Las patronas

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En su infernal trajín hacia el norte, los inmigrantes centroamericanos también pueden encontrarse con un grupo de 15 mujeres veracruzanas que, desinteresada y solidariamente, les ofrecen de comer y beber.

Han pasado muchos trenes frente a ellas, pero Las patronas no necesitaron subir a ninguno. Estas cuatro hermanas crecieron junto a unos viejos rieles, cruzándolos cada mañana para trabajar con su familia en los cañaverales. El mundo para ellas terminaba en la última línea de plantaciones. Más allá sólo había una región imaginaria que se acercaba cada día en forma de ferrocarril y se alejaba con el ruido metálico de los vagones.

Hace 15 años uno de esos trenes se detuvo. Bernarda Romero, la hermana mayor, se paró frente a las vías. Traía dos bolsas de pan y leche en sus manos. Los jóvenes centroamericanos que trepaban por los hierros imploraron su ayuda: “Denos algo de comer, madre, lo que sea”. Bernarda miró a los ojos de aquellos hombres, mujeres y niños, y les preguntó quiénes eran. Nunca imaginó que se tratara de inmigrantes. “Los veíamos pasar cada día subidos en los trenes. Creíamos que eran mexicanos que saltaban al ferrocarril por probar, como si fuera un juego”, recuerda ahora, con 47 años. “Lo llamábamos ‘el tren de las moscas’”.

Se estima que entre 200 y 400 indocumentados procedentes de Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua tratan de cruzar diariamente a México para alcanzar luego Estados Unidos. Lo hacen, en su mayoría, subidos a trenes de mercancías que zigzaguean por el país a lo largo de ocho mil kilómetros; cada tren es un particular caballo de Troya que permite al migrante alcanzar algún punto de la frontera norte, a pesar de estar expuesto a tratos inhumanos. El camino encima de los vagones puede convertirse en un infierno de violaciones, secuestros y extorsión, pero entonces eso Bernarda no lo sabía. “Vimos a esos jóvenes con hambre y sed, y pensamos que debían estar muy mal para dejar su país. Cualquier día nuestros hijos podían estar como ellos. Quisimos ayudarles”.

Bernarda, Clementina, Rosa y Norma Romero, las cuatro hermanas, todas amas de casa y agricultoras, reunieron aquel día frijoles, arroz y agua. Pusieron un fogón de leña frente a su casa. Se sumaron sobrinas, vecinas y madres: 15 en total. “Pusimos raciones en bolsas de plástico y lanzamos la comida cuando el tren pasaba”, recuerda Lupe, de 52 años, envuelta en el vapor de unos frijoles hirviendo. Habían nacido Las patronas, nombre con que fueron bautizadas en alusión a su pueblo, La Patrona, una ranchería veracruzana donde pocas veces pasa algo, salvo un tren cargado de inmigrantes.

 

Inmigrantes suben al tren después de recibir comida.

Inmigrantes suben al tren después de recibir comida. Foto: Javier García

 

UN CRISTO HONDUREÑO

Las patronas le han dado una lección de humildad al país. Lejos de instituciones y documentos que alertan sobre los más de 60 mil inmigrantes desaparecidos en 20 años, o los 10 mil secuestros registrados en sólo seis meses, Las patronas simplemente cocinan. No lo han dejado de hacer ni un solo día en 15 años. Sin información, dinero ni organizaciones sociales que las avalen, sólo las mueve una inmensa compasión por el migrante. “Nos basta con un ‘gracias’, eso nos ayuda a seguir adelante. Siquiera aquí tenemos para comer frijolitos, pero ellos no tienen nada”, dice Norma, La Güera, una patrona de 40 años que no deja de sonreir, aunque hable de recuerdos grises: no olvida la noche en que vio en el tren a un hondureño cubierto de sangre. “Sus compañeros lo bajaban con cuidado del vagón, y otros desde el suelo le sujetaban los pies con suavidad. Me recordó la imagen de Cristo crucificado, para mí fue una señal”. El joven había sido acuchillado por un grupo de Maras que trataron de violar a su pareja. Ningún médico en la zona quiso atenderle. Norma le llevó a su casa, le puso sal en las heridas y consiguió salvar su vida. “Me acuerdo muy bien de aquel joven. Llegó a Estados Unidos y me llamó desde allí, agradecido”.

