Cuando el gobernador de Guerrero envió al Congreso local una iniciativa en materia de educación que contravenía la reforma educativa federal, pensé que el los diputados la aprobarían y, en el mejor de los casos, se plantearía una controversia constitucional que trasladara la presión de los maestros guerrerenses, sumados a los de Oaxaca, Michoacán, el D. F. y otras entidades, a la SCJN.
Pero cuando la Policía Federal desalojó incruentamente a las personas que obstruían la Autopista México-Acapulco y voces muy diversas celebraban el hecho, comprobé que no se había logrado invalidar la reforma educativa ni exhibir al gobierno como represor. La política derrotó a la violencia.
Más allá de la operación política y de la pulcritud del operativo policiaco, ¿por qué Peña Nieto pudo hacerlo sin crear una crisis política mayúscula? O, mejor, ¿por qué sus antecesores dejaron a la Ciudad de México y otras capitales, las carreteras, los viaductos y los edificios públicos a expensas de organizaciones que decidían que “tomar” esas instalaciones era la vía revolucionaria contra los gobiernos reaccionarios?
Porque en 1968 y 1971, el priismo mostró su rostro despótico contra los estudiantes y a partir de entonces procuró teñirse de “democrático”, con escaso éxito, por cierto. El uso de la fuerza pública, por más justificado que estuviera, se habría leído como represión y el gobierno mismo se habría endurecido, forzado por las pulsiones autoritarias dentro del sistema político y de la sociedad.
Vicente Fox pudo haber recuperado la capacidad del Estado para usar la fuerza pública legítima sin el riesgo de ser acusado de tiránico, pero creyó que el Derecho es antidemocrático. Calderón usó las fuerzas armadas contra el crimen organizado, con resultados que todos conocemos y lamentamos. Hasta ahora, Enrique Peña Nieto ha conciliado democracia y Derecho. El desalojo de la Autopista del Sol, mesurado e incruento, hizo una nueva advertencia a los grupos de presión que buscan obstruir la reforma educativa y las otras del Pacto por México.
Pero la remoción de un obstáculo es temporal y no resuelve el problema de la educación. Más aún, la educación de calidad es apenas uno de varios factores para corregir el gran problema que hemos arrastrado desde antes de la Conquista: la desigualdad y la explotación inicua de los más por los menos.
El golpe de timón hacia la equidad es la condición para que el país no se nos desintegre en los próximos lustros, en medio de conflictos sociales, violencia criminal, delincuencia común e ingobernabilidad. La igualdad y la expansión del mercado interno que conlleva, el desarrollo tecnológico y el fomento a la inversión productiva, son requisitos de supervivencia.
La reforma educativa no puede hacerse contra los maestros, cualesquiera que sean su militancia política y sus alineamientos sindicales. En algunas partes del país, los maestros confían en la CNTE, y el Estado debe garantizarles el ejercicio de sus derechos sindicales. Lo que no debe permitir es que abandonen las clases y sigan cobrando cuando no han emplazado a huelga ni cubierto los requisitos de ley, que no son formalismos burocráticos, sino etapas que propician la conciliación.
Los maestros, en su mayoría, provienen de familias muy pobres, y esta es una premisa que debe comprenderse bien para tratar con ellos. Desde que, como adolescentes, ingresan a las normales urbanas o rurales, tienen internado, que es una vivienda casi siempre más digna que la propia, y cuentan con alimentación ¡tres veces al día!
Los presupuestos son raquíticos y las mafias de maestros, empleados y líderes estudiantiles diezman los recursos, lo que explica las protestas y huelgas, como la de Ayotzinapa. Pero eso no da derecho a los normalistas a incendiar camiones ni a cerrar vialidades.
Sólo que esa es la cultura de la miseria en que nacieron y crecieron; así los formaron sus maestros mal preparados y entrenados, a su vez, no para educar sino para el vandalismo y la obediencia a sus líderes, sean del SNTE o de la CNTE. Por eso la mayor aspiración de un maestro es, en general, conseguir una “comisión”; es decir, cobrar por organizar a otros vándalos en vez de dar clases a los niños.
Pues con estos normalistas y maestros hay que hacer la reforma educativa y no contra ellos. Pero hacerla con ellos no significa renunciar a la calidad educativa y a los requisitos para lograrla, como la capacitación y la evaluación. Hacerla con ellos significa inducirlos a capacitarse, convencerlos de que las aspiraciones más altas que una “comisión” sindical son viables y dignas, y que su mejor preparación académica es la clave para que los niños, adolescentes y jóvenes más pobres, tengan un destino más humano.
Los maestros son pobres, repito, pero si no empezamos a romper el círculo vicioso de ignorancia-explotación-pobreza, si no enseñamos a los zapotecas a hablar inglés aquí, lo aprenderán como migrantes indocumentados en Estados Unidos, en caso de que lleguen con vida a ese paraíso creado por la fantasía colectiva de América Latina.
No hay más salida que estudiar y enseñar para ser mejores seres humanos, mejores ciudadanos y mejores trabajadores, empleados, empresarios. Y el Estado tiene que propiciar la enseñanza y el aprendizaje de los maestros, de los estudiantes normalistas y de todos los mexicanos, pero también tiene que fortalecer las finanzas públicas, administrar racionalmente la energía, conservar el medio ambiente, restaurar la paz interior sin negociar con el crimen organizado. Hay motivos para apoyar al gobierno que va en esa dirección.