Miguel Ángel Sánchez de Armas
11:11 Érase un joven de intensos ojos azules, apuesto como gacela y dado a la melancolía, seductor de mujeres y hombres, que un día comenzó a perder la vista y dejó su vida de molicie y un futuro prometedor en Londres para irse a vivir al Sudán. En los siguientes años se convirtió en uno de los más extraordinarios peregrinos y escritores del siglo, tan grande como los novelistas de aventuras del XIX pero a diferencia de muchos de ellos, trotamundos real y no mental.
Para retomar el juego de una entrega pasada, doy al lector una pista: no hablo de Joseph Conrad, aunque mucho tuvo en común con el sin par autor de Nostromo. Separados por más de un siglo, tienen en su abrevar de la cultura de la Pérfida Albión un común hilo espiritual… aunque como todos sabemos Conrad nació en la hoy Ucrania y nuestro personaje, al igual que Byron, vio la primera luz en Sheffield, en el verde corazón de Inglaterra.
Ambos fueron esforzados y obsesivos vagamundos. Conrad se embarcó a los 16 años, luchó en España en las filas del ejército de don Carlos, viajó hasta el extremo del mundo de entonces -el archipiélago malayo y el río Congo- escribió 13 novelas y su pasión amorosa lo llevó a las puertas del suicidio.
Nuestro personaje en cambio fue más que navegante, caminante. Recorrió a pie los desiertos de África, las áridas extensiones de la Patagonia y los misteriosos eriales australianos en donde el tiempo se detuvo en una época anterior a la memoria del hombre. Tuvo amores indiscriminados, sin que se sepa si alguno le dolió como para quitarse la vida. Publicó seis libros y al morir en Francia en 1989 de una misteriosa enfermedad, dejó preparado el sugerente título: ¿Qué hago yo aquí?, con el que cimentó la leyenda que se había forjado a sí mismo durante años, pues fue, como dijo un impaciente corresponsal de “Babelia” en marzo del 97, “¡un señor que siempre dejaba pistas falsas!”.
Habrá ya columbrado el lector que hablamos de Bruce Chatwin, una de las personalidades literarias más atractivas de finales del siglo pasado, aunque su obra sigue siendo desconocida en México.
Federico Campbell le dedicó una de sus “Horas del lobo” en Milenio hace tiempo, pero hasta donde sé los lectores aztecas de este inglés errante formamos un club tan hermético y reducido como en su tiempo fuimos los seguidores americanos de Tolkien, así que sin duda estamos en el feliz y propicio momento de un aggiornamento literario. Elevemos una oración para que Hollywood lo descubra, lo lleve a la Gran Pantalla y los editores nos inunden con nuevas ediciones de sus libros… quiera Dios que con mejores traducciones que las de Tolkien… digo, para no pasar pena ajena.
Los libros de Chatwin no son de fácil clasificación. Uno de sus más conocidos, En Patagonia, acepta muchas lecturas. Es sin duda una novela, pero también un diario de viajes, muy cercano, incluso en estilo, a Far Away and Long Ago de William Henry Hudson, el delicioso volumen de recuerdos aparecido en 1918. Sus viajes por Dahomey y Brasil dieron lugar a una novela sobre el primitivo comercio de esclavos, El virrey de Ouidah (1980). La colina negra (1982) describe la vida en una granja galesa.
Para muchos, la obra más importante de Chatwin es La línea de la canción (1987), una meditación sobre el nomadismo y los aborígenes australianos —mezcla de filosofía, fábula, libro de viajes y novela— que escapa a toda catalogación. El misterioso relato Utz (1988) es un espléndido retrato psicológico de un obsesivo coleccionista checo de porcelana de Meissen.
Creo que se podría decir de su obra que es la memoria de un observador dividida en episodios convencionalmente llamados libros por el resto de los mortales. Tampoco la vida o la personalidad de Bruce puede insertarse en un molde. Chatwin se encuentra en un apartado de seres humanos no fácilmente clasificables.
Este inglés de Sheffield que nació a las ocho y media de la tarde de un caluroso 13 de mayo del año de Dios 1940 en el seno de una familia de clase media “sin pretensiones”, fue con el tiempo un misterio y una revelación para quienes le rodearon. Al igual que Tolkien, tuvo una niñez enfermiza.
