III y concluye
El reportero tiene una exclusiva. Falta poco para el cierre… ¡y no hay cómo hacerla llegar a la redacción! No hay angustia mayor. La cosa se pone de muerte, como diría la eximia C. M.
Gracias a las telecomunicaciones de hoy esa situación es rara, aunque no imposible, pero en mis lejanos tiempos reporteriles recurríamos a mil y una argucias para garantizar que el trabajo del día llegase a la mesa de redacción o, en situaciones especiales, el escritorio del director. En urgencias no era inusual tocar la primera puerta al paso, exclamar: “¡Soy reportero!”, pedir prestado el teléfono y transmitir la nota ante la admiración de los inquilinos, quienes con frecuencia además producían agua, café o algún refrigerante más fuerte. ¡Helas, quien hiciera eso hoy se expondría a que le dieran con un bate en la cabeza! Pero aquellos eran tiempos heroicos de una feliz inocencia y nuestra profesión tenía un crédito y un respeto que hoy lamentablemente están bastante erosionados.
(Recuerdo una anécdota del sexenio de Echeverría. Siendo yo reportero de Notimex, en el hotel Camino Real el Presidente hizo un pronunciamiento de ocho columnas. Quienes trabajábamos en agencia salimos disparados a pasar el avance. Todos los teléfonos estaban descompuestos, salvo uno, que tuve la fortuna de acaparar. Estaba en espera de que el hueso pusiera papel en la máquina, prendiera su cigarrillo y sorbiera su café antes de molestarse en tomar mi nota, cuando un elegante caballero de gentiles maneras se aproximó. “Soy el secretario particular del señor Presidente”, me dijo. “Hay una emergencia y debo pedirle que me ceda el teléfono”. “¡Já!”, pensé para mis adentros. “Este güey es un corresponsal extranjero que me quiere chamaquear, pero se va a joder”. Expresé en voz alta algo más o menos en este tenor y seguí acaparando el aparato. “En verdad lo necesito”, insistió. “El licenciado Echeverría requiere hacer llegar un mensaje urgente”. “¡Síííí, cómo no!”, mascullé. Le di la espalda y procedí a pasar mi nota. De reojo pude ver cómo se retorcía nerviosamente las manos. Cuando terminé, debidamente alargada la conversación nomás pa’dejar en claro quién era el jefe, colgué y volví al acto mientras aquel sujeto, rojo y sudoroso, se precipitaba sobre el auricular. Espero que si Juan José Bremer lee esto, el recuerdo le sea simpático. Yo por mi parte desde entonces le agradezco que no me haya echado encima a los guaruras que atestiguaban incrédulos aquel acto de insolencia reporteril.)
En octubre de 1975, el Rey Hassan II de Marruecos organizó la hoy legendaria “marcha verde” para recuperar el Sahara español. Decenas de corresponsales de todo el mundo se dieron cita en las dunas norafricanas para cubrir el evento que amenazaba desembocar en una guerra. Pese a que los necesitaba para dar a conocer su causa al mundo, el gobierno marroquí ofreció raquíticas facilidades a los periodistas, con quienes tenía una relación de amor-odio: sí, le eran imprescindibles, pero los detestaba por latosos, metiches, irreverentes, provocadores, bebedores y lujuriosos.
El reportero de Excélsior Hugo L. del Río era uno de los enviados especiales, el único mexicano en aquellas tierras. Para transmitir las noticias de la marcha, los ingenieros militares colocaban en determinados trechos una estación de comunicaciones frente a la cual los reporteros debían formarse previo sorteo. Cada uno disponía de tres intentos para conectarse a su periódico o agencia. Si no tenían éxito debían volver a la cola. Quienes lograban un enlace disponían de cinco minutos de transmisión cronometrados por un malhumorado oficial con pistola al cinto.
Hugo, un alto y ancho hombrón que había perdido muchos kilos en el calor del desierto, por fin se encontró frente al aparato. Primer marcado: nada. Segundo marcado: nada. Tercer marcado… ¡aleluya! La comunicación por el cable submarino se da entre ruidos como los de un zoco en día de feria, pero se alcanza a escuchar la voz del hueso de la redacción de Excélsior en el D.F. El reportero grita: “¡Es Hugo del Río, desde Marruecos; tómame la nota!” La respuesta llega entre chisporroteos: “¿Hugo del Río? No está. Anda de enviado especial en Marruecos”. Y cuelga. Las leyes contra la obscenidad impiden que relate lo que sucedió a continuación y lo que Hugo hizo al hueso a su regreso a México.
