Comienza el ardiente verano preelectoral y lo mismo que en la obra de James M. Cain -magistralmente llevada al cine por Bob Rafelson- los pre-pre-candidatos han comenzado a llamar no dos, sino muchas veces a las puertas de los medios masivos a los que hemos permitido secuestrar los espacios de deliberación ciudadana. Pero en este escenario sexenal mexicano ni Jack Nicholson ni Jessica Lange, tampoco Anjelica Houston o Michael Lerner apremiarán secreciones hormonales. Al contrario, las conexiones sinápticas de las neuronas de las circunvoluciones del lóbulo occipital en donde se aloja nuestro homo politicus comenzarán a calcificarse por efecto de la mediocridad y adocenamiento de los “mensajes y propuestas” que comienzan a regar el llano de nuestra vida política.
Es con tal desazón y pesadumbre estival que presento de nuevo a los lectores de JdO reflexiones ya antiguas. ¿Un grito en el desierto electoral? Espero que no.
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Pensemos en el papel cada vez más ritualizado de la comunicación. Esto es, cómo en las sociedades modernas o las más desarrolladas, se le está dejando cada vez más a los medios la responsabilidad de decidir sobre aquello que afecta la vida social y la vida política.
El hombre medio parece haber decidido que la importancia y la credibilidad de los medios puede llegar a reemplazar su opinión y actuación, reemplazo que se antoja como letargo, como alejamiento de los hombres de la actividad que a lo largo de su historia les ha caracterizado: la política.
No parece extraño entonces que algunos consideren el quehacer político como patrimonio casi exclusivo de los medios. Una realidad que podemos constatar cada vez con mayor frecuencia es la extendida percepción de la existencia de los hechos merced a su inclusión en los medios. Y como consecuencia la sensación de que lo que no nos es servido por los medios no existe, o corresponde a una dimensión ajena.
Los siglos XIX y XX son ricos en ejemplos. Sin excepción, todos los movimientos populistas de este periodo utilizaron los símbolos y los ritos como instrumentos de comunicación. Pero fueron los nacionalsocialistas alemanes quienes mejor entendieron y comprendieron la capacidad de los medios como vehículo para insertar en el imaginario social la realidad que su propuesta política pretendía construir.
Walter Lippmann entendió bien los alcances movilizadores de la prensa y su función al interior de la sociedad, pero llegó a una aguda conclusión: la prensa no puede suplir a las instituciones políticas. Lippmann escribía en 1922 y sus ideas no han perdido vigencia: mejorar los sistemas de recolección y presentación de las noticias no es suficiente para perfeccionar la democracia, pues verdad y noticia no son sinónimos. La función de la noticia es resaltar un hecho o un evento. La de la verdad, sacar a luz datos ocultos. La prensa –hoy los medios-, en una de las afortunadas metáforas de Lippmann, es como un faro cuyo haz de luz recorre incesantemente una sociedad e ilumina momentáneamente, aquí y allá, diversos episodios. Y si bien éste es un trabajo socialmente necesario y meritorio, es insuficiente, pues los ciudadanos no pueden involucrarse en el gobierno de sus sociedades conociendo sólo hechos aislados.
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¿Hasta qué punto los medios reconocen pero se benefician de este rol? ¿Tiene realmente la llamada sociedad civil alguna posibilidad de inhibir la pretensión de los medios de ser los paladines de la democracia cuando manifiestamente están lejos de serlo? ¿Podemos encontrar mecanismos de “autodefensa social” en este contexto? Esta visión pudiese parecer exagerada, pero no lo es si aquilatamos la extensión y profundidad que los medios alcanzan en el tejido social. Quizá un camino inicial pase por desconfiar de afirmaciones complacientes y tranquilizadoras, de la especie: “prensa y democracia se encauzan y determinan recíprocamente”. No hacemos bien a uno ni a otro concepto. No entronicemos a los medios como defensores de la democracia, démosles la responsabilidad que les corresponde: informar a la sociedad. Sólo en la medida en que se logre la confesión de una responsabilidad, esto es, que los medios asuman que ésa es la tarea que les toca y que corresponde al resto de la sociedad evaluarla y actuar en consecuencia, incluso políticamente si se requiere, estaremos encontrando el punto de convergencia entre medios y democracia. Perfeccionar la democracia requiere mejores instituciones, no necesariamente más medios.
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Los medios que conocemos repiten de alguna manera lo que en la antigua Grecia se conoció como el foro público, llamado por algunos estudiosos contemporáneos la esfera pública. De la misma forma que en aquél, los ciudadanos en principio debían poder reunirse en éste para discutir sobre los temas comunes. Es decir, los medios como foro de la democracia. Si bien durante los siglos XVIII y XIX la prensa tuvo un rol importante en este sentido, esta función política ha sido colocada en un segundo plano y ha sido reemplazada por una función mayoritariamente comercial.
