Es muy particular, y muy preocupante, el altísimo nivel de irritación social que existe entre el electorado mexicano. Un pulso más o menos asequible, lo ofrecen las redes sociales, en las que se descarga un nivel de furia nunca antes visto entre la ciudadanía, que opina e interactúa no con los políticos, sino con quienes les manejan sus redes sociales. ¿Por qué la irritación social? Porque la gente está enojada. Y parece estarlo porque los políticos insisten en mantener la distancia entre lo que ellos quieren decir, y lo que la ciudadanía desea que le respondan.
En efecto, basta ver prácticamente cualquier comentario publicado por cualquier figura política en redes sociales. En el común, la respuesta inmediata —de los llamados bots, trolles, y de usuarios reales— es una descarga infinita de furia, señalamientos, recriminaciones, ataques e insultos, los cuales en alguna medida tienen su origen en las campañas de seguimiento y desprestigio generadas por sus adversarios políticos, pero en eso también existe una enorme carga de sentimientos genuinos de desaliento, decepción y enojo en contra de la clase política, cualquiera que sea su vertiente.
¿Por qué ocurre esto? Porque en realidad, para hacerse rentable, la clase política se ha valido del recurso bajo de la confrontación como medio para hacer presencia. Han utilizado ese mismo encono como vehículo para la transportación de todos los odios a partir de los cuales han creado sus plataformas políticas. Acaso, luego del proceso electoral del año 2000, en el que propios y extraños tuvieron —tuvimos— la convicción de que la alternancia de partidos en el poder derivaría en una auténtica transición a la democracia, la constante ha sido la decepción de todo lo que han hecho, dicho, prometido e incumplido los distintos integrantes de la clase política.
Esto bien puede explicar la situación actual. Aunque digan lo contrario, lo cierto es que, por un lado, existe una enorme proclividad de la clase política por ceñirse a lo que la gente quiere escuchar, pero justamente en el terreno del reproche, la confrontación, el encono y los insultos; en el otro extremo, existe la paradoja relacionada con el hecho de que existe toda una vertiente de argumentos respecto de los cuales la clase política cree abordar y agradar a la ciudadanía, pero sin abordar en realidad ninguno de los problemas sustantivos que le darían un rostro distinto a nuestro país, o que cuando menos resolverían algunos de los asuntos que generan ese encono.
De hecho, desde hace casi dos décadas uno de los constructores de ese encendido encono social ha sido el propio Andrés Manuel López Obrador, que ha mantenido un discurso que en gran medida es antisistémico, pero que ha ido variando según el tiempo, la circunstancia y la conveniencia política.
En su propia vertiente, López Obrador ha sido un constructor del discurso de confronta a la clase gobernante, a partir de los propios errores y excesos que ésta ha cometido en los últimos lustros. Y el problema hoy no ha sido sólo ese, sino el hecho de que eso ha generado una inercia entre la ciudadanía que, al no tener otros puntos de referencia, hoy tiende a odiar de manera exponencial independientemente de si esa fue o no la intención inicial de quienes generaron esa tendencia que ha carecido de autocontroles o al menos de la prudencia por parte de quienes la impulsaron.
Esto no significa, sin embargo, que esa haya sido la única forma de incitar al encono o a la irritación social. De hecho, aunque esta parece ser la forma más visible, en realidad es la menos grave porque esa gravedad se centra en quienes, con hechos y con decisiones contrarias a las aspiraciones de la ciudadanía, ha contribuido a alimentar esa inconformidad social.
ENOJO SOCIAL
Hace veinte años una de las mayores preocupaciones de la ciudadanía era la recurrencia de la crisis económica. A finales de la década de los noventas, la delincuencia organizada y la violencia criminal no eran parte central de los temas en la agenda de la ciudadanía. El entonces presidente Ernesto Zedillo dijo que por primera vez en décadas, en un final de sexenio, no habría crisis económica. Y no sólo lo cumplió, sino que además fue parte de quienes construyeron la alternancia pacífica de partidos en la presidencia de la República —algo que en otros países provocaba guerras, o cuando menos periodos prolongados de inestabilidad política.
Los problemas vinieron después, ya que en el aspecto democrático y de gobierno, Vicente Fox hizo muy poco para desmontar las estructuras que alimentaban el régimen de partido hegemónico; no se decidió a combatir la corrupción ni a establecer los parámetros de una nueva gobernabilidad basada en el Estado de Derecho. Únicamente generó los equilibrios indispensables para sobrellevar su gobierno, pero sin demostrar una verdadera intención por una transición democrática que partiera de un nuevo orden jurídico, político y social.
Lejos de eso, crecieron exponencialmente otros problemas, hoy centrados en dos aspectos: el avance imparable de la criminalidad; y el crecimiento, en esa misma medida, de la corrupción entre la clase política en los tres órdenes de gobierno. El gobierno de Felipe Calderón hizo muchas cosas pero evitó abordar esa, que era la problemática de fondo. A él no se le acusa directamente de haber participado en un acto de corrupción; pero es evidente que su indolencia frente al crecimiento de este fenómeno lo hace corresponsable de esa vorágine que consumió los recursos del Estado y la confianza de la ciudadanía en sus gobernantes.
En esa misma lógica, el gobierno de Enrique Peña Nieto coronó los esfuerzos para enconar a la ciudadanía. Fue un gobierno que, primero, se asumió dominante al establecer un pacto cupular de gobierno —el llamado Pacto por México, que ni de lejos habría podido ser equiparable a otros acuerdos de gobierno como el Pacto de la Moncloa, en España— con el que sacó adelante su proyecto reformista pero sin pasar por el combate a la criminalidad y a la corrupción. Luego vino la desaparición de los 43 de Ayotzinapa y las revelaciones sobre su llamada casa blanca, y ello constató que el gobierno no tenía voluntad por hacer eco de los temas que a la ciudadanía le preocupaba.
Al final, Peña Nieto no ha tenido que hacer o decir algo en concreto, para seguir enojando a la ciudadanía. Ésta se sigue enojando cada día más por su inacción, por su impermeabilidad a la irritación social, y por su convicción por seguir adelante en sus objetivos sin considerar la irritación de la ciudadanía.
AYUNO DE IDEAS
¿Acusar al adversario equivale a proponer? Evidentemente, no. Pero es lo único que hace la clase política respecto a temas como la corrupción, la inseguridad, la violencia y los altos índices de ineficacia gubernamental, en todos sus niveles. Poco o nada es lo que se propone antes, durante y después de cada campaña electoral.
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