(I de III)
Para los jóvenes reporteros que en los setenta soñábamos con las ocho columnas en El Día o en Excélsior, que desconocíamos las grabadoras y aprendíamos taquigrafía para que ningún detalle se nos escapase a la hora de entrevistar o recoleccionar datos; que devorábamos las crónicas de Scherer, las columnas de Buendía, los artículos de Alvarado y los reportajes de Spota, la aparición de un libro extraordinario, Los reporteros, de Christian Brincourt y Michel Leblanch, fue como una pequeña biblia cuyo canon alimentaba nuestras fantasías en largas noches de bohemia.
Al menos en mi reducido círculo de amigos -cuyos sobrevivientes seguimos todos en los medios-, las hazañas periodísticas recogidas por Brincourt y Leblanch fueron, después de los textos de Capote, nuestra mayor influencia profesional. Poco importaba que aquellos héroes fueran europeos bien pagados al servicio de rotativos del primer mundo como Le Monde o France Soir… nosotros igualaríamos o superaríamos sus hazañas. ¡Y venturosamente algunos lo lograron!
Así es que con la alegría de haber recuperado un pedacito de mi pasado comparto con los lectores, en ésta y las dos siguientes entregas de JdO algunas estampas de Los reporteros. En negritas cursivas doy pie al extracto del capítulo e intercalo mis propios comentarios a lo largo del texto. Vale.
“A comienzos de este siglo la simple palabra ‘reportaje’ era sinónimo de hazaña, y los que lo efectuaban eran, por supuesto, periodistas, pero también, y quizás ante todo, aventureros. En aquella época no había jets y el teléfono no funcionaba en el ámbito internacional. El reportaje en el extranjero era una expedición.
“El 1 de enero de 1930, el diario Le Matin envió a Joseph Kessel, uno de sus grandes reporteros, a seguir las rutas de los mercaderes de esclavos en Abisinia. Hoy, ‘Jef’ se dirigiría al aeropuerto de Orly, compraría un boleto para Addis Abeba y, mientras le servían un vodka, contemplaría el discurrir de las costas de África bajo las alas de su Boeing. En 1930 sólo cabía recurrir al barco. Para trasladarse a la base de su reportaje, Kessel y sus amigos navegaron durante tres semanas.
“Formaban su equipo cuatro hombres: el teniente de navío La Blanche, un médico meharista que hablaba árabe, Emile Peyré, y Henry de Monfreid, indiscutiblemente el rey del tráfico en el Mar Rojo. Monfreid era el hombre clave del reportaje. Gracias a él Kessel pudo llegar hasta las rutas secretas de los mercaderes de esclavos.
“El conjunto de la operación, financiada por Le Matin, debía durar algunas semanas. En realidad, las semanas se convirtieron en seis meses y el reportaje tuvo por escenario Etiopía, el desierto de Somalia, el Mar Rojo y el Yemen.
“Los reporteros llevaban un equipo adecuado a la expedición: víveres, cajas de monedas de plata, licencia de armas autorizando el uso de winchesters y de colts, cajas de municiones, farmacia y material fotográfico.
“Durante seis meses de reportaje, Kessel y su equipo vivieron mil aventuras en mil escenarios distintos. El Rey de Reyes les condecoró; se vieron mezclados en la terrible guerra tribal de los dankalis y los issas; estrellaron un avión en los altiplanos de Abisinia, compraron mulas y camellos para atravesar durante quince días un desierto abrasador, viviendo únicamente de dátiles y de arroz, y descubrieron finalmente las caravanas de esclavos. Asistieron al rapto de pastores que eran vendidos en el mercado de esclavos, cambiaron bloques de sal por monedas de oro; se enfrentaron con un motín de sus camelleros; buscaron refugio en los fortines somalíes; cruzaron el Mar Rojo en una barca de pesca durante una terrible tempestad y esperaron un mes en el Yemen la autorización del Imán que les permitiera visitar Sanaa, la capital de la esclavitud. Descubrieron al último gran señor turco, Ramhib Bajá. Asistieron a la revuelta yemenita y presenciaron cómo eran decapitados los prisioneros.
“Al regreso, el reportaje de Kessel fue anunciado con carteles por las calles de París. Le Matin tiró 120,000 ejemplares adicionales. El reportaje había costado en aquella época un millón de francos, es decir, dos mil millones de francos nuevos.
“Todos los medios son buenos para llevar a cabo un buen reportaje, incluida la paciencia:
“La imagen típica del reportero es la de un hombre sudoroso, sin aliento, con la tarjeta de prensa metida en la cinta de su sombrero, pateando con el pie derecho la tibia de un colega mientras, con el izquierdo, impide que le cierren una puerta ante sus narices. Como es natural, viste un chaleco y va cargado de magnetófonos y máquinas fotográficas.
“Buenos escondrijos y paciencia son cosas que forman parte de sus métodos de trabajo: como dicen los del oficio, ‘rinden’.
“A veces es posible escribir un excelente reportaje con muy poca información. Se habla mucho de suerte, y la suerte existe; pero sólo la que uno busca, la que uno provoca y llama hasta que se digna responder. Y entonces hay que saber explotarla.
