Love is Love: la alegría del amor: Jorge Luis Díaz

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Hoy se celebra lo que llaman el “Día internacional del orgullo LGBT” y es común que, en este mes, veamos que muchas personas cambian sus perfiles de facebook, twitter, instagram y demás redes sociales –conforme va la tendencia-, colocando la popular bandera multicolor que representa a este movimiento en el mundo. También es frecuente que escuchemos de conocidos y extraños, mencionar frases como “love is love” (amor es amor) en defensa de lo que ellos sintetizan como una “cuestión de amor”. Es ante ello que me surge la siguiente pregunta, ¿qué pensarán que es el amor? Pero me surge una mejor: ¿qué creemos nosotros que es el amor?

 

Antes de entrar al tema de fondo, vale la pena aclarar que esta reflexión no pretende deliberar sobre el amor que parejas del mismo sexo puedan sentir entre sí, pues dice la palabra de Dios en Lucas 6, 39-42 que cuando Jesús hablaba con sus discípulos sobre juicios y condenas, les dijo esta parábola:

 

“¿Acaso podría un ciego ser guía de otro ciego? ¿Verdad que los dos irían a caer en un pozo? No es más grande el discípulo que el maestro. Todo discípulo bien formado será como su maestro. ¿Cómo miras la paja que tu hermano lleva en su ojo sin advertir la viga que traes en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: “Hermano, déjame sacarte del ojo esa paja”, sin mirar la viga que llevas en el tuyo? Hipócrita, sácate primero la viga que llevas en el tuyo y, luego, podrás ver para sacarle a tu hermano la paja de su ojo”.

 

Por tanto, lo que se pretende es que las parejas cristianas conozcamos lo que nuestra doctrina y nuestro magisterio nos enseñan sobre el amor, y entonces, poder ver con ojos de misericordia lo que los homosexuales o sus intercesores entienden como “amor”.

 

Una de las grandes referencias que tenemos sobre el amor -además de la propia vida de Jesús narrada en los evangelios- se encuentra en la primera Carta de San Pablo a los Corintios, en su capítulo 13, versículo 4 al 7; mejor conocido como “Himno al amor”.

 

Esta carta, probablemente escrita en los años 50 después de Cristo, a menudo sólo se vuelve conocida entre prometidos, cuando tienen que escoger las lecturas bíblicas que serán leídas en su ceremonia religiosa, pero, tristemente, la seleccionan más por el sentimiento a flor de piel del momento, que por el entendimiento de su mensaje doctrinal y su efecto en el amor conyugal diario.

 

El himno al amor o a la caridad, dice así:  

 

«El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no hace alarde, no es arrogante, no obra con dureza, no busca su propio interés, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Cor. 13; 4-7).

 

Es común que muchas parejas decidan unirse en matrimonio basados en la semilla del enamoramiento, incluso, basados mayormente en la hormona de la sexualidad, únicamente corpórea, sin advertir de su dimensión afectiva y espiritual que tienen como razón de ser la unión y la complementariedad, la bella donación al otro, en los éxitos, pero también en los fracasos. Ese es el amor.

 

Si estas parejas no reconocen que el matrimonio requiere de cierta madurez psicológica y afectiva, mucho menos podrán reconocer la sacramentalidad del acto, es decir, ver al matrimonio como signo e instrumento de la unión íntima con Dios (Lumen Gentium, 1).

 

Sin embargo, es verdad que nadie nace sabiendo. Cuando uno se une en matrimonio muchas veces no está preparado para entender sus dimensiones -biológica, psíquica y espiritual-, porque en la sociedad en la que nos desenvolvemos se nos va enseñando que el amor responde al cómo se ve, cómo se viste, con quién se relaciona, de cuál familia viene, qué tiene y qué me hace sentir, pero nunca nos prepara para esa sencillez y humildad del amor de “a diario” que nos narra San Pablo.

