La revolución mexicana fue constructora. Rompió los cánones del viejo régimen pero creó un nuevo entramado institucional, repartió la tierra, movilizó las fuerzas productivas para formar una amplia base industrial impulsada por la política de sustitución de importaciones, reconoció derechos sociales –educación, trabajo, salud– y los incorporó a la Constitución e hizo posible el cambio social más grande de la historia del país.
El Plan de San Luis, pero sobre todo, el sacrificio de Madero por Huerta, fueron las chispas que encendieron agravios muy diversos en el país que concurrieron en la Revolución. Villa no podría haber asumido como propias las exigencias agrarias de Zapata y el continuismo civilista de Carranza chocó con las aspiraciones de Obregón. Pero las pugnas entre caudillos y facciones nunca llegaron al nivel de exterminio del trotskismo por el estalinismo.
El presidencialismo tuvo tintes autoritarios, pero después del asesinato de Obregón ningún presidente de la República intentó reelegirse o extender su mandato y todas las sucesiones se produjeron en paz. El PRI fue más una institución de Estado que un partido político ortodoxo y los procesos electorales fueron muy cuestionables, pero la represión de la primera mitad de los años setenta fue remplazada con un profundo proceso de reformas políticas que se inició en 1977 y que fue abriendo al sistema hasta la transición iniciada veinte años después.
La escuela pública se convirtió en la antesala del cambio social y a ella se agregaron ambiciosas políticas de seguridad social, vivienda, abasto de alimentos a precios accesibles a la población y de materias primas a la industria. El Estado ejerció una rectoría real sobre el proceso económico a través del manejo directo de los sectores estratégicos de la economía como el de energía y la siderurgia. La educación alcanzó dos objetivos: la formación de los recursos humanos calificados que requería el desarrollo industrial y el ascenso social de niños y jóvenes de familias pobres del campo y la ciudad, que formarían el núcleo de la clase media, hoy en proceso de extinción.
Esto sucedió realmente en México, aunque hoy parezca inverosímil. Pero se agotó en algún momento: no sé si en el desencuentro del gobierno y los jóvenes estudiantes en 1968 o en la lucha contra la guerrilla urbana y rural de principios de los años setenta, o al finalizar la gestión de José López Portillo, que se calificó a sí mismo como “el último presidente de la Revolución”, o en el año 2000, cuando llegó a la Presidencia de la República el partido fundado en 1939 para oponerse a los hombres de la Revolución y a sus métodos de reproducción y ejercicio del poder político.
En los siete decenios que el PRI y sus predecesores estuvieron en la Presidencia de la República, el país se fue adecuando a los cambios profundos que ocurrían en el resto del mundo: la Gran Depresión de 1929-1932, la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción de Europa y Japón en la posguerra que propició el florecimiento de las empresas transnacionales, las guerras de Corea y Vietnam, el derrumbe de la Unión Soviética, la emergencia de China, India y las potencias medias de Asia, la globalización.
México también cambió a fondo en ese tiempo y el Estado nacional desempeñó un papel protagónico en esas transformaciones. La crisis política ocasionada por el asesinato de Obregón, convenció a Calles de que era preciso pasar a la era de las instituciones, aunque él mismo se erigió en el hombre fuerte, hasta que Lázaro Cárdenas lo envió al exilio y fundó el presidencialismo que, en su momento, representó un avance sustantivo de la institucionalidad.
El presidente de la República tuvo un poder incontrastable que, sin embargo, pasó sin excepción al siguiente titular del Ejecutivo Federal, pese a las hondas diferencias en el perfil ideológico y político de hombres como Cárdenas y Ávila Camacho, López Mateos y Díaz Ordaz, López Portillo y De la Madrid.
La fundación del PNR en 1929 trasladó los conflictos por el poder del campo de batalla a la política; luego vendrían el reparto de la tierra y la expropiación petrolera cardenistas; modernización alemanista; “desarrollo estabilizador” que expandió el PIB a tasas promedio de 6.5 por ciento anual con inflación de poco más de 2 por ciento durante tres lustros; el choque social de 1968 y su réplica en 1971; los intentos fallidos del voluntarismo presidencialista en 1970-76 y 1976-82, la estabilización en 1982-1988; el TLC, la negociación de la paz a pocos días de iniciada la insurrección en Chiapas y en medio de la violencia política de 1994, la crisis y la recesión de 1995-96, el proceso de reformas electorales de 1977-1996, la pérdida de la mayoría del PRI en la Cámara de Diputados en 1997 y la pérdida de la Presidencia de la República en 2000.
Con altos y bajos, los gobiernos que se identificaron con la Revolución, así fuera como mero recurso de propaganda política, condujeron al país en la más larga etapa de expansión con estabilidad de la historia.
En el probable caso de que el PRI recupere la Presidencia de la República en 2012, tendrá que redefinir su concepción sobre la ideología y el programa de la Revolución, no por un prurito académico sino por rigurosa necesidad política: si no superamos pronto y a fondo la violencia criminal, la desigualdad social y el marasmo económico, la descomposición social podría llegar a un punto de no retorno.
La respuesta tiene que ser integral y a largo plazo o no va a funcionar, como no ha funcionado hasta ahora el combate unívoco al crimen organizado con la fuerza pública, pese a que se ha recurrido a la última instancia: el Ejército y la Armada.
El primer requisito de una nueva política es reconocer que nada es automático en la economía ni puede confiarse a las fuerzas del mercado –suma de mezquindades individuales– la búsqueda de objetivos de supervivencia nacional, como la creación seria de empleos permanentes en la economía formal.
Se identifique o no con la revolución centenaria, el Estado tiene que reasumir la rectoría del proceso económico, como lo dispone la Constitución, y rehacer las instituciones públicas de fomento que han sido desmanteladas con admirable tenacidad. El país tiene que rescatar el sistema bancario para convertir el ahorro de los depositantes en motor del crecimiento económico que nunca debió dejar de ser.
La educación debe formar recursos humanos calificados para la industria y recuperar para el Estado la iniciativa como productor de cultura, pues también en este terreno el país está perdiendo la guerra contra el crimen organizado.
No sé si el PRI se planteará objetivos de esta dimensión ni si el eventual gobierno surgido de sus filas daría una dimensión actual a la Revolución o no, pero no debe diferirse más el rescate de la nación cuando se ha roto el Estado de Derecho en ciudades tan importantes como Monterrey, la capital industrial del país o en Ciudad Juárez, uno de los puntos fronterizos emblemáticos.