Las tareas que le esperan al nuevo Papa

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No se necesita ser creyente para ver el alcance histórico de la renuncia de Benedicto XVI y el interés especial que ello despierta en América Latina, donde viven más del 45% de los católicos del planeta.

Sin duda, un gesto que sorprendió a todo el mundo. Un hecho inédito desde hace más de cinco siglos, cuando la renuncia fue para resolver un conflicto sobre quién era el verdadero Papa.

Hoy el tema ha estado centrado en él, en sus 85 años. Uno puede imaginarlo, apoyado en su fe, entregado a una reflexión profunda sobre el paso a dar. Y lo ha hecho porque, siguiendo sus palabras, se necesita tener “la fuerza y la energía” para enfrentar una agenda cada vez más compleja y difícil en el mundo global. Al vivir momentos “en que las aguas estuvieron muy agitadas y el viento en contra” -dentro y fuera de la casa, se podría decir– y donde “el Señor parecía dormir”, ha tenido el coraje de enfrentar la verdad: en Roma se necesita a otro como el Vicario de Cristo.

Otros hombros para esa carga. Y con ello determina un giro histórico en el devenir de la Iglesia Católica.

Por cierto, la renuncia está reconocida como posibilidad en el Derecho Canónico, pero no estuvo vigente en la historia real desde el Renacimiento hasta ahora. Se trata de un gesto que aggiorna , que muchos califican de revolucionario.

Revolucionario en el sentido que es un cambio en la forma como la Iglesia va a resolver a futuro situaciones complejas.

A través de la renuncia emerge un momento de trascendencia mayor para exigir una Iglesia más transparente, donde sus problemas internos (pedofilia, abusos sexuales e, incluso, manejos financieros poco claros) sean enfrentados con más y mejor rendición de cuentas a la luz del sol.

Se siente que esa historia de dos mil años hace un giro clave en este siglo XXI.

Y en ese marco, los ocho años del Papa Benedicto XVI pasan a ser históricos. Se advierte, mirada desde fuera, la exigencia de tener también decisiones que puedan ser definidas de abajo hacia arriba y no sólo de arriba hacia abajo. Con la globalización ha tomado más fuerza la aspiración de hacer más universal la conducción jerárquica de la Iglesia Católica, una aspiración que ha ganado espacio con los 35 años “no italianos” si le sumamos el período del polaco Juan Pablo II. De la expansión en Europa, ¿habrá llegado la hora de ir más allá en la búsqueda del Vicario de Cristo?

Por cierto, es hora de preguntas en el entorno del Vaticano.

Cuando Benedicto XVI, tras anunciar su renuncia, llama a construir una Iglesia con más unidad, ¿está evidenciando un tiempo de desunión y confrontaciones en los corredores vaticanos? Cuando habla de desterrar la corrupción, ¿está refiriéndose a problemas que conoció de cerca y, por su magnitud, lo llevaron a pensar que se requiere alguien más nuevo para la tarea?

Como sea, la historia de Ratzinger lo llevó a vivir desde la tragedia del nazismo un camino teológico que lo condujo a ser el Guardián de la Fe de su Iglesia. Es allí, en esa responsabilidad, cuando vio de cerca los sufrimientos al final de Juan Pablo II, donde tal vez pensó que el Papa -para estar a plenitud ante las exigencias de los tiempos- también debería saber encaminarse a su retiro y no estar obligado a morir en el sitio de Pedro.

Se ha recordado en estos días que en la antigüedad, cuando la iglesia era perseguida en Roma, varios Papas hubieron de renunciar porque estaban en riesgo de ser apresados por las Guardias Pretorianas del Emperador romano.

Se renunciaba para que otro tomara la antorcha del cristianismo.

Ha pasado un largo tiempo. En este siglo 21 tal vez se requiere entregar la antorcha del cristianismo porque el asedio de los problemas y desafíos bajo los cuales avanza la humanidad reclaman savia nueva.

Conocí a Benedicto XVI cuando el jesuita Alberto Hurtado fue santificado por el Vaticano, un hombre que marcó la historia contemporánea de Chile como otro Padre de la Patria y se jugó por una doctrina a favor de los pobres y la justicia social.

Desde allí seguí con interés cómo este Papa asumía la realidad ligada a la conmoción social creada por la crisis económica, la globalización sin reglas y la reformulación de un mundo aún sin un orden coherente.

Más allá de los temas doctrinales, su Encíclica Caritas in Veritate es sin duda uno de los cuestionamientos más profundos al mundo que emerge ante nosotros, después de la gran crisis económica que ha asolado a todo el planeta.

Las exigencias que plantea, marcando una continuidad con la Populorum Progressio de Pablo VI, hablan de cómo este Papa -que había sido guardián de la ortodoxia cristiana- se atrevió a enfrentar desde la Cátedra del Pontificado a esa otra ortodoxia, aquella del neoliberalismo rampante ansioso por decir que los mercados mandan y no los ciudadanos a través de la política. Su palabra es contundente: “El aumento sistémico de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países, es decir, el aumento masivo de la pobreza relativa, no sólo tiende a erosionar la cohesión social y, de este modo, pone en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del capital social, es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil”.

Por la vía de su renuncia, Benedicto XVI ha señalado lo que el futuro ocupante del trono de San Pedro debe hacer: construir y reconstruir, promover un mundo donde la ética y la transparencia predominen, donde la economía tenga al ser humano en su centro; asumir un mundo donde la intercomunicación ha dado nuevas voces a aquellos que hasta ahora fueron “los que no tienen voz”.

Clarin