La guerra como pretexto: Renward García Medrano

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Pocas semanas después de su accidentada toma de posesión, el presidente Calderón declaró la guerra contra el narcotráfico y anunció que el principal responsable sería el Ejército Mexicano. A primera vista se trataba sólo de una acción más fuerte del Estado contra las bandas de narcotraficantes y el nombre de “guerra” era más publicitario que real, pues era evidente que el nuevo presidente necesitaba una acción que le diera legitimidad y nada une más a una población que saberse en “guerra”. Otros vieron con preocupación que se transfiriera una tarea de naturaleza civil –el combate a la delincuencia– al ejército y advirtieron el riesgo de la militarización, al menos en parte, de la acción de gobernar.

Pero como un juego malabar, lo visible era la determinación de combatir a la modalidad más destructora del crimen organizado y parecía lícito que el presidente emprendiera una defensa a fondo del país contra los narcotraficantes y aprovechara el viaje para legitimarse. El malabarista se encargó de que los espectadores no advirtiéramos, en el primer momento, que las prioridades de esa guerra estaban exactamente al revés: primero la legitimación –y de paso el combate, desde entonces, al odiado PRI, autor de todos los males del país– y, subordinada a ese objetivo, como consecuencia, casi por filtración, la desarticulación de las bandas de narcotráfico.

Para que el exterminio de los narcotraficantes –que por cierto no se ha logrado en ninguna parte del mundo– fuera el objetivo mayor o siquiera un objetivo viable, habría sido necesario que el Estado conociera a fondo y con detalle al enemigo: su tamaño, su peligrosidad, su distribución en el territorio nacional, los medios que utiliza para intercalarse en las comunidades, los circuitos financieros por los que lava el dinero, las rutas por las que transitan las armas que recibe desde el extranjero.

Para contar con esta información, el gobierno de Vicente Fox habría debido contar con un servicio avanzado y confiable de inteligencia policial y sus expertos en estas materias habrían tenido que poner a disposición del presidente Calderón tres o cuatro estrategias opcionales, en las que no sólo se definieran metas sucesivas y simultáneas, plazos, instituciones responsables en cada caso, costos, etcétera, de suerte que el nuevo presidente pudiera someter esas estrategias a sus propios expertos –incluyendo desde luego a los altos mandos del ejército– para poder adoptar la estrategia que a juicio de su gobierno fuera la óptima y ponerla en marcha cuando el propio gobierno estuviera listo para ello.

No fue así. El presidente Calderón declaró al diario El País que al emprender esta guerra no conocía la peligrosidad del enemigo y dio un ejemplo que a los españoles pudo parecerles un monumento a la autocrítica: le sucedió, dijo, lo que a un cirujano que se dispone a extirpar el apéndice al paciente y, al abrir el vientre, se encuentra con que tiene un cáncer avanzado que ha hecho metástasis.

Esto significa que el presidente, por su propia e individual voluntad, lanzó al país a una guerra contra un enemigo al que conocía muy por encima, y que esa decisión no sólo ha costado vidas humanas de todas las partes en el conflicto, sino que ha acelerado el desgaste de las instituciones, ha exigido la dotación de enormes volúmenes de recursos públicos que tal vez de todos modos habrían tenido que utilizarse, pero para depurar a tiempo a las corporaciones policiacas federales, estatales y municipales, establecer sistemas avanzados de evaluación y confiabilidad, contratar, entrenar y equipar a nuevos policías, pagarles bien y dotarlos de seguros y prestaciones a sus familias en caso de incapacidad o fallecimiento e incluso, si hubiese sido indispensable, para entrenar a batallones del Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea en estos menesteres.

Éstas y muchas acciones más se han iniciado después de que se declaró la guerra y todavía anteayer, el presidente Calderón se reunió con diez gobernadores electos y en funciones para establecer doce compromisos con metas y plazos para acciones como la formación de unidades antisecuestro, el apoyo a la iniciativa para formar una policía con mando único, combatir delitos como la extorsión, el plagio y el homicidio; avanzar en el nuevo sistema de justicia penal y en el sistema de evaluación y control de confianza.

Aun a destiempo y después de que se han perdido casi 30 mil vidas humanas, es plausible la coordinación entre los distintos órdenes de gobierno para combatir al crimen organizado, ya no sólo al narcotráfico, pero no se dio explicación pública alguna de por qué no participaron 22 gobernadores, dos tercios del total. Supongo que acudieron los que aún no han iniciado su gestión o los que la empezaron recientemente, aunque no acudieron los de Puebla y Tlaxcala, pero de cualquier manera puede deducirse que ya se ha hecho el mismo acuerdo con los demás. Si éste fuera el caso, quedaría la impresión de que el gobierno federal no ha hecho acuerdos de coordinación con los gobiernos estatales sino con las personas de los gobernadores, lo que es poco menos que absurdo.

Sea como fuere, hay un elemento que mueve a gran preocupación: después de los famosos diálogos en el Campo Marte, que no condujeron a nada, como no fuera el aliento al protagonismo de los participantes, el presidente Calderón continúa sin percatarse de que en una guerra o en una lucha cualquiera, las decisiones y acciones no se ventilan en público si no se quiere dar al enemigo la ventaja de conocer los diagnósticos del gobierno y las medidas que se propone tomar. El acto de anteayer en Chihuahua fue otra exhibición pública que tal vez abone a la formación de “percepciones” sociales que el presidente considera determinantes, pero no parece servir para nada, por ejemplo, que se difunda que diez gobernadores “ratificaron su adhesión al Acuerdo por la Legalidad de agosto de 2009”, se comprometieron a depurar sus cuerpos policiacos y crear unidades antisecuestro antes de seis meses.

La lucha contra el crimen organizado es algo demasiado grave, costoso y delicado como para pretender darla con reuniones y acuerdos que no se cumplen y deben ser ratificados una y otra vez en actos vistosos ante los medios de comunicación. Esta guerra, llámela como la llame el presidente Calderón, ya no es sólo de él, sino de todo el país, y tendrá que continuarla cualquier gobierno, pero lo menos que se puede exigir es que el actual no siga cometiendo los mismos errores ni confundiendo las funciones de gobierno con el espectáculo en vivo y a todo color.