La aparición del libro La llamada de la tribu y la capacidad mediática de Mario Vargas Llosa abrieron el tema del populismo en su ciclo descendente. A finales de la semana pasada comenzó una rebelión popular en Nicaragua, gobernada por el sandinista, socialista y populista Daniel Ortega por un ajuste de precios de bienes y servicios básicos: la crisis de finanzas públicas se le trasladó a la sociedad.
El espacio mediático para potenciar su libro lo encontró Vagas Llosa en México: un candidato que enarbola las banderas del populismo encabeza todas las encuestas con una ventaja de 20 puntos a 75 días de las elecciones. Sin embargo, el discurso antipopulista que metió el escritor peruano-español a la campaña mexicana, las confrontaciones de López Obrador con el sector privado a propósito de la construcción de un nuevo aeropuerto en Ciudad de México y la campaña en medios para alertar sobre el populismo no han movido las encuestas.
La posibilidad de otro ciclo populista en México tiene cuando menos tres explicaciones:
Primero, por el fracaso del modelo de modernización productiva de tipo neoliberal –estabilización macroeconómica por el lado de sacrificar la demanda–: el PIB promedio anual en el periodo 1983-2018 ha sido de 2.2%, cuando México necesitaría crecer cuando menos 6% como en su periodo 1934-1982.
Segundo, por la falta de una política social compensatoria, como la tuvo en la experiencia de los populismos de Cárdenas, Echeverría, López Portillo y el populismo neoliberal de Salinas de Gortari. De acuerdo con cifras oficiales, el 78% de los mexicanos tiene una o varias carencias sociales.
Y tercero, porque el PRI perdió sus compromisos sociales, abandonó a sus masas a negociar beneficios por sí mismos y López Obrador se apropió del discurso del bienestar social de los pobres.
La dialéctica neoliberalismo-populismo ha llevado a los promotores del neoliberalismo sólo a condenar a los populistas, pero sin atender las necesidades sociales de las mayorías marginadas. Hasta 1994 el neoliberalismo del PRI de Salinas compensó los ajustes macroeconómicos estabilizadores –menos gasto social, menos PIB y menos salarios– con su Programa Nacional de Solidaridad ocupando todos los medios; había costos sociales, sí, pero también programas especiales.
El populismo de López Obrador propone usar el gasto público para programas sociales asistencialistas de subsidio a la pobreza, no políticas de desarrollo que crezcan la riqueza y la repartan mejor. La viabilidad del populismo de López Obrador dependerá de tres condiciones: déficit presupuestal menor a 2%, inflación de alrededor de 3% y PIB menor a 3% para no sobrecalentar la economía.
De ganar las elecciones, el margen de maniobra de López Obrador será estrecho por las condicionantes macroeconómicas; cualquiera de las tres que se mueva hacia arriba distorsionará a las otras dos y precipitará la crisis. Y dentro de la crisis económica hay una variable muy fácil de moverse: la crisis de expectativas de los votantes de López Obrador que quieren el regreso del Estado intervencionista, pero sin resolver el problema del financiamiento de ese gasto.
México ha quedado atrapado en la dinámica excluyente neoliberalismo-populismo; el PRI de Salinas apenas pudo atenuar el costo social del neoliberalismo con el Programa Solidaridad que era gasto para los más pobres en infraestructura social, no en salarios. Los doce años de presidencia del PAN se enredaron en su propuesta ideológica de bien común y solidarismo, pero sin modifica quejas sociales.
Los argumentos de Vargas Llosa contra el populismo son contundentes, pero condenan a sociedad con enormes desigualdades sociales a beneficiar la riqueza y dañar la pobreza. Y los populismos tipo López Obrador usan gasto social insuficiente y tampoco responden a las expectativas sociales. Por tanto, al problema de enfoques económicos le falta una salida, una tercera posición que hace varios años se debatió en Europa: una tercera vía; ni neoliberalismo, ni populismo. El relanzamiento de la socialdemocracia con nuevas reglas y nuevos equilibrios y con un Estado promotor del desarrollo sin intervenir como agente principal podría ser una salida a los ciclos de la crisis: neoliberalismo-populismo-neoliberalismo, un círculo perverso dañino.
Las sociedades con mayorías formadas por ciudadanos afectados por la crisis de marginación y pobreza tienden a ser caldo de cultivo de los demagogos del poder. Y las élites tradicionales culpables de populismos llevan a sus naciones a caer de manera inevitable en el neoliberalismo de ajuste económico con altos costos sociales de bienestar. El fracaso de socialismo económico de Estado ha llevado a un nuevo ciclo capitalista de reconstrucción del capital; pero esos dos modelos se olvidaron de las sociedades dependientes del modelo productivo.
El problema de la política radica en la fase de empobrecimiento generalizado que lleva a las masas a atender el llamado del caudillo populista que promete un bienestar con dinero del Estado. Y el asunto se hace más complejo cuando existen prácticas democráticas reales o inevitables. México logró superar la dialéctica neoliberalismo-populismo con un sistema electoral cerrado y bajo control oficial. Hoy que hay libertad absoluta de voto los marginados hacen pesar su fuerza electoral.
La pobreza como costo estabilizador o el gasto populista para atender desigualdades es un dilema que debe romperse con la definición de terceros caminos: como mantener estable la economía y al mismo tiempo promover el bienestar. Si no, las elecciones usarán a las mayorías marginadas para votar por el populismo y para botar a los neoliberales del poder.