Vuelvo a la reseña de Los reporteros, el nostálgico texto de Christian Brincourt y Michel Leblanch publicado a fines de los sesenta que recuperé gracias a mi colega Omar Raúl Martínez, director de la Revista Mexicana de Comunicación.
“Michel Leblanc llegó a Skopje hacia las siete del día siguiente de una catástrofe sísmica, después de ocho horas de carretera en un taxi que había alquilado en una calle de Belgrado.
“R.T.L. no tenía ninguna información procedente de la ciudad del siniestro. Después de dos o tres horas de deambular entre los escombros, recogió algunas entrevistas que le permitieron redactar unas primeras notas de ambiente.
“Para transmitir por radio Belgrado tenía que recorrer el camino en sentido inverso durante otras ocho horas.
“Quedaba una plaza en un pequeño avión de turismo, pero demasiados periodistas la codiciaban. La suerte designó a Jaques Ourevitch, reportero de Europa n.º 1, que tomó la cinta magnetofónica de Radio Luxemburgo y, muy deportivamente, la expidió por radio a París.
“Después de haber pasado una noche buscando un sistema de transmisión, al amanecer Leblanc descubrió a unos obreros encaramados a unos postes de teléfonos para tender dos hilos. Leblanc subió al poste siguiente; le pasaron los hilos, los colgó, los pasó al siguiente, bajó y se subió a otro poste.
“Al cabo de un rato llegaron ante la derruida central de teléfonos. Leblanc conectó allí los dos hilos. Los yugoslavos, creyendo que era un especialista llegado de Belgrado, le miraban con los ojos desmesuradamente abiertos.
“Acciono la manivela y oigo:
“-Aquí Belgrado.
“-Póngame con Balzac 74-00
“-Volveré a llamarle.
“Loco de alegría, me siento en la acera con mi grabadora unida al conmutador para poder transmitir por teléfono el reportaje registrado durante la noche. Espero una, dos, tres, cuatro horas.
“Me encuentro en un estado de nervios espantoso. De repente una clavija del conmutador se acciona. Yo había conectado mis audífonos y hablaba por el micro del magnetófono.
“-Le pongo con París –me anuncia la telefonista.
“-¿Luxemburgo?
“-Sí.
“-Buenos días, soy Leblanc; ponme con la redacción, en seguida…
“-Bueno…
“-¿Oiga?
“-Sí, buenos días, soy Michel Leblanc.
“-¿Cómo? Michel Leblanc no está. Está haciendo un reportaje.
“Y cuelgan.
“Nunca pude saber quién cometió semejante error. Pero sí recuerdo lo ridículo de estar sentado en la acera, llorando a lágrima viva, con los nervios destrozados.
Cualquier parecido con el caso de Hugo L. del Río es una feliz coincidencia. Cosas de reporteros. A Leblanc le fue mejor, sin embargo:
“Felizmente, unos minutos más tarde la misma clavija conecta y escuché por mis audífonos:
“-¿Ha terminado ya con París?
“-No, señorita, la comunicación se ha cortado. Póngame de nuevo con radio Luxemburgo.
“Entonces pude transmitir mi primera crónica desde la destruida Skopje.
“Los mismos servicios de socorro ignoraban que el teléfono había sido reparado. Al día siguiente, el ejército y unas jóvenes voluntarias se ocupaban del teléfono.
“En el curso de otra llamada di nuevamente con la misma telefonista, que me dijo desde su conmutador en París:
“-Señor Leblanc, hable más fuerte. Le oí ayer por la radio: no estaba mal. Pero hay que hablar más fuerte.
“Harold King, uno de los pilares de la agencia Reuter, vivió mucho tiempo en la Unión Soviética. Enviado a Moscú desde 1942, trabajaba en aquella capital durante la guerra.
“Cuando Churchill acudió a entrevistarse con Stalin, el secreto fue celosamente guardado. El embajador de Gran Bretaña tenía que convocar una conferencia de prensa cuando el Premier partiera de Moscú; pero las informaciones no debían salir de la capital soviética mientras Churchill se encontrara al alcance de la Luftwaffe.
