Dentro de 26 meses el presidente Felipe Calderón entregará el gobierno a su sucesor, podrá disfrutar de unas largas vacaciones e iniciará tal vez algún proyecto para trascender, como el Centro de Estudios del Tercer Mundo de Luis Echeverría o el Centro Fox. Pero el país se quedará con sus problemas no resueltos y con una guerra no ganada que nadie sabe por cuánto tiempo sobrevivirá a su impulsor.
La guerra seguirá, quienquiera sea el sucesor de Calderón y el Ejército y la Marina continuarán siendo los protagonistas. Asumo que en 2006 esta guerra no era inevitable o siquiera necesaria en los términos en que se dio, pero ya en 2010 se ha convertido en eso que llaman “política de Estado” por cuanto involucra a los tres poderes de la Unión, a los tres órdenes de gobierno y cuando menos al próximo presidente de la República.
Peña Nieto, López Obrador, Santiago Creel o quien suceda a Calderón en la Presidencia tendrá que continuarla le guste o no, porque no hacerlo sería dejar al país entero en manos de las organizaciones delictivas. En esa hipótesis, el Estado nacional quedaría nulificado, cuando menos en lo que al crimen organizado se refiere, los delincuentes extenderían su control sobre estados, municipios y ciudades en los que hasta ahora hay un cierto orden, una cierta vigencia del Derecho.
En un escenario como ese, importantes fuerzas del gobierno y el congreso de Estados Unidos presentarían a México como una amenaza inmediata para la seguridad nacional de ese país y, habida cuenta de la derechización de la sociedad y la clase política estadunidenses, la independencia de México que acabamos de celebrar estaría en serio peligro.
Aunque sólo sea para no olvidarlo, los ciudadanos debemos tener claro que con esa guerra, lo que fue un importante problema de seguridad pública se ha convertido en un problema de seguridad nacional. El gobierno de Fox se inició con la extraña fuga del Chapo” Guzmán de un penal de alta seguridad y el presidente se sumió en el sueño azul y rosa de una Cenicienta pueblerina llamada Señora Marta. Calderón, ansioso por legitimarse, olvidó que el narcotráfico no es La Quina y que él no tiene el talento político de Salinas ni Francisco Ramírez Acuña es Fernando Gutiérrez Barrios.
Y lanzó al país a esa guerra que va para largo y que en los próximos dos años difícilmente cambiará de rumbo, pues seguirán cayendo “grandes capos” y “principales operadores” y los publicistas se esmerarán en crear las percepciones que tanto preocupan al presidente, pero la estrategia no se alterará en lo sustancial. No sé cómo llegue el país al 1 de diciembre de 2012, pero ese día habrá un nuevo presidente de la República y él tendrá la oportunidad de sacar al país de este pantano.
La estrategia calderonista ha fracasado y que a medida que avanza, los costos económicos, políticos y humanos son más altos y los resultados más magros. El futuro presidente no podrá volver a la situación que había en 2006 y no tendrá más remedio que seguir dependiendo de las fuerzas armadas mientras construye un sistema policiaco y de inteligencia criminal capaz de sustituir poco a poco a los militares. Y si alguna lección importante le dejará Calderón, es que la seguridad no es objeto de reuniones ni debe ser usada como pretexto para hacer política electoral.
El crimen organizado es un fenómeno particular de una problemática nacional más amplia y con repercusiones internacionales. Por eso su combate debe darse en varios frentes coordinados.
Uno es cerrar las vías de lavado de dinero en gran escala, a través de una regulación efectiva del sistema financiero que, inevitablemente, afectaría poderosos intereses internos y externos, por lo que un paso de esta dimensión requiere un Estado fuerte y decidido.
Un segundo frente es ampliar la oferta de espacios en la educación media y superior para los jóvenes y elevar la calidad de la enseñanza en todos los niveles escolares. Esto chocaría con los directivos del SNTE, la CNTE y las burocracias universitarias, pero sólo así podrá el sistema educativo volver a ser la puerta hacia el ascenso económico, social y cultural de la gran masa de población desposeída y desencantada.
El tercer frente generar empleos productivos, lo que exige que el Estado reasuma la rectoría económica, privilegie el crecimiento sin romper la estabilidad, pero con márgenes razonables y controlados de déficit y un programa multianual de finanzas públicas. Además, es preciso impedir que la burocracia hacendaria neutralice los programas de inversión con el retraso o negativa a suministrar los recursos.
Es necesario proteger a la industria nacional para que crezca y genere empleos, pero con condiciones de reinversión de utilidades y aumento de la productividad. Un programa coherente de promoción a la pequeña y mediana industrias prevé la formación de cadenas productivas para que unas empresas nacionales abastezcan a otras y el Estado vuelva a tomar las decisiones de política industrial en vez de las matrices de los consorcios internacionales, como ocurre ahora.
En otro frente, el Estado debe fortalecer la promoción de las culturas populares y de la cultura en general, para crear en los niños, jóvenes y adultos, arquetipos y valores opuestos a la violencia, el abuso y la competencia degenerada en canibalismo.
Un buen gobierno es el que previene más que el que corrige. La lucha contra el crimen organizado debe empezar por el rescate de la familia, la comunidad y el barrio, que se están desintegrando a causa de la miseria, las adicciones, la violencia intrafamiliar y la falta de oportunidades. Las instituciones educativas y las organizaciones de la sociedad civil deben impulsar la cultura de respeto a las leyes, que sólo es viable cuando la gente vive con un mínimo de decoro.
El combate al crimen organizado puede ser el vértice de un amplio reordenamiento de las políticas públicas dirigidas a desactivar los factores sociales, económicos y culturales que empujan a la gente a participar, convivir o tolerar la delincuencia.