¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos! ¡De matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir.
Ya se asoma el gélido aliento matinal a flor de muerto y cempasúchil. Los paisajes cambian, la vida se detiene en la víspera del Día de Muertos para rendir culto a la muerte. Y es que la de “Todos Santos” es un testimonio ejemplar de cómo las fiestas religiosas compiten con las cívicas en este país y pocas -entre las decenas que tenemos- como la que nos aprestamos a “festejar”.
“El Solitario mexicano ama las fiestas y las reflexiones públicas. Todo es ocasión para reunirse… Nuestro calendario está plagado de fiestas”.
Es acaso Octavio Paz el mejor sastre para confeccionar la personalidad social del mexicano, que se torna estereotipo. No por nada su primera edición aparece bajo el sello de “Cuadernos Americanos” en 1950, ni tampoco es coincidencia que en el “Laberinto”, su autor se deslinde y hable en tercera persona. “Ellos” y no “Nosotros”, espera página tras página, contrastante con el acendrado culto cultural y cívico de Alfonso Reyes y su “X EN LA FRENTE”.
La tesis octaviana en el “Laberinto” es la del desprecio mexicano hacia la muerte. Sin embargo: “El respeto a la muerte no está reñido con el culto que le profesamos”. Ella está presente en nuestras fiestas, en nuestros juegos, en nuestros amores y en nuestros pensamientos… La muerte de los mexicanos es el espejo de la vida de los mexicanos”. Este y no otro, desde 1950 es el estereotipo, “Nuestro” estereotipo. Más de un turista nos visita fascinado y deseoso de encontrarse con lo que a Paz le valió el Nobel.
“Calaveras de azúcar o de papel de china, esqueletos coloridos de fuegos de artificio, nuestras representaciones populares son siempre burla de la vida”.
Para Paz, el mexicano es un ser que cierra, nunca se “abre”, se encierra y acaso el oaxaqueño se preserve mas, al exceso de “mascararse”.
“Viejo o adolecente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: mascara el rostro y mascara la sonrisa”
¿Qué otra cosa sino esta es la que en Oaxaca se hace en comparsas y “muerteadas”? Desde las grandes ciudades, hasta las más recónditas rancherías o núcleos rurales, los oaxaqueños vamos más allá del altar y ofrenda; hacemos de la fiesta una explosión de emocionadas creaciones y fascinantes disfraces: diluimos nuestro “yo” entre la masa delirante que camina en zancos y se cubre el cuerpo con vendas o trajes de poliuretano. La única condición, como requisito “sine que non” es la máscara: “muestra impasibilidad, recubre la vida con la máscara de la muerte”.
No falta la visitas al panteón. Vivimos con amnesia el resto del año, pero el primero o segundo día de noviembre la madrugada o la mañana nos sorprende entre flores y veladora, música, llanto… Es de este modo que Mitla –Acaso el mismo “Mitla” que cita Paz en su “Laberinto”- La Ciudad de los Muertos, se encuentre en Oaxaca.
“Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el Día de Muertos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona”. El HALLOWEEN sigue en la brega, pero en una brega estéril. Preferimos aferrarnos a lo nuestro… a lo mexicano… a lo oaxaqueño.