¡Atención República! Motu proprio consagro este mes al ejercicio periodístico en recuerdo de Manuel Buendía, asesinado hace 29 años, el 30 de mayo de 1984, sin que al día de hoy se haya despejado la bruma que envuelve aquel crimen. Buendía fue el periodista más leído e influyente de la segunda mitad del siglo XX y su figura hoy disminuye a santones y alienta a las nuevas generaciones. He dicho.
Ahora al tema. “Los periodistas no somos vanidosos” tiene un complemento: “…pero nos gusta escribir acerca del oficio”. Garbosa expresión, sin duda, aunque algunos la juzgarán pretenciosa y aderezada con el toque jactancioso de los viejos reporteros.
La escuché hace años en “El Nivel”, tabernáculo en donde mi maestro Pancho Liguori presidía la mesa de “Los nivelungos”. Yo me llegaba al lugar cada vez que podía pues entre los ocres olores apenas contenidos por capas de tosco aserrín y el bullicio de quince mesas y una barra, se recibía mejor instrucción que en la clase de literatura hispana que el epigramista impartía en un desangelado salón del tercer piso de la prepa dos en Licenciado Verdad y Guatemala.
“El Nivel”, lo habrán adivinado, era una cantina del centro histórico defeño. Estaba en la Calle de Moneda y ostentaba, cual orgulloso blasón, la licencia número uno de la ciudad. Era lugar favorito de los bachilleres del barrio universitario inficionados por el virus de la literatura y la poesía. Ahí cazábamos a los escritores cuando escapaban de ganarse el pan en las redacciones y acudían a la tertulia de los nivelungos animada por mi profe. “El Nivel” fue víctima de la gazmoñería oficial y oficiosa y hoy, lamento decirlo, es un “centro cultural” en donde no creo que ningún joven aprenda nada. Carajo.
Una tarde encontré al maestro en el rincón de la barra departiendo con un hombrón de espeso bigote y acento norteño. Como Liguori, vestía traje y corbata. Como Liguori a esas horas, tenía el aspecto de una cama destendida. Era José Alvarado y puso entre mis manos una Victoria cuando fui presentado como un alumno. Fue una velada alucinante. En la madrugada volví a pie a la casa de huéspedes de La Ribera de San Cosme, mareado y sin un céntimo en la bolsa.
Si cierro los ojos puedo revivir la escena: Pepe Alvarado, con un fajo de cuartillas agitadas en la mano derecha, como si quisiera enviarlas volando a la revista Siempre! -a donde las esperaban horas antes-, rugiendo: “¡Muchachito… los periodistas no somos vanidosos… debemos ser eficaces!” Eso fue por el 66, y Pepe seguiría iluminando al mundo hasta su muerte en 1974. Manuel Buendía, Paco Martínez de la Vega y José Emilio Pacheco presentaron los textos de Alvarado como ejemplos del estilo al que debemos aspirar todos los reporteros.
En Imagen de reportero, la recopilación de sus textos aparecida bajo el sello de la UANL, se lee: “Alguna vez, si la vida me deja, escribiré algunas cuartillas para narrar mis recuerdos de periodista. Debo a este oficio momentos de suprema belleza y gracias a la profesión, escogida desde mi adolescencia y todavía con los libros bajo el brazo, he podido recorrer la mitad del mundo y tener entre mis amigos a hombres de todas las razas y de un gran número de lenguas. Ser periodista me ha permitido realizar algunos de los mejores sueños de mi juventud y conocer a varios de los seres superiores de mi tiempo; jamás, por otra parte, ha sido la amargura huésped dilatado en mi alma.”