Dicen que Las patronas son todo corazón, y no es para menos. Varios puntos de la Ruta de Atlántico se han convertido en territorio gobernado por funcionarios corruptos y por Los Zetas, cártel al que se le atribuye la matanza de los 72 inmigrantes perpetrada en agosto del pasado año en Tamaulipas, y gran parte de los cientos de cadáveres que en el mismo estado han ido apareciendo en fosas comunes durante el pasado mes de abril. Chiapas, Veracruz, Tabasco y Tamaulipas son el nicho de gran parte de los 10 mil secuestros de indocumentados que la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) registró entre septiembre de 2009 y febrero de 2010. Un 67 por ciento eran hondureños, 18 por ciento de El Salvador, 13 por ciento de Guatemala, y el resto de Nicaragua.

Aunque poco o nada importan para los gobiernos de sus países, cuando llegan a México los centroamericanos empiezan a comprender lo que de verdad significa la vida en territorio de nadie. Por delante les quedan ocho mil kilómetros. Día y noche viajan con una amenaza constante frente a ellos. “Reciben palizas, les extorsionan y someten a abusos sexuales, muchas veces ante la complicidad de las fuerzas de seguridad locales, estatales o federales. Los vemos llegar cada día subidos en ese tren. Muchos llegan llorando porque han vivido una pesadilla que nunca olvidarán”, afirma el padre Alejandro Solalinde, responsable de la Casa del Migrante en Ixtepec, en el estado de Oaxaca.

A este pequeño albergue llegan cada día mujeres que relatan entre lágrimas cómo hombres con aliento a pulque hacen cola ante ellas para violarlas. En una de esas filas estaba Miriam Suyapa, una salvadoreña de 16 años. Apenas había cruzado la frontera con México y subido al primer tren cuando fue asaltada por dos hombres. “A mi tío y otros compañeros les desnudaron y robaron todo. A mí me violaron”.

A las mujeres ultrajadas se une una larga lista de secuestros. Sonia relata llorando cómo fue metida en una habitación a oscuras durante 10 días después de ser secuestrada en Medias Aguas (Veracruz). “Nos golpeaban a diario. Me pedían el teléfono de mi familia en Estados Unidos, nos pedían tres mil 500 dólares”. Tuvo la fortuna de poder vivir para contarlo. “Un muchacho tenía ganas de ir al baño, no pidió permiso y lo mataron a batazos frente a todos. Esas personas no merecen vivir”.

Pero la vida del migrante parece la condena de Sísifo. A pesar de estas experiencias y las continuas deportaciones (sólo las primeras seis semanas de este año fueron expulsados de México cinco mil 700 centroamericanos), ellos continúan intentándolo, a veces con un pasaporte en el bolsillo marcado para que no puedean ingresar en Estados Unidos hasta por 80 años. Los animan pequeños recuerdos de esperanza. Varios migrantes cuentan cómo dormían sobre los vagones y se despertaron por el golpe en la cabeza causado por una bolsa llena de arroz y de agua. Otros cuentan cómo les robaron todo y, milagrosamente, les llovió del cielo una bolsa con maíz. Unos y otros hablan de un lugar de Veracruz, de unas mujeres, de una comunidad conocida como La Patrona.

 

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Las patronas. Foto: Javier García

 

QUINCE ÁNGELES EN EL INFIERNO

Es el mediodía. Hace calor. El ruido más perceptible en el poblado es el aleteo de los insectos y el cacareo de los pollos. Francisca, 19 años, la más pequeña de las 15 mujeres, separa el pan mohoso y la verdura podrida. “En los mercados nos dan alimentos que les sobran. Lo que haiga: naranjas, frutas. A veces les lavamos los trastes desde las seis de la mañana para que nos den el pan”, dice Lupe mientras remueve ollas en dos fogones de leña.

