El taller de experimentación no tenía un registro de estudiantes, ni una planta de profesores, no significaba crédito académico y no cerraba sus puertas. Algunos solíamos vivir ahí mismo, comer no era tan difícil en esos tiempos, incluso beber y fumar se solventaba con caminar por las calles del centro o por el Paseo de la Reforma solicitando “un veinte” a los transeúntes (veinte centavos de peso, acuñados en una hermosa moneda de cobre).
En los alrededores abundaba la venta de comida, la cercanía del mercado de La Merced permitía obtenerla muy barata y no faltaban condiscípulas dispuestas a cocinar o a llevar guisos preparados en casa. Recuerdo a tres jóvenes, dos de ellas de florales nombres, Rosita y Azucena y María Pía, organizadoras de mesas bien servidas.
La primera y la segunda eran nacionalistas extremas y conservaban el gusto y el cuidado de la tradición gastronómica como parte de una lucha contra la colonización cultural imperialista, cada día de San Carlos esta lucha alcanzaba un momento culminante, una catarsis gastronómica en torno al maíz, el chile y el aguardiente entre manteles bordados a mano, coloridos papeles de fiesta vibrantes a la menor brisa y música vernácula iniciada por el inprescindible “mariachi”, para romper la mañana con “las mañanitas que cantaba el rey David”, era el día del “desayuno de San Carlos”, escanciado de principio a fin (ya entrada la noche) con los espíritus de agaves y cañas nacionales.
Pía, más joven, usaba minifalda de gamuza y no se aferraba a los moles, pozoles, tamales, salsas picantes y mezcales por principio político, los disfrutaba con gran placer y también gustaba de las salsas blancas y los vinos franceses, las carnes tartáricas, aciduladas o a las brazas, el esmedregal cantonés, el salmón canadiense, el cangrejo de Alaska, las ensaladas mediterráneas, los jocoques árabes o mexicanos, la perdiz, el pavo silvestre y toda clase de volandería y mariscos con los cuales experimentar.
El bacalao noruego lo prefería guisado con vodka y acompañado por la misma bebida, helada con una gota de esencia de lima. Quedó fascinada cuando descubrió a los futuristas italianos de inicios del siglo veinte que hicieron escultura gastronómica, desde entonces, por alguna secreta razón, Pía alcanzaba las cumbres de su inspiración antes y después de hacer el amor.
En aquel tiempo ella también estaba enamorada del amor y lo hacía debajo de las escaleras, entre caballetes y bastidores, en las azoteas, bajo las mesas de trabajo o detrás de los pilares del segundo patio. Su imaginación manaba leche y miel, especies vegetales y animales, zumos, jugos, grasas, masas, temperaturas, texturas, consistencias, colores, sabores y formas. Mientras más hacía el amor, más ganas tenía de hacer de comer y sus amigos y amigas nos beneficiábamos con ello.
Cierto día apareció por la escuela una especie de duende o chaneque tepiteño, de unos trece años de edad, dejaba un rastro iridiscente que algunos seguimos hasta la oficina de la Sociedad de Alumnos, como toda entidad de la floresta era un experto en yerbas y había ido, precisamente, a compartir con nosotros una plantita de poder. Si era un ángel o un acólito del diablo no importaba, lo importante era el viaje por la materia-energía, más allá de la “fuerza” de gravedad (o distorsión espacio-temporal) y del cuadrado de la velocidad de la luz por la masa.
El infinito placer de lo intangible, la ruptura de ataduras a una fatalidad cósmica, al fundirme en la vibrátil sustancia de la armonía y desaparecer el mundo en un vuelo hacia la matriz cósmica, un paseo por el sistema solar y finalmente el regreso al cuerpo, al universo táctil de una caricia. Pía eclosionó, todo su ser se desintegró en partículas de sabor y olor, en colores e infinitas formas comestibles que ella absorbía por boca y nariz, por los ojos y las orejas, por toda la piel e incluso por las uñas y los cabellos, por esa otra boca ansiosa y encendida entre los muslos. Devorándose a sí misma se disolvió y fue digerida en un universo nutricio.
Cuando recobró su forma humana parecía recién salida del horno de dios, estaba totalmente desnuda y su cuerpo ardía y transpiraba, se agitaba y podíamos oír sus suaves jadeos quejumbrosos, su transpiración despedía un exquisito olor como de especies, flores y almizcle.
Esa misma noche, en su casa, instaló una mesa de trabajo en la cocina y bocetó algunas piezas de prueba, al día siguiente diseñó moldes y elaboró recetas para probar consistencias, flexibilidades, texturas, colores y sabores, reunió una pequeña biblioteca sobre gastronomía y consiguió mondadores, ahuecadores, cortadores, batidoras, palas, cernidores, pinzas, morteros, cucharas, tenedores y recipientes de vidrio, de peltre, de barro, de madera, de piedra, de porcelana, de cobre, de aluminio, de acero inoxidable e incluso de plástico.
No tardó en contar con un generoso mecenazgo que puso a su disposición la gran cocina de un centro gastronómico. Pía impuso una condición sin la cual no: todo lo que produjera se destinaría a ser consumido, nada se conservaría como objeto de galería o de museo. Así se formó un restringido círculo de degustadores de geométricas esculturas de hojaldre confitado, aves rellenas y especiadas, decoradas con capas de brillantes plumas que las hacen parecer vivas, atrapadas en estructuras vegetales sustraídas del jardín de las delicias, peces como navíos veleros recubiertos de deliciosa pasta “croacante”, puentes, torres petroleras, edificios emblemáticos, cuadros con los colores de los cinco sabores, dibujos y grabados sobre obleas, fuentes y figuras de hielo molecularmente saborizadas, néctares y surtidores de coloridos licores… casi lo olvidaba, el fuego, siempre encuentra sitios para el fuego, saltando entre sartenes, copas, sopletes, mecheros y asadores y en algunos casos hogueras a cielo abierto.
Aun ahora, María viaja por el mundo, diseñando festines, bacanales y simposios para reyes, emires, sultanes, presidentes, primeros ministros, grandes empresarios…y algunos de sus queridos amigos, junto a quienes también disfruta de películas relacionadas con la gastronomía, de un largo ciclo seleccionado por ella.
No tengo el menor empacho en recomendar catorce de estas magníficas piezas cinematográficas: Estómago, El festín de Babette, Tomates verde fritos, Big Night, Un toque de canela, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, Cuando el destino nos alcance, El gran chef, El discreto encanto de la burguesía, Ratatouille, La condesa rusa, Comer, beber y amar, Deliciosa Martha y La gran comilona ¡Buen provecho!
Vía: @Viral Noticias