Aunque ha agitado las aguas burocráticas con un ajuste de austeridad salarial con bajas reales de salarios hasta en 50%, el problema número uno de México es el de la inseguridad: 250 mil muertes violentas en doce años, alrededor de 40 mil personas desaparecidas, más de mil 200 fosas clandestinas y una de ellas recientemente descubierta en Veracruz con 166 cuerpos, centenas de periodistas asesinados al informar sobre seguridad y decenas ocultos por amenazas.
Los anteriores datos son apenas la parte cuantitativa del problema. La cualitativa es la más grave: la inseguridad en México ha aumentado desde 1984 por el debilitamiento del Estado en su tarea primordial de proveer seguridad a los ciudadanos. Y las razones de ese fracaso son tres: incapacidad profesional de los órganos de seguridad del Estado, complicidad de las instituciones del Estado con las bandas criminales y carencia de una estructura legal para enfrentar las formas diversas de la criminalidad.
En mayo de 1984 fue asesinado el periodista Manuel Buendía, entonces el más importante columnista político. Días antes de su muerte a manos de un sicario en una de las entonces zonas más populosas de la ciudad, Buendía había publicado en su columna en el diario Excélsior un comentario sobre una queja de obispos del sur de México por el descuido del gobierno ante la llegada a esas zonas de bandas de narcos. Luego dejó entrever que publicaría nombres de políticos, funcionarios y encargados de seguridad que protegían a los grupos de narcotraficantes, Buendía fue abatido.
Luego de una investigación de casi cinco años, el gobierno acusó del asesinato a José Antonio Zorrilla Pérez, en 1984 director de la Federal de Seguridad, la policía política del Estado que operaba bajo las órdenes del entonces secretario de Gobernación (ministro del Interior), Manuel Bartlett Díaz, hoy operador político de López Obrador. En marzo de 1985 el embajador estadunidense en México John Gavin reveló que Zorrilla era el protector de los narcos y que la policía política del Estado estaba al servicio del crimen organizado.
A treinta y cuatro años de distancia y con el diagnóstico certero de que los criminales no se consolidan sin el apoyo institucional, el problema de la inseguridad es peor. El pasado viernes 14 de septiembre el presidente electo López Obrador se reunió con familiares de las víctimas de la inseguridad y la reunión fue espectacular por las quejas contra la incapacidad de gobiernos y Estado.
Los dramas individuales de familias afectadas por la violencia criminal de las bandas y algunos abusos de las fuerzas de seguridad ilustran la dimensión del problema de seguridad: el Estado mexicano ha sido incapaz de brindar seguridad a sus ciudadanos. Las diferentes organizaciones delictivas tienen el dominio del mercado de transporte, venta y consumo de un 80% del territorio mexicano. Ante una economía que apenas puede dar bienestar a un tercio de los ciudadanos, los dos tercios restantes viven de la economía criminal. Sin empleo, sin salarios justos y sin instituciones de desarrollo social, el crimen organizado ha comprado poblaciones enteras a las que otorgan dinero y bienestar a cambio de cuidarlos.
La causa principal de la inseguridad en México está en el Estado y en los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal). La estrategia de seguridad se ha reducido a reaccionar ante ataques, patrullar zonas conflictivas y aplicar leyes que al final del día sólo benefician a los delincuentes con el modelo de puerta giratoria para entrar y salir casi en automático. Y el problema se ha multiplicado porque los cárteles del crimen organizado se han atomizado en pequeñas bandas de delincuentes que asaltan, extorsionan, venden protección. Frente a ello, las policías carecen de capacitación, recursos y disciplina.
Una de las causas que han encontrado los expertos estaba en el modelo de control político del viejo PRI sobre los delincuentes y en tasas promedio anual del PIB de 6% en el periodo 1934-1982. Coincidió que en 1982 llegó al poder una clase dirigente tecnocrática que rompió los mecanismos de control, abatió el bienestar con una tasa promedio anual del PIB de 2.2% de 1983 a la fecha y creó una masa de 80% de mexicanos con una a cinco carencias sociales. Y sin control político, los criminales no sólo se multiplicaron, sino que tuvieron poder económico para comprar policías, funcionarios y políticos.
El nuevo gobierno de López Obrador va a ser medido por el tema de la inseguridad, no por los recortes de salarios o por la lucha contra la corrupción. Los mexicanos están a la espera de un programa de seguridad efectivo que dé resultados en lo inmediato. Sin embargo, hasta ahora López Obrador a enfocado el tema desde la perspectiva de las víctimas, quiere una ley de amnistía que libere a delincuentes y busca que las víctimas perdonen a sus victimarios. Nada hay hasta ahora del marco jurídico contra la delincuencia, de la capacitación inmediata de policías y de un gabinete de seguridad que ofrezca una relación coherente en la dinámica diagnóstico-resultados.
La comunidad internacional necesita intensificar las presiones sobre México para lograr estrategias de seguridad con resultados inmediatos. Si en Europa, los EE. UU. y Centroamérica el problema es la migración en masa, en México los temas centrales son la seguridad ciudadana, la violencia a la vuelta de la esquina y el fracaso del Estado ante las bandas criminales. La seguridad ciudadana no se reduce a los cuerpos de seguridad, sino que tiene más dependencia del desarrollo y el bienestar
López Obrador tendrá sólo un margen de credibilidad en el corto plazo: una estrategia de seguridad ciudadana con efectos inmediatos o la crisis de expectativas derrumbará su base electoral de 53% de votos.