“Los vecinos nos decían que estábamos dando de comer a gente ‘huevona’, pero no hacíamos caso. Decíamos: cómo van a ser ‘huevones’ con todo lo que hacen para salir adelante”. Bernarda explica que en estos 15 años pocas veces ha habido momentos de debilidad. “Un día mi hermana Rosa dijo: ‘Estoy cansada, lo dejo’. Pero a los minutos ya estaba gritando que venía el tren. Nos reímos todas: ‘¿No que lo habías dejado?’. Ya no podemos vivir sin esto”.

No se sabe cuándo va a pasar el siguiente tren. Nunca avisa y hay que estar alerta de la mañana a la tarde. Es como esperar a Godot. “Vivimos pendientes de ese tren, de los maridos, los hijos, la casa. ¡Imagínese si hay trabajo!”, exclama Lupe. Tampoco se sabe el número de indocumentados que viajan en el tren, es una incógnita. Vengan 10 o 300, ellas siempre preparan lo que tienen: de ocho a 12 kilos de comida diarios.

Las patronas pocas veces pueden observar las caras de los migrantes, si acaso ven una sonrisa, o un fugaz gesto de agradecimiento cuando les arrancan la comida de las manos. Un día las mujeres recibieron unas cartas firmadas por alguno de esos rostros anónimos: “A ustedes no les importa si soy un hipócrita, un asesino o un ladrón. Siempre me dieron pan y agua. No se imaginan cuánto le agradezco a Dios que ustedes estuvieran allí en ese momento. Sólo Dios sabe el hambre que tenía y la sed que me tronaba la garganta”.

Aunque hasta hoy se comienza a hablar de ellas, la labor de Las patronas fue difundida por primera vez en el documental del mexicano Tin Dirdamal De nadie, una producción nacional sobre la migración premiado en el Festival de Sundance en 2006. Un reciente cortometraje, La Patrona, producido por Javier García, periodista de MILENIO Diario y autor de las fotografías de este reportaje, ha seguido llevando el trabajo de estas 15 mujeres lejos de las fronteras mexicanas. “Amar a Dios no significa rezarle todos los días, es ayudar a quien lo necesita todos los días. Mientras haya un solo inmigrante en esos trenes, continuaremos haciendo comida”, dice Norma.

El día de la visita, La Güera no estaba entre los fogones. Cristóbal Tambriz, un guatemalteco de 17 años, bajó del tren en marcha a pocos metros del poblado. Llevaba cinco días sin comer. Al tratar de subirse de nuevo, el tren le pasó por encima cortándole la pierna a la altura de la rodilla. Las mujeres lo llevaron a un hospital y estuvieron a su lado durante dos semanas, turnándose cada ocho horas para acompañar al adolescente hasta que fue deportado. Ese día era su turno.

A lo lejos se escucha un rumor. Francisca grita: “¡Ya viene!”. Las mujeres ponen las bolsas con comida sobre carretillas y salen corriendo. Con sus cuerpos fornidos, delantales y faldas hasta la rodilla, Las patronas se colocan a lo largo de la vía y extienden sus brazos sujetando las bolsas. El tren se acerca. Los inmigrantes se cuelgan de los hierros y extienden también sus brazos. Si el maquinista tiene buen corazón, aminora la velocidad.

“Sabes el hambre que ha pasado, que ha dejado atrás una familia y que se va con las manos vacías a enfrentar grandes riesgos. Pero en el instante en el que lo ves a unos metros extendiendo su mano con una sonrisa, dejas de pensar y de percibir el mundo y a ti mismo; sólo sientes lo que él siente: emoción, gratitud, esperanza, alivio… Una conexión tan breve y al mismo tiempo tan intensa y tan sublime que sólo se puede comparar con un beso”. Las palabras de Ceci, colaboradora en el proyecto, reflejan el sentimiento de Las patronas, 15 mujeres que han visto pasar muchos trenes en su vida, aunque nunca subieron a ninguno.