Tal vez en la real politique no importe mucho que los dirigentes y militantes de un partido no compartan los principios de su organización ni actúen conforme a ellos, que las promesas de los candidatos no se identifiquen con el programa del partido o sean inviables: “lo primero es ganar y ya luego veremos”.
Esta última frase –muy frecuente pero no menos cínica– sugiere que los documentos básicos de los partidos sólo sirven para llenar un requisito legal pero no son relevantes en la definición de las propuestas de campaña ni menos aún en el ejercicio del poder.
Pero si aceptáramos como una fatalidad que en los asuntos públicos la verdad formal difiere de la real, las palabras perderían todo contenido y la democracia no sería más que una fantasía.
Si, en el extremo opuesto, esperáramos de los políticos una pureza ética que de la que carece el común de la gente, caeríamos en la frustración, la indiferencia o la abstención como recurso estéril de protesta, porque significa abdicar de nuestros derechos.
Hasta donde alcanza mi percepción, el común de la gente asume que la mentira es un atributo de la política, pero no reconoce que toda sociedad hace la política a su imagen y semejanza. Los políticos nos representan a todos en nuestra heterogeneidad económica, social, cultural, ideológica, pero también en nuestros vicios y virtudes morales.
Las élites maquillan a los héroes hasta dejarlos irreconocibles; los hacen de bronce y los pintan con rasgos de epopeya, como observaba Carlos Castillo Peraza, para depurar a la historia y a sus protagonistas de todo aquello que, para la ideología dominante, es imperfecto: atenúan las facciones indígenas de Juárez, resaltan la belleza física de Cuauhtémoc y le inventan deformidades a Cortés.
Lo que habría que preguntarse en el segundo decenio del siglo XXI es para qué ha servido este autoengaño monumental y por qué no tomamos contacto con la realidad, empezando por reconstruir nuestro pasado.
En nada nos ayuda callar que la Independencia surgió para apoyar a Fernando VII y fue consumada por Iturbide y O’Donojú para dar lugar a un país muy diferente al que delineó Morelos en Los Sentimientos de la Nación.
Vergüenza debería de darnos que las presiones social y de los medios obligaron a Ernesto Zedillo, entonces secretario de Educación Pública, a quemar no sé cuántos miles de libros de texto gratuitos porque arrojaban luz sobre la leyenda de los Niños Héroes.
El motor ideológico de la revolución maderista fue el sufragio efectivo y la no relección; lo demás se fue definiendo sobre la marcha, con avances, retrocesos, rectificaciones y remiendos
Las frivolidades de Hidalgo, el autoritarismo de Juárez y su admiración por el modo de vida estadunidense y las fantasías e impericia de Madero, no los disminuyen; les devuelven su dimensión humana. En el lado opuesto, los afanes liberales–aunque ilusorios– de Maximiliano o la importancia de la red ferroviaria de Díaz, no legitima la imposición externa del primero ni la tiranía del segundo.
Las falacias de nuestra historia confirman nuestra obsesión de falsificar con palabras los hechos que nos avergüenzan, que no convienen a nuestros intereses o que habríamos preferido distintos.
Nos mentimos sistemáticamente unos a otros, lo sabemos y así convivimos. Por eso aquí se acostumbra citar a las bodas con media hora de anticipación y aun así llega tarde la mitad de los invitados.
Si los políticos surgieron de una sociedad que vive realidades ficticias y se conforma con ello, mal hacemos en reprocharles su lenguaje elusivo y su gusto por el engaño y en esperar que otros políticos tendrán las virtudes de que carecen los actuales. ¿Acaso Fox, Calderón o Fernández de Cevallos provienen de una sociedad distinta a la que generó a los políticos priistas? ¿Son los primeros más honestos o siquiera más democráticos y respetuosos de la ley que los segundos?
Sé que en política –como en otras áreas de la vida social e individual– es frecuente la adulteración de las palabras, aquí y en otras partes del mundo; pero hay grados entre lo que sabemos que ocurre por ejemplo en Noruega y en Sierra Leona, en Francia y en Rusia, en Finlandia y en México.
La distancia entre las palabras y los hechos es una deficiencia de nuestra organización social que debiéramos corregir, en vez de resignarnos a vivir con ella a fuer de “realistas”. A la real politique debiéramos enfrentar la aspiración a la verdad a través de la crítica de la realidad.
Información y verdad forman un binomio inseparable y mientras menos informados estén los ciudadanos menor será su libertad para elegir una entre varias opciones, y mayor será el riesgo de que voten a ciegas, conducidos por el ingenio de los publicistas y sin saber a cuál de los posibles futuros colectivos están propiciando con su voto.
No niego que tenemos hoy más libertad que en los años sesenta o setenta del siglo pasado y que existen cuando menos tres opciones políticas viables y no sólo una; pero mientras no logremos llenar de contenido las palabras, no podremos decir que el voto libre de los ciudadanos determina el rumbo y objetivos de los gobiernos y congresos.