En Mis cuarenta años en el periodismo cuenta que publicó su primer escrito en un periódico en octubre de 1926. Se trataba de una revista estudiantil –Rumbo– con un tiraje de trescientos ejemplares, editada en Monterrey por un grupo de alumnos del Colegio Civil. En la ciudad de México fortaleció la vocación. Editó Barandal al lado de Octavio Paz y forjó una trayectoria como reportero, editorialista, columnista y cronista en diversas publicaciones, particularmente Excélsior y Siempre! Fue enviado de guerra en el Medio Oriente y corresponsal en varias ciudades de Europa y América del Sur. De sus viajes por África, China y la URSS dejó testimonios entrañables que, al recordarlos cuatro décadas después, pintaba con nostalgia:
“Vale la pena haber visto el mundo con ojos de periodista durante estos cuarenta años. La más fascinante, dramática y febril historia se ha desarrollado sobre el planeta, sacudiendo almas colosales y llevando a cumbres imponderables a gigantes y a pigmeos. La llama de la libertad ha fundido muchas cadenas y el vasto movimiento humano sobre el globo ha superado el de todos los mares. Muchas ilusiones precarias fueron dispersas por el viento, muchas esperanzas de cíclope fueron realizadas y los grandes sueños, fulgurantes, siguen ardiendo. El hombre enamora a las estrellas con mayor eficacia y arrebata sus misterios a los electrones. La mujer es más bella y el niño nace con mayor número de posibilidades.”
José Alvarado se define a sí mismo, dice la recopilación citada, para formular la definición de la condición del oficio, a través de una yuxtaposición de afirmaciones y oposiciones. Él mismo es referencia por el bagaje acumulado:
“Los periodistas, según nos place creer, no son migaja de soberbia, estamos curados de vanidad literaria o política; el trabajo nos inmuniza contra la solemnidad o almidón académico. No se conoce el origen, o tal vez resulte ilusorio, pero es uno de los gremios en cuyo seno dura más la juventud, quizá por la necesidad de ver al mundo y la vida todos los días y encontrarlos, pese a todo, como objetos recién hechos o regalos con la envoltura acabada de romper. Hay, claro está, el accidente: desfile de miserias humanas y feria de títeres vestidos, según el caso, de Robespierre con traje adquirido en Laredo, Texas; Casanova de chaqueta prestada; Talleyrand de Pungarabato o Fouché de Cineguilla; bueno, hasta de Kissinger de Santa María la Redonda. Pero todo enseña y tiene algún grano de sal.” Yo agregaría al listado a los Savonarolas de banqueta de Paseo de la Reforma.
De igual modo ocurre en el artículo “Imagen del reportero”:
“Ardua, pero bella, fascinante, la tarea del reportero. Quien lo ha sido una vez, no dejará de serlo nunca. Se trabaja, a veces, al filo de la madrugada, en los rincones más sombríos de la noche, en medio de la luz de mediodía o en la hora violácea del crepúsculo. El mundo ofrece así todos sus aspectos, el hombre todos los escondrijos del alma. El reportero transforma en tinta todos los jugos de la vida, da aliento a los números e infunde espíritu a las palabras.”
José Alvarado nos recuerda que la vida toda es materia de periodismo y que hay que servirse de toda la realidad para convertir en escritura todo lo que ocurre, en una labor fundamentada en honestidad, voluntad para una preparación constante y sensibilidad.
Para fortuna de nosotros, la de José Alvarado no es obra de las que descansan en paz.
Molcajete…
Creo que fue Leo Zuckerman quien publicó en su columna la siguiente historia, que cito de memoria a la desaparición de Jorge Rafael Videla, el metódico asesino militar a quien la muerte, dicen las crónicas, sorprendió en el retrete: en el campo de concentración un rabino oraba piadosamente. “Padre”, preguntó su hijo, “¿qué hace usted?” El viejo respondió con cierta dulzura que daba gracias a Dios. “¡Gracias!”, se escandalizó el vástago. “Nosotros aquí a punto de ser asesinados por estas bestias ¿y usted da gracias?” “Sí”, respondió el rabino. “Doy gracias a Dios porque nosotros no somos iguales”. La hija de una de las víctimas escribió: “Se murió la muerte”. // A propósito de mi comentario sobre “La mejor manera de ser eterno” de Rosa Montero, con alegría y admiración me entero que mi viejo cuate Memo K., quien ya rebasa la séptima década, da los últimos toques a un viaje largo por el viejo continente con su esposa… en motocicleta. ¡Eso es juventud! // Mientras, yo sigo en espera de que se confirme mi lugar en el viaje a Marte.
Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.
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