Se debe estar prevenido contra la confusión semántica en esta comparación de los medios con el foro público y el papel que debiera asumir en la esfera pública, pues no basta que un gobierno ofrezca a su sociedad, por ejemplo, un “servicio de difusión pública” para que se garantice el concepto de esfera pública. Por el contrario, la corta historia de la transmisión pública nos ofrece numerosos ejemplos de cómo en el escenario político la mayoría de las empresas de transmisión pública en realidad contribuyeron al control de la esfera pública más que a su expansión dinámica.
Reconozcamos que el papel mediatizador de los medios está quizá enunciado teóricamente pero no está suficientemente explorado en la práctica ni puesto en tela de juicio. El riesgo social que ello conlleva es la despolitización, el imperio de la falsa comunicación, es decir, la ausencia absoluta de la interacción, la prevalencia de la no-comunicación. La cultura de la pantalla ha reemplazado al pensamiento, y la auto referencia mediática a la prueba de la realidad. Al distraernos, abandonamos el mundo.
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El régimen de propiedad de los medios, generalmente privado, no cancela el riesgo de corrupción debido al ejercicio prolongado de una actividad que, a diferencia de muchas otras actividades comerciales, se nutre justamente del contacto con el poder. Se podría plantear la alternancia en el poder en el manejo de los medios -no en el cambio de propietarios- lo cual cabría perfectamente en un código de ética, tema tan de moda en estos días.
Debemos preguntarnos si en el fondo no hemos tenido que aprender a vivir con un nuevo fundamentalismo, que podría expresarse así: los medios -como continuidad- se consideran depositarios de la verdad y de las necesidades sociales, sobre todo si de derechos democráticos y de justicia se trata. Pero no sólo por la actividad que les es propia, que es la de investigar, recoger y difundir los hechos cotidianos, sino porque el discurso de reclamo democrático consideran haberlo ganado gracias a su experiencia de relación con los grupos de poder.
Siguiendo esta línea de pensamiento, la información no es un bien que se ofrece a la sociedad para que ésta configure los mecanismos de relación que considere pertinentes con el poder, poder que -además- la propia sociedad ha otorgado, sino que se convierte en patrimonio para una relación de poder a poder. Tenemos que la sociedad ya no es capaz de enterarse por sí misma de lo que sucede en su entorno, de lo que sucede fuera de sus fronteras y, sobre todo, no tiene acceso a muchos sucesos de la vida política. Ese espacio en el que la sociedad no es capaz de incidir, incluso por cuestiones prácticas y por la complejidad de la vida moderna, es ocupado por los medios, que adquieren por esa vía el papel de líderes. La realidad es que la actividad propia de los medios les hace acumular poder, tanto frente a otros poderes establecidos como frente a la sociedad a la que dicen servir.
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En materia de comunicación, con lo que tropezamos continuamente es con una gran cantidad de medios cuya oferta es el entretenimiento. Podemos además constatar fácilmente que los empresarios de la comunicación apuestan a ganar por esta vía dado que tal mercancía se vende mejor y más fácilmente. Ergo, las masas lo que están consumiendo son programas de entretenimiento en radio y televisión: música, películas, programas de concurso, series policiacas, dibujos animados o telenovelas. Lo mismo sucede con los impresos.
¿Y la información? Los noticieros -de radio, de TV- y la prensa escrita, tienen naturalmente un público, el que sin duda representa el núcleo más activo, o potencialmente más activo, cuando de discutir asuntos públicos se trata, pero no es comparable con el porcentaje de población cuyos patrones de consumo se orientan al entretenimiento.
Resulta notable que para cierta clase de información que pudiera ser juzgada poco relevante como la deportiva, se exigen hechos “duros”: cifras, realidades, nombres concretos, situaciones, fechas, resultados… mientras que para otra que se antoja de mayor relevancia y que tiene que ver con el análisis de la sociedad, como la información política, se aceptan declaraciones, presunciones, rumores, deducciones y exageraciones.
Quizá fuera conveniente recuperar la suspicacia política con que fueron escudriñados los hechos sociales en las décadas de los setenta y ochenta -acusadamente las manifestaciones culturales-, con la ventaja de la mirada retrospectiva que nos permite distanciarnos de los determinismos, para fabricar nuevas herramientas de análisis y conocimiento de los medios contemporáneos.
Profesor – investigador en el Departamento
de Ciencias sociales de la UPAEP – Puebla.
sanchezdearnas@gmail.com