“Esperando la luz verde, Harold King había tomado sus propias disposiciones:
“En la oficina de correos de Moscú sólo había dos taquillas. Coloqué a una secretaria delante de cada ventanilla. Las muchachas estaban provistas de gran cantidad de rublos y enviaban complicados telegramas a todas partes del mundo. Cuando veían a alguien de la competencia entrar, expedían otro y pagaban con un billete de mil rublos. Era necesario ir a buscar el cambio. De esta forma la información de Reuter pasó antes de que lo hiciera la de ninguna agencia americana. Me vi obligado a ocultarme y a comer en mi habitación para escapar a la indignación de mis colegas.
“Hay siempre por parte del periodista una cierta participación personal, física y moral. Para algunos, también un compromiso político.
“El flirt constante con la aventura, la continua necesidad de pegarse a la actualidad para palparla de cerca, obliga al reportero a ‘participar’.
“Escuchando los rumores de una revolución, oyendo las declaraciones de los políticos más importantes, siguiendo a los militares en los caminos minados por la guerra, no importa dónde ésta se produzca, en todas partes se produce un torbellino que puede arrastrar al reportero.
“Debe estar en todas partes y verlo todo. Por desgracia está constantemente vigilado y ha de pasar inadvertido.
“El periodista, camaleón del suceso, a fuerza de aproximarse a la actualidad acaba por encontrarse en el interior de ella. Traspasa la barrera y, de simple observador, se convierte en actor.
“Los grandes lugares de la vida y de la muerte tienen nombres: Vietnam, Laos, Biafra, Oriente Próximo, Chad, Praga… Y también imágenes: barro, campos de amapolas, hambre, bombas, odio, la primavera.
“El mundo descubre la realidad de esas guerras, de esas revoluciones o de esas revueltas ante los televisores, en la primera página de los diarios o escuchando los transistores. Y eso gracias a la labor de un puñado de periodistas: los enviados especiales.
“El nombre de Dien-Bien-Fu evoca el final de la Indochina francesa. En aquel infierno murieron demasiados hombres con las armas en la mano. Pocos regresaron.
“En Dien-Bien-Fu los periodistas eran escasos. Entre ellos se contaba Daniel Camus, con 22 años en 1954, voluntario en los paracaidistas y perteneciente al Servicio de Prensa Inter-Armas (S.P.I.). El general De Lattre de Tassigny había creado ese servicio en el seno del Ejército para informar a los periodistas franceses y extranjeros, bloqueados en las grandes ciudades como Hanoi o Saigón.
“Camus pertenecía, pues, a la sección de fotografía del S.P.I. Una mañana de abril de 1954, en Hanoi, se enteró de que tenía que lanzarse en paracaídas sobre Dien-Bien-Fu en compañía del cineasta Lebon y del fotógrafo Martinoff, ambos también del S.P.I.
“Aunque soldados rasos, los tres hombres eran considerados corresponsales de guerra. Iban equipados como los militares, con uniforme de jungla, equipo y casco; pero no pertenecían a ninguna arma y no les distinguía insignia alguna.
“En sus mochilas llevaban dos Leicas y dos Rolleiflex. Lebon saltaría con su cámara…”
Los reporteros cayeron en medio de una batalla. Martinoff perdió la vida casi al tocar tierra. Lebon fue herido en una pierna. Camus logró arrastrarlo a una trinchera en donde un médico militar le amputó la extremidad para salvarle la vida.
“Un periodista –decía Raymond Castans, el director de Paris-Match- es un hombre a quien todo debe interesarle. Ha de verlo todo, leerlo todo y tener la noción de lo que el público espera. O sea el sentido del ritmo, de la imagen, de la información. Yo no creo en absoluto en las Escuelas de Periodismo. La formación profesional de los periodistas no existe. Existe, sí, en la Sorbona, cursando estudios de Filosofía, de Derecho, de Ciencias Humanas… Lo demás se aprende con la práctica. Hay que ir a la escuela de la calle y de las redacciones.
“De hecho, el reportero vive como un millonario, pero nunca tiene un céntimo. Atraviesa todo el mundo con el dinero de los demás y se hospeda en los mejores hoteles para codearse con el mayor número de personas importantes.
“Sus obsesiones son la información, el reportaje, los medios de transmisión con su redacción y… el comprobante de gastos.”
Profesor – investigador en el Departamento
de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.