El hecho de que el Pacto por México haya estado en riesgo en unas elecciones locales y que su viabilidad esté atada a lo que ocurra en la fase poselectoral, sugiere que la participación del PAN y los partidos de sedicente izquierda en los órganos de representación política, no desarrolló nuevos proyectos de país sino que los convirtió en grupos de grupos que se disputan el control partidario y los privilegios que conlleva.
El poder y el dinero los pervirtió al extremo de que la alternancia fue sólo de membretes y nombres, pero no del sistema; al contrario, se agravaron los viejos problemas nacionales –pobreza, concentración, estancamiento económico– y se crearon otros, como la violencia, la corrosión de las instituciones y el cinismo, que tiene su importancia en esto de gobernar a las personas.
Somos una democracia que no desarrolló previamente a sus demócratas ni formó partidos con vocación democrática.
En el PRI no se podía, como lo demostró la escisión de la Corriente Democrática de Cárdenas y Muñoz Ledo. Hasta 2000, el presidente de la República tomaba las grandes decisiones, y cuando faltó, las estructuras entraron en crisis –recuerde el choque entre Madrazo y La Maestra (¡vaya ejemplares!).
Los gobernadores, tanto del PRI como del PAN y el PRD, convirtieron en botines de guerra a las entidades federativas: a Granier, Emilio González y Amalia García habría que agregar muchos, tal vez más discretos, eficaces o afortunados, pero semejantes. Hay algo aún más vergonzoso: más tardaron los vándalos del 1 de diciembre en destrozar bienes públicos y privados en el Centro Histórico, que la Asamblea Legislativa en reformar el Código Penal para ponerlos de inmediato en libertad: legisladores haciendo el papel de jueces corruptos.
¿Cómo y por qué entraron los partidos a la democracia por las cañerías y no han salido de allí?
Supongo que el presidente Zedillo creía que el PRI era un obstáculo para la democracia y para el libre mercado, y aprovechó a fondo la disciplina de la dirigencia priista para obligarla a aprobar reformas que, después de la recesión de 1994-1995, propiciaron primero la pérdida de la mayoría en la Cámara de Diputados y luego la pérdida de la Presidencia de la República.
Claro que esas reformas –y la democratización que prometían– eran necesarias, a menos que el sistema priista renunciara a su capacidad de negociación y llevara el autoritarismo a extremos impensables, pero el presidente de la República fue la clave para llegar tan lejos de un solo golpe en 1996.
La democracia no fue una demanda de lo que hoy se conoce como “sociedad civil”, que era incipiente y no estaba organizada. Fue una exigencia sindical y estudiantil. Lo primero, por la resistencia de amplios grupos de trabajadores al sindicalismo domesticado, que conseguía ciertos avances salariales y de prestaciones pero reducía los conflictos a su mínima expresión: pan o palo. Lo segundo, porque los jóvenes que acudían a las instituciones de educación superior –masas que sin la revolución no habrían tenido acceso a las universidades– adquirieron un instinto crítico que no llegó a ser consciencia, como lo demostró el pliego petitorio más bien ingenuo de los estudiantes del 68.
Si no se hubiera interpuesto la reforma política de 1977, es posible que el sistema hubiese involucionado hacia más autoritarismo, pero toda la historia del último cuarto del siglo XX habría sido diferente, y sin duda mucho peor. Sin embargo, la falta de una experiencia democrática más allá de los sindicatos y los estudiantes, forzó a que la transición se hiciera desde el gobierno y las dirigencias partidistas.
Leal a sus convicciones, presionado desde afuera a raíz del rescate financiero y empujado por la oposición interna, el presidente forzó a los dirigentes formales de su partido a acceder a las exigencias de la oposición, en las jornadas de discusión en una casa porfiriana de la calle de Barcelona. Toda la negociación fue cupular: Muñoz Ledo, Castillo Peraza, María de los Ángeles Moreno, Esteban Moctezuma, Emilio Chuayffet, Ernesto Zedillo mismo.
Y creo que fue precisamente el origen cupular de la democracia mexicana el que creó las condiciones para la perversión de los partidos. Madero y Zambrano, Cordero y los anti-Chuchos no son herederos de Luis H. Álvarez o Arnoldo Martínez Verdugo, de Othón Salazar Ramírez o Carlos Chavira. Son hijos de la transición cupular y comparten los antivalores extendidos en la clase política. Unos firmaron el Pacto por México para afianzarse en sus cargos y los otros los condenaron para echarlos y colocar a sus compinches en su lugar.
En estas horas todos hacen cálculos y recuentos de daños para decidir si apoyan o abandonan el pacto. ¿Que hacen falta las leyes secundarias de la reforma educativa? ¿Que está a medias la reforma financiera? ¿Que el país debe discutir a fondo lo que hace con el sector energía? ¿Que urge la reforma hacendaria para hacer posibles todas las demás? Sí, claro, pero todo eso es subsidiario para los líderes partidarios. Lo importante es sostener o remover a Madero, sostener o remover a Zambrano; las reformas serán daños o avances colaterales.
La descomposición de los partidos políticos es sumamente grave precisamente en este momento. Frente al agravamiento de casi todos los problemas y la adversidad del entorno internacional, la rapiña y la falta de escrúpulos de las élites partidarias puede ser un obstáculo insalvable para el cambio. La frustración de las reformas del Pacto por México nos condenaría al estancamiento y desalentaría a toda la sociedad.