En esta era de redes sociales, medios de comunicación digitales y tecnologías de la información, hemos experimentado una cercanía sin precedentes, la capacidad de protegernos durante contingencias como la pandemia de COVID-19, aprender y disfrutar de nuevas experiencias. Lo anterior resalta, por ejemplo, en la cantidad de usuarios en las principales plataformas como WhatsApp donde se reúnen 2,000 millones, Telegram cuenta con 700 millones, YouTube alcanza la asombrosa cifra de 2,500 millones, Instagram mantiene a 2,000 millones de personas conectadas, Facebook Messenger congrega a 900 millones, Twitter atrae a 600 millones y Facebook mismo lidera con 3,000 millones. Incluso plataformas menos conocidas como Sina Weibo y WeChat en China registran 600 millones y 1,300 millones de usuarios respectivamente, mientras que TikTok se une al club de los mil millones y Snapchat sigue a la par con 600 millones, de acuerdo a cifras estimadas del análisis “Digital 2023: Global Overview Report” de las plataformas digitales más concurridas
Pero, junto con estos avances, también ha surgido una paradoja perturbadora: la democratización de la comunicación también ha dado paso a la proliferación de la desinformación, las noticias falsas y la propagación de discursos que incitan al odio. Nuestra sociedad está en serio riesgo.
No debemos pasar por alto que cada una de nuestras acciones en línea tiene consecuencias en el mundo real, variando en grado según el caso. Es crucial reconocer que estas acciones digitales pueden generar desde agresiones verbales hasta consecuencias letales.
La desinformación y las noticias falsas no solo afectan a individuos, sino que también ponen en peligro a sociedades enteras al erosionar instituciones y derechos humanos. Un ejemplo evidente es el movimiento antivacunas, tema que abordaremos en detalle en otra ocasión.
Recientemente, las Naciones Unidas lanzaron el informe “Integridad de la información en las plataformas digitales”, abordando las amenazas que enfrenta la sociedad en un mundo cada vez más interconectado y dependiente de la información en línea, marcando así que una de las principales tribunas mundiales está comenzando a generar material colegiado y analisis serios al respecto.
En la actualidad, carecemos de una entidad que regule efectivamente el ciberespacio. Paradójicamente, nos estamos dando cuenta que como ciudadanos digitales, necesitamos una regulación que refleje la complejidad de nuestra realidad cambiante.
Las interacciones humanas, por más nostálgicas que puedan parecer las antiguas formas, no pueden revertirse. Han brindado esperanza en tiempos de crisis, han amplificado voces que antes estaban silenciadas y han dado vida a movimientos globales.
En la práctica, la solución parece simple: establecer un organismo regulador, marcos normativos y seguimiento, tal como se hace en otros aspectos de la vida. Pero, si algo hemos aprendido de la explosión de tecnologías, como las inteligencias artificiales generativas como ChatGPT, es que el estallido tecnológico tiene un impacto cada vez más profundo en nuestra existencia.
Por eso, es crucial priorizar la regulación de la información en las plataformas digitales, ya que sus efectos pueden mejorar o deteriorar nuestras vidas y entornos. Aunque pueda parecer que el odio sustenta muchos de los problemas en línea, la censura no es la respuesta. El problema radica precisamente en que no se puede simplemente apagar un interruptor; se requiere una colaboración entre expertos y la sociedad para definir un “nuevo pacto social digital”.
La existencia de líneas temáticas específicas en organismos como la ONU sobre este asunto destaca la importancia de cómo la información, la desinformación y los fenómenos en línea dan forma a nuestra sociedad. Es una llamada de atención a la necesidad de reconocer y abordar los desafíos que esta revolución digital ha traído consigo, de lo local a lo global y viceversa.
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