Por momentos resulta hasta ociosa la palabra “democracia” y todas las acepciones y formas de comprensión que genera dicho término. A grandes rasgos, podríamos comprender que la democracia ocurre cuando el pueblo interviene directamente en la elección de sus gobernantes, en la determinación de su organización política, y en ser el titular de las garantías, derechos, servicios y obligaciones que impone y presta el Estado. Todo eso podríamos entenderlo perfectamente. Sólo que eso sería tanto como limitar los amplios alcances de la democracia, cuando ésta es comprendida en toda su magnitud.
Tradicionalmente, a pueblos como el mexicano se nos ha sembrado la idea de que la democracia comienza y termina cuando el ciudadano común se erige legítima y posiblemente como votante, emite su sufragio y éste cuenta de modo efectivo en la decisión colectiva de quiénes serán los gobernantes para los años siguientes. Es, cierto, una forma básica y efectiva de hacer valer la intervención popular en las decisiones del poder. Pero también es un concepto limitado, que lleva a naciones como la mexicana, a ciertas “irresponsabilidades” y desatenciones que redundan en atrasos.
En México, dicha idea llegó a su punto cúspide cuando el entonces aspirante opositor a la presidencia, en 1910, Francisco Madero, desafió al general Presidente, Porfirio Díaz, para tratar de hacerse de la titularidad del Poder Ejecutivo Federal. Ese desafío tenía una carga política fundamental: México había vivido 300 años bajo la figura del colonialismo español, en el que el pueblo tenía una nula intervención en las decisiones políticas.
Luego, el anhelo de autodeterminación y democracia, fueron dos factores esenciales que movieron a los insurgentes criollos y mestizos a buscar la independencia. Una vez logrado este anhelo, la República se sumió en un proceso complicadísimo de imposiciones, golpes de Estado y avasallamientos por parte de los principales mandos militares del país. La lucha entre liberales y conservadores, de mediados del siglo XIX pospuso toda posibilidad de una democracia: ésta, fue intercambiada por las balas. Cuando parecía que la vocación democrática del poder alcanzaba cierta madurez —aunque aún con claroscuros—, hubo una elección presidencial democrática, en la que el pueblo eligió como Primer Mandatario al general Díaz. Éste, había defendido la bandera de la no reelección. Pero terminó perpetuándose en el poder por treinta años, hasta 1911.
Ese recuento, harto somero, revela que la gran vocación democrática de los mexicanos hasta entonces era justamente el sufragio efectivo y la no reelección. Sólo que luego de la revolución todo eso volvió a perpetuarse: la no reelección de personas se logró, aunque intercambiada por la perpetuidad de un partido político. Y el sufragio efectivo nuevamente pasó a ser una simulación democrática, que tardó más de setenta años —hasta principios de la presente década— en materializarse.
Es indudable: hoy tenemos una democracia mucho más sólida, porque no existe ya un partido hegemónico, ni las decisiones presidenciales sobre la sucesión son la ley implacable que eran antes. Hoy el sufragio efectivo vale, y la no reelección —ni de personas ni de partidos ni de facciones, aunque matizado todo por la más reciente reforma electoral que comenzó la reapertura de la elección consecutiva de algunos representantes populares—, es una realidad. Sin embargo, aún con todo eso los mexicanos nuevamente parecemos sentirnos desilusionados. Pareciera que nuestra democracia no sirve. Pero el problema, en realidad, es que la mayoría parecemos no terminar de entender todo lo que implica ese término.
DEMOCRACIA Y ACUERDOS
Así, podemos decir que si alguien cree o está seguro de que la democracia comienza y termina con la sola contrición del voto, está equivocado. Aseguramos que es una “contrición”, porque muchos pensamos que ese, el de acudir a emitir el sufragio, es un medio ideal para exculparnos de todo lo mal que le va al país. Siempre, esa expiación llega a través de argumentos como “yo no voté por él”, “me equivoqué de candidato” o “yo anulé mi voto”. ¿Todo eso alimenta de verdad la democracia?
La respuesta es un sonoro “no”. La democracia apenas comienza cuando un ciudadano acude libremente a emitir su decisión sobre el rumbo político del país. Ver que, aún votando, las cosas van mal, no lo disculpa ni le da la dignidad o el mérito suficiente como para decirse ajeno a las malas decisiones.
Es cierto que pudo haber apoyado con su voto al candidato equivocado, que pudo haber anulado su papeleta electoral, o que la mayoría —pero no él— erró al elegir a un personaje poco idóneo para gobernar. Pero es también cierto e irrebatible, que mientras ese ciudadano no comprenda a cabalidad sus derechos y deberes, ni se involucre en la parte de democracia no electoral que también le corresponde, nada mejorará ni cambiará para bien en el país.
La democracia es el voto, pero mucho más que éste: democracia es que los gobernantes realicen sus gestiones públicas cumpliendo cabalmente con los requerimientos de honradez, legalidad, transparencia y rendición de cuentas; democracia es que quienes integran los Poderes Legislativos verdaderamente se dediquen a destrabar los problemas más sentidos de la nación, con sentido crítico pero también con responsabilidad, pulcritud y celeridad. Democracia es que los gobernantes y detentadores de cargos de elección popular tengan en cuenta y defiendan los verdaderos intereses de la nación, por encima de la protección de los proyectos personales, el partidismo o la intriga política que nada construye.
No obstante, democracia es también que el ciudadano se involucre en la labor del gobierno. Puede hacerse desde la opinión pública, desde la generación e impulso a la sociedad civil organizada; en la exigencia de claridad en la gestión gubernamental y en la búsqueda de que los poderes públicos cumplan con sus deberes, y otorguen y respeten los derechos y servicios que están obligados a prestar a la población.
NO INVOLUCRADOS
Por todo ello, pensar que la democracia es votar en las elecciones y ya, es corto y perjudicialmente cómodo para los ciudadanos. En la medida que la sociedad civil entiende que su único deber es votar y ya, sin luego dar seguimiento y exigir resultados a los gobernantes, es tanto como darles un cheque en blanco a quienes gobiernan sin exigirles ninguna contraprestación democrática a cambio. Mientras no seamos los ciudadanos los que exijamos transparencia, honestidad y eficiencia, las cosas seguirán como hasta ahora.
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