 

Para entender cada parte de este himno, tenemos una guía importantísima: la “Amoris Laetitia” o “la alegría del amor”. Exhortación apostólica postsinodal escrita en 2016 por el Papa Francisco, que, en su capítulo cuarto, profundiza sobre el mensaje de San Pablo, dirigido hacia los cónyuges.

 

En Amoris Laetitia, el Papa enseña que todo lo dicho o aprendido sobre el matrimonio y la familia no es suficiente si no nos detenemos especialmente a hablar del amor; pero ese amor en la cotidianidad de la vida, donde se manifiesta el amor verdadero, porque como dice San Pablo “si no tengo amor, de nada me sirve”.

 

El amor es paciente. El amor debe ser lento a la ira; es paciente cuando la persona no se deja llevar por impulsos y evita agredir al otro. Hay que optar por la moderación que nos enseña Dios –a nosotros siendo pecadores- para dar espacio al otro al arrepentimiento, porque el verdadero poder de Dios, que es omnipotente, radica en su misericordia. ¿En cuántas parejas no pasa que, después de una discusión, esperan el momento preciso para dar el zarpazo final? Para “tirar a matar”, dicen por ahí.

 

Así tener paciencia no es –debe quedar claro- dejar que nos maltraten o agredan, pero el problema es cuando exigimos que las relaciones sean celestiales o perfectas, o nos colocamos al centro esperando que sólo se haga nuestra voluntad. Entonces todo nos impacienta y reaccionamos violentamente. Si no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para reaccionar con ira y así nos convertiremos en personas que no saben convivir y la familia se volverá un campo de batalla.

 

Dice San Pablo en su Carta a los Efesios 4, 31: “Desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad” y el Papa Francisco concluye afirmando que la paciencia se afianza cuando reconocemos que el otro también tiene derecho a vivir en esta tierra junto a mí, así como es.

 

El amor es servicial. El amor beneficia y promueve a los demás, es “hacer el bien”. ¿Cuántos hombres o mujeres sólo esperan ser servidos en su matrimonio? El Papa Francisco atrae el pensamiento de San Ignacio de Loyola que dice que “el amor se debe poner más en las obras que en las palabras”. Debemos experimentar la felicidad de dar, la nobleza y grandeza de donarnos al otro sobreabundantemente, sin pedir a cambio, sin esperar recibir, sin reclamar.

 

El amor no tiene envidia. En el amor no hay lugar para sentir malestar por el bien del otro. Dice el Papa que la envidia es una tristeza por el bien ajeno, porque muchas veces sólo estamos concentrados en el bienestar propio. ¿En cuántas parejas no inician los problemas porque ella ya gana más que él? ¿Porque los hijos juegan más con el papá? ¿Porque alguno de los dos tiene más cerca a la familia ampliada que el otro?

Pero esa envidia no se limita únicamente al matrimonio, pues ¿cuántos hombres no codician a la mujer de su prójimo o a sus bienes? Así, se debe entender que la envidia siempre nos pondrá al centro, mientras que el amor siempre pondrá a los otros como prioridad. El Papa hace énfasis en que el amor nos lleva a reconocer en cada ser humano su derecho a la felicidad.

 

El amor no hace alarde, no es arrogante. Se da sin petulancia, sin vanagloria. Busca su lugar y lo toma, no quiere ser el centro. Jesús les dijo a sus discípulos “el que quiera ser el primero entre ustedes, será su siervo”. (Mat, 20, 27).

 

El amor no obra con dureza. Es amable y detesta hacer sufrir a los demás. El Papa atrae el pensamiento de Octavio Paz en su obra “La llama doble”, cuando dice que la cortesía “es una escuela de sensibilidad y desinterés”, que exige a la persona “cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a callar”. ¿Cuántas parejas no buscan las palabras más duras para herir en medio de una discusión? Para disponerse a un verdadero encuentro con el otro se requiere de una mirada amable que no nos detenga en los límites del otro, sino en lo que nos une y nos complementa. Esto genera vínculos y construye lazos. El que ama dice palabras de aliento, conforta, sana.