“En julio de 1960, Yves Courrière estaba en el Congo. Hoy es un escritor que, sentado en su mesa de trabajo, pone en solfa todo lo que aprendió y descubrió en Argelia cuando era reportero de R.T.L. Recuerda que, en 1966, le fue otorgado el premio Albert Londres de periodismo y que en 1960 estaba en Léopoldville.
“Salida de Orly a medianoche. Sólo iban dos pasajeros en el avión: Courrière y Philip Letellier. ‘Están ustedes solos –les dijo la azafata-, nadie quiere ir a aquel país’.
“Bajo sus asientos, en el compartimiento de carga y en los asientos desocupados se amontonan las cajas de botes de leche condensada y mantas para los refugiados. Courrière sonríe: en Francia siempre que de refugiados se trata se hacen donaciones de mantas. ¡Aunque como ocurre en el Congo, el termómetro marque 50 grados!
“Ambos pasajeros descienden del avión en Brazzaville.
“Primera operación: cruzar el río Congo, que tiene allí dos kilómetros de anchura. Las fronteras están cerradas; el ferry boat no funciona. Primera dificultad del reportaje: encontrar una embarcación al precio que sea…”
Courrière y Letellier lograron su objetivo, no sin antes ver morir a un colega, atestiguar la masacre de media tribu, pagar cantidades millonarias por transporte, tomar “prestados” autos en las calles de las ciudades abandonadas y mil peripecias más, entre ellas las dificultades para hacer llegar sus reportajes a París. Pero a fin de cuentas demostraron que eran reporteros de cepa.
“Hay que cuidar los detalles más insignificantes para dar a un reportaje una base firme. Gracias a este método, Yves Courrière logró otro gran éxito en Bombay, en ocasión del viaje de Paulo VI durante el Congreso Eucarístico. Una vez más, lo importante era conseguir en exclusiva unas palabras del papa. Courrière seguía trabajando para R.T.L., es decir, que trabajaba con un micrófono en la mano.
“Dejó Paris varios días antes del viaje organizado por el Vaticano para estudiar el itinerario del papa en la capital del Maharashtra. En el curso del trayecto había una pequeña exposición, poco interesante, en un local muy pequeño. El día de la llegada del papa a Bombay, Courrière abandona el cortejo oficial y se oculta en este local. El papa entra, seguido de cinco o seis personas de su séquito: no cabía nadie más en la minúscula sala…”
El reportero se aparece, micrófono en mano y desde luego un guardia de seguridad se le echa encima. Courrière logra zafarse del gorilón y ante la sorpresa de los presentes, el Papa accede a decir unas palabras al tenaz periodista, quien así se alza con una exclusiva mundial.
“Hay que desconfiar de los guardaespaldas, de los policías y de cualquier otro intermediario entre el reportero y el personaje:
“Los periodistas trabajan de acuerdo, a veces, con investigadores o con funcionarios de la Justicia, pero raramente con los responsables del servicio de orden. Para el hombre encargado del orden el periodista representa precisamente el desorden. Por lo tanto hay que jugar al escondite con él, buscar cómplices o hacerse respetar. Gérald Géry descubrió un sistema infalible para domesticar a los gendarmes de Colombey-les-Deux-Églises…”
En busca de unas fotos de De Gaulle en su bien resguardada casa, Géry se puso a cazar al jefe de seguridad hasta que lo pilló orinando en un muro. Tomó una serie fotográfica, reveló sus placas y se presentó en la puerta principal. Cuando el genízaro intentó bloquearle el paso, Géry le mostró las fotografías…
“Existe un principio periodístico que puede formularse así: ‘Para comprender los misterios de ciertos oficios, el reportero ha de ensuciarse las manos con aquellos que lo practican’:
“Philippe Bouvard, periodista del Fígaro, conductor de ‘Non Stop’, la emisión de R.T.L., ha sido cartero (durante una huelga de los empleados de correos, telégrafos y teléfonos) y mozo en una pensión familiar de Trebeurden, en 1953. La limpieza, el servicio a la mesa y la vajilla no tienen secretos para él. El personal del hotel estaba integrado por un futuro médico, un futuro dentista y dos estudiantes de letras. Era durante las vacaciones.
“Más tarde fue oficial panadero. Pero esta vez era una treta. Durante una conferencia en Ginebra los periodistas querían entrar en la residencia de Kruschev, una villa tan cuidadosamente guardada como Fort Knox.
“Bouvard observó que la delegación soviética recibía cada mañana una gran bandeja de ‘croissants’. Inmediatamente sobornó al panadero, se disfrazó de pastelero y se metió en la villa con su bandeja. Al día siguiente aparecía en el Fígaro un artículo titulado ‘Una hora en la villa de Kruschev’.
En este lado del mundo, no sé si el legendario “Güero” Téllez o el no menos memorable Luis Spota leyeron a Brincourt y Leblanch. No importa. Ambos fueron en su momento actores de hazañas periodísticas ejemplares que algún día conocerán las nuevas generaciones. Téllez, disfrazado de enfermero, asistió a los últimos momentos de León Trotsky en el quirófano; Spota fatigó las rutas de indocumentados en la frontera norte para narrar el calvario de quienes son expulsados de su país. Historias que son tarea pendiente. ¿Escuchas, Rafa?
(Continuará)
Profesor – investigador en el Departamento de
Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.
14/7/10