La piñata de billetes: Renward García Medrano

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El pueblo de México paga para que funcionen las instituciones públicas no sólo las que pertenecen a los tres poderes en los tres órganos de gobierno, sino también las autónomas y los propios partidos políticos. Éstos últimos no son patrimonio de sus dirigentes o siquiera de sus militantes, lo que sugiere que, en último análisis, forman parte del patrimonio nacional.

 

De los impuestos que usted y yo pagamos al comprar casi cualquier cosa y al recibir –los afortunados– nuestro sueldos en la economía formal, salen no sólo los salarios del presidente de la República, los gobernadores, los alcaldes, los diputados locales y federales, los senadores y todos sus colaboradores y empleados, sino también el pago de sus automóviles, celulares, comidas, viajes y un muy largo etcétera que quizá ni usted ni yo nos alcancemos a imaginar.

Aquí y en cualquier parte del mundo, los que reparten el pastel siempre se han quedado con las mayores tajadas, pero en nuestro país, desde que llegó Fox a la Presidencia y, sobre todo, cuando llegó Calderón, como por arte de magia se multiplicaron los altos cargos –subsecretarías, direcciones generales, coordinaciones– con salarios y prestaciones que compiten con los de los grandes consorcios globales.

De nuestros impuestos y de la venta de los recursos naturales, que sin duda son propiedad de la nación, salen también las transferencias a los gobiernos estatales y municipales o delegacionales en el D. F., sean del partido que fueren, y de esa misma enorme, generosa y aun así insuficiente bolsa de dinero público, salen los recursos que se entregan a las cámaras legislativas federales y locales, parte de los cuales se destinan a otorgar cuotas a las fracciones parlamentarias para que contraten asesores y hagan gastos de naturaleza que, para mí, no es evidente.

Me imagino que el propósito inicial era que cada grupo parlamentario pudiera comprar “talento”, por decirlo de alguna manera, para mejorar la calidad de sus propuestas, pero lo que en realidad hacen es pagar algunos asesores que de verdad trabajan, pero sobre todo, la fidelidad perruna de sus allegados y votos para los candidatos de sus partidos.

Digo esto, que todos saben o suponen, porque quiero subrayar que el dinero de la fracción parlamentario del PAN en la Cámara de Senadores no pertenece a los legisladores de ese partido, a su coordinador ni al comité nacional del PAN. Pertenece al pueblo y los senadores deben utilizarlo para los fines a que está destinado y rendir cuentas al país de su uso.

Pero los senadores del PAN están peleando por el presupuesto de la fracción –y por el poder que conlleva su manejo– como si fuera propiedad de ellos, y esa lucha ha exacerbado los odios que vienen arrastrando dese el gobierno de Felipe Calderón, y en esta reyerta han salido a luz las miserias humanas de todos sus protagonistas, a costa de decepcionar aún más a los ciudadanos que, por convicción, votan o han votado por ese partido.

Probablemente Francisco Kiko Vega o algún senador o directivo del PAN con un mínimo de sentido de realidad les dijo que con esta riña están perdiendo decenas de miles de votos para los candidatos panistas, y decidieron continuarla, pero en privado, como deben hacer las “personas decentes” con sus vergüenzas.

Alguien debería decirles que el problema no es cuánto se sabe de lo que está ocurriendo; el problema es que haya millones de pesos asignados a los senadores panistas además de sus salarios (“dietas”, qué ironía) y que la rebatinga de ese dinero haya podido más que siete decenios de tradición; más que las intenciones democráticas y legalistas de los fundadores del partido; más que el decoro que, si no es la principal virtud política, era muy necesario hace setenta años y lo es, quizá con mayor intensidad, ahora.

Dentro del PAN siempre ha habido diferencias, pero han sido por razones ideológicas o políticas; los panistas de antaño discutieron seriamente si su partido hacía un bien al país tratando de ganar espacios de poder o bien, siendo sólo testigo de calidad de los manejos patrimonialistas que hacían de los cargos los revolucionarios triunfantes. Debatieron a fondo y más de una vez, si su partido debería luchar por las creencias religiosas que tenían casi todos ellos, o dejar esos asuntos dentro de la esfera individual. Han discutido si son convenientes sus alianzas electorales con el PRD, y todas esas discusiones han sido intensas, al grado de que ha habido fracturas del partido.

Pero lo que hoy están protagonizando Ernesto Cordero y Gustavo Madero es una disputa por dinero público, mucho dinero; tanto, que me recuerda al ser que nunca se quitará el mote de “El señor de las ligas”. Y están luchando furiosamente por el pequeño poder que les da liderar un partido que se empequeñeció precisamente cuando conquistó el Poder Ejecutivo, se enclaustró en sí mismo y se dedicó a generar resentimientos y nuevos ricos con propiedades que nunca habrían soñado, como los hijos rancheros de Marta o como César Nava, por señalar sólo a los más característicos.

Y así se atreven los panistas a criticar a La maestra y a Granier porque se enfermaron al ser llamados a cuentas.