 

El amor no busca su propio interés. El amor es dar gratis y dar hasta el final. El Papa atrae el pensamiento de santo Tomás de Aquino en la Suma Teológica, que dice “que permanece más a la caridad querer amar que querer ser amado” y que de hecho “las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser amadas”.

 

El amor no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Algo crucial del amor conyugal es que no puede permitir la violencia interior; en el espíritu, en el alma del cónyuge. No puede darse el lujo de que el rencor, los malos pensamientos vayan anidando. Dice el Papa que la indagación es sana cuando nos lleva a reaccionar ante una injusticia, pero es dañina cuando tiende a impregnar todas nuestras actitudes ante los otros. Una cosa es sentir la agresividad que brota y otra consentirla. El Papa nos invita a hacer las paces cada noche antes de dormir, sin necesidad de ponernos de rodillas, sino a través del acto más sencillo: una caricia, una palabra, el gesto más sencillo. El Papa señala que la reacción interior ante una molestia debería ser ante todo responder con una bendición.

 

El amor todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El matrimonio cristiano debe trabajar a diario el perdón. Es preferible buscarle excusas a la debilidad del otro, a sus errores, a sus desaciertos. No debemos darle a todo la misma gravedad, de lo contrario alimentaremos una constante sed de venganza, a veces, culpando al otro de todo, logrando una satisfacción efímera, un falso alivio. ¿En cuántas parejas no sucede que por el más mínimo detalle inicia una batalla campal? Aquí cabe esa paciencia inicial a la que se refiere la cita de San Pablo.

 

En Amoris Laetitia, el Papa Francisco nos invita a amar con alegría, a valorar los dones y capacidades que tienen los demás. A amar su dignidad como hijos de Dios. “Dios ama al que da con alegría”.

 

En el amor cristiano los esposos que se aman y se pertenecen, hablan bien el uno del otro, intentan demostrar el lado bueno del cónyuge más allá de sus debilidades y errores. Limitan el juicio, comprenden que somos una combinación de luces, pero también de sombras, con la esperanza de ser mejores, siempre. Este amor confía y no desespera del futuro. Es amor a pesar de todo, incluso en la separación –si llega a ser muy necesaria por violencia física-, pero se da paso a la caridad conyugal.

 

Así pues, hablar de amor para los cristianos, es un camino de aprendizaje constante y de perfeccionamiento del amor con alegría, pero también con sacrificios. Asimilar esto, además, conlleva entender que nuestra escala de valores no es la escala de valores que tiene el mundo y que se ven en la mayoría de las películas, que nos venden las marcas o que se leen en revistas de amor, sino que nuestra escala de valores parte de un origen divino: Dios y su creación.

 

Entendemos que el matrimonio y la familia tiene una historia ancestral basada en el hombre y la mujer cuyo fin es buscar la dignidad de sus integrantes y servir a los demás viviendo con espiritualidad cada etapa de nuestro amor. El secreto de nuestro amor, debe radicar en ser conscientes de quienes somos -con nuestras limitaciones y dones-, es decir, hijos de Dios, imperfectos pero que buscan agradarle a Él a través de cada acto, cumpliendo sus mandamientos, tomando nuestra cruz y siguiéndolo. Recuperando su amor y alimentando su gracia, a través del bien hacia el prójimo, el más cercano, nuestra pareja y nuestros hijos.  

 

Entonces, finalmente, cuando leamos frases como “love is love” promovidas por quienes apoyan ideologías LGBT –y con ello a sus colectivos y sus propuestas políticas, sociales, económicas y culturales -, tengamos la firme certeza que nosotros sabemos y conocemos de raíz, eso a lo que el mundo le llamada ¡amor!

 

Jorge Luis Díaz

@CiudadanoCoke