Hace unos días rememoramos el mayor de los documentos con implicaciones globales de la primera mitad del Siglo XX, sino es que el más importante, como producto, síntesis o néctar de la Segunda de las más grandes guerras:
La Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Se “declara” el amor; se “declara” la guerra. Aún a pesar de imperar un acuerdo entre los estados nacionales, como “declaración”, fue manifestación unilateral de un solo ente ético, político y jurídico en que confluían las voluntades edificadoras de un nuevo orden mundial.
Esta declaración quiso poner un piso mínimo de “derechos” en que los seres humanos se reconocieran; un estatuto común que brindaba cobijo a los espíritus perturbados que la guerra dejó y a sus descendientes.
Vistos a la distancia, los Derechos Humanos, no solo han ganado presencia geográfica y una mayor universalización, sino han ensanchado el catálogo que voluntades muy disímbolas han llevado y llevan bajo el brazo, lo mismo para defender las causas más loables que para legitimar los más aberrantes pecados de la vida civil, la vida en comunidad.
Es -perogrullo- una declaración garantista cuyo espíritu era proteger al ser humano, incluido el ciudadano frente a la omnipotencia del Estado.
Después de las 2 grandes guerras el orden político cambió no solo con la redefinición de fronteras, sino con la aplastante fortaleza de las comunidades políticas, léase, Estados Nacionales.
Hoy el Estado enfrenta una profunda crisis. Su debilitamiento se ha venido dando a la par que el mayor reconocimiento de derechos civiles y políticos; de garantías y prerrogativas del ciudadano.
¿Cuál es el gran problema? Frente al garantismo ha habido un acompañamiento inversamente proporcional de obligaciones.
El ciudadano quiere -exige- más y más derechos y cada vez menos obligaciones. Quiere protección ante el Estado, un Estado debilitado, un Estado enfermo.
Es ahí donde encuentran terreno fértil la ligereza, la frivolidad, la insensatez, la impunidad, social y política, los oportunismos, los populismos cancerígenos que culpan al Estado de todos los males y no tienen para ellos, más que la redención de los “oprimidos” y de los “excluidos”.
Sin una clase media triunfadora, estos derechos abrían sido impensables. Hoy, nos dice Ikram Antaki; “No hay democracia representativa sin democracia social, y no hay democracia social sin una clase media triunfadora: hoy, las tres entidades deciden a la vez”, aunque en México se comienza a ensayar un proyecto serio de gobierno fundamentado en la Segunda.
Co el triunfo de una nueva clase media más joven, preparada y mejor informada, la próxima elección puede entronizar una nueva forma de gobierno con la mejor parte de la tecnocracia, en el sentido más estricto del término; una suerte de gobernante con el descrito por Platón, sino sabio, sí conocedor de diferentes áreas de la administración pública.
Los Derechos Humanos siguen creciendo, se subdividen en generaciones, siempre a la alza, nunca decrecen y poco a poco van poniéndose al servicio de los extremos que matan, que aniquilan; son parte del menú de la “fonda marxista” y también por citar sólo un ejemplo, del nuevo poder -antes contraponer- que son los medios de comunicación.
Hoy el Estado es rehén de los medios de comunicación, cuando debía ser su tutor. Gracias a esto la “democracia de los votos” se sustituye por la “democracia de los medios”. ¿Que nos queda antes este escenario? El rescate del civismo como una preocupación por el interés general.
El civismo es el papel y el peso de la ley en una sociedad. Hay que rescatarlo con una nueva generación capaz de reencontrarse consigo misma, consciente de su peso demográfico y consecuentemente su peso electoral y de presión social, que puede ser fuerza transformadora.