Se puede descalificar y aun escarnecer la frase república amorosa, ya sea porque la esgrime como lema de campaña un político que se ha ganado la etiqueta de belicoso e intolerante, o porque se piense –con razón, a mi juicio– que lo público y lo privado son universos separados y en algunos aspectos, opuestos. Y que no se puede asociar un sentimiento íntimo, el amor, con un concepto esencialmente social: la república, la cosa pública.
Durante varios años, el lema de López Obrador fue “Honestidad valiente”, que aludía a dos valores relevantes para él: la honestidad, que hoy es más apremiante que nunca en México, y la valentía, que en la práctica se convirtió más bien en violencia verbal. Claro que la honestidad es una virtud o un valor moral y cívico que no admite calificativos como el de valiente o cobarde, pero bien sabemos que el uso correcto del idioma no es una de las cualidades del político tabasqueño.
Es posible que con el lema actual –que a veces él mismo eleva al rango de eje vertebrador de su proyecto político– López Obrador se sobreactúe en su esfuerzo por cambiar la imagen de intolerancia que lo ha caracterizado en su vida pública, por otra no sólo de respeto a los demás, sino de amor al prójimo, derivado, se comenta, de su profunda religiosidad.
En cualquier caso, el lema Por el bien de México, primero los pobres representaba mejor a los segmentos de la sociedad que parecieran ser la reserva política más cercana a la izquierda: la mitad de la población, que vive en alguna modalidad de la pobreza, entre quienes están 20 millones de personas padecen pobreza alimentaria, grupos indígenas relegados hasta por la geografía, como los rarámuri, y marginados del campo y las ciudades, que sobreviven en condiciones deplorables.
Sé que la propuesta política de AMLO, recogida en su libro La mafia que se adueñó de México… y el 2012 tiene un profundo contenido social, pero ¿no se sentirán defraudados los pobres por haber sido desplazados por el amor en la estrategia electoral?
Un artículo de Eduardo R. Huchim, aparecido el martes pasado en Reforma, reproduce una cita de La Jornada (06/12/11), según la cual, la república amorosa, desde la perspectiva de López Obrador, tiene tres componentes: la honestidad, la justicia y el amor: “Honestidad y justicia para mejorar las condiciones de vida y alcanzar la tranquilidad y la paz pública; y el amor para promover el bien y lograr la felicidad”.
La honestidad es una necesidad apremiante, cuando la corrupción y el abuso desde el poder han alcanzado niveles que desbordan los excesos de la época alemanista y recuerdan los tiempos de Santa Anna. Vicios que, como decía Miguel de la Madrid, no son exclusivos de la clase política, sino que están imbuidos en toda la sociedad, aunque habría que distinguir la corrupción que alimenta los grandes capitales de la corrupción del agente de tránsito o el comerciante callejero.
La noción de justicia no termina en el castigo a los delincuentes y corruptos, sino que entraña la capacidad de las autoridades para dar vigencia real al Estado de Derecho, que empieza por su observancia de la Constitución y las leyes que, antes de asumir sus cargos, juraron cumplir y hacer cumplir. La justicia se extiende a la formación de una cultura de respeto a las leyes, las instituciones –mandadas al Diablo por el López Obrador de hace seis años– y las personas. El respeto como modo de ser y de vivir debería nacer en la familia y en la escuela pública, pero para que así fuese, habría que reconstruir el tejido social y reformar en profundidad la escuela pública, tareas titánicas por sí mismas.
Lo que me es muy difícil tomar en serio es la idea del amor como parte de un proyecto político. Según la cita de Huchim, “La crisis actual se debe no sólo a la falta de bienes materiales, sino también por la pérdida de valores [sintaxis en el original]. De ahí que sea indispensable auspiciar una nueva corriente de pensamiento para alcanzar un ideal moral, cuyos preceptos exalten el amor a las familias, al prójimo, a la naturaleza y a la patria”.
El amor a las familias y al prójimo no es un asunto propio de la política, sino de la esfera individual y, más precisamente, de la intimidad de las personas, en la que suele irrumpir el Estado dictatorial pero nunca el democrático. Introducir estas expresiones del amor en un proyecto político es, por lo menos, inquietante.
El amor a la naturaleza es un valor social que debe promover el gobierno, como ingrediente de una cultura ecológica, indispensable en el umbral del cambio climático. El amor a la patria sí es un valor público de primera importancia que debe tener una dimensión nueva en la era de la globalización, para conciliar la realidad supranacional con el concepto irrenunciable de nación.
En un terreno más práctico, y asumiendo que López Obrador cambió o que nunca fue el político resentido e iracundo que todos creímos conocer; suponiendo que en verdad cree que el amor es un valor político o al menos compatible con la política, ¿creen lo mismo personajes como el matrimonio Bejarano o el diputado Gerardo Fernández Noroña y organizaciones como la Asamblea de Barrios o el Frente Popular Francisco Villa? Si en ellos no se ha producido el cambio hacia la tolerancia, ¿los sigue representando López Obrador y serán responsables de administrar el gobierno del amor?