semana del Cártel Jalisco aumentaron grados de temor ciudadano.