A los nueve años su tío favorito fue asesinado en algún lugar del África Occidental Británica, extenso territorio en donde hoy se asientan Nigeria, Gambia, Sierra Leona, Benin, Ghana y parte del Camerún, y esto avivó la imaginación del muchacho, quien de inmediato se puso a leer todo lo que encontró sobre ese rincón del Imperio. Curioso que en el caso de John Reed también haya sido un tío aventurero el que le encendió la mecha de la vida peregrina.
La apostura –belleza se diría- y una capacidad casi ilimitada, obsesiva, para la conversación, fueron sus rasgos peculiares. Tan distinguido era su porte que naturalmente todos los que trataban con él lo asumían aristócrata, como fue el caso de la esposa de Carlos Fuentes, según apunta Nicholas Shakespeare, su biógrafo.
Quizá la belleza física del escritor sea mejor descrita en el recuerdo que de él guardó la camarera de una tía abuela con quien se fue a vivir siendo un adolescente: “Si hubiera sabido que iba a morir tan joven… ¡le habría dado un gran beso!”
Pero no sólo las mujeres del pueblo lo encontraban irresistible. La gran escritora y activista Susan Sontag dijo de él (en traducción libre mía): “Era asombroso mirarlo. Hay muy pocos en este mundo con una figura tan cautivante y encantadora… el estómago se comprime y el corazón pierde un latido, pues no estamos preparados para esa imagen. La vi en Jack Kennedy y Bruce la poseía. No es sólo belleza… es una luminosidad, es algo en la mirada… y ejerce su fascinación sobre ambos sexos…”
“Un niño, un trozo de piel de brontosaurio, una tierra remota”. Con estos elementos comienza En la Patagonia, el libro con el que Bruce Chatwin debutó a los 37 años y con el que alcanzaría fama como escritor. Con él, y con los que siguieron, contribuyó a crear un nuevo estilo en la literatura de viajes, una forma de escribir que sería imitada hasta la saciedad, dice Isidoro Merino. Y para Javier Reverte, en este escritor ser nómada fue sello distintivo combinado con una poco común solidez literaria, quizá debido a que, “el viaje literario es el más rentable porque lo haces tres veces: al planearlo, al pisar el camino y al escribirlo”.
Nicholas Shakespeare conoció a Chatwin en Londres en 1982. Lo visitó en su estudio de Eaton Place en donde había una bicicleta recargada en la pared y un libro de Flaubert en el suelo. “Era más joven de lo que había imaginado, con aspecto de refugiado polaco, anoréxico, pantalones anchos, pelo gris rubio, ojos azules, facciones afiladas y verbo como navaja. No dejó de parlotear desde el momento en que ingresé a su pequeña habitación. En minutos me había dado el teléfono del rey de la Patagonia, el del rey de Creta, el del heredero del trono azteca y el de un guitarrista de Boston que se creía Dios”.
A Chatwin no le gustaba dar entrevistas, pero Shakespeare lo convenció de que participara en un programa de televisión con Borges. Bruce llegó primero al estudio y cuando vio aparecer al argentino comenzó a parlotear sobre sus libros y su obra. “¡Es un genio!”, dijo en voz alta. “No puede uno salir sin su Borges. Es como empacar el cepillo de dientes”.
Don Jorge Luis, quien avanzaba por el pasillo de la televisora del brazo de Shakespeare, escuchó, se detuvo, alzó un poco el rostro y sin dirigirse a nadie en particular, exclamó: “¡Qué antihigiénico!” En retrospectiva alguien podría decir que Chatwin era una personalidad maniática y obsesivo-compulsiva. Era muy capaz de dar el primer paso de un viaje que podría ser de uno o mil kilómetros, literalmente sin más equipaje que su libreta parisina de hojas gruesas y pastas de piel, la legendaria Moleskin, en donde anotaba en letra minúscula –más pequeña cuanto más personal era la entrada- sus observaciones sobre todo lo que cruzara su camino. Me divierte imaginar la sorpresa de un jeque en Benin, de unos calvinistas alemanes en el sur de Argentina o de una familia de aborígenes en Queensland al aparecérseles este inglés desgarbado en la tienda, en el establo o entre los arbustos y espetar, como si fuera una visita familiar largamente esperada: “Hola, soy Bruce Chatwin. ¿Charlamos?”
En un artículo publicado en LAWeekly en marzo del 2000, Shakespeare recuerda que Joan Didion dijo: “Nos contamos cuentos a nosotros mismos para sobrevivir”, y cree que esto fue “más cierto para Chatwin que para la mayoría de nosotros”. Cuando le preguntó a Salman Rushdie: “¿Qué es esa Bestia que Bruce intenta mantener a raya?”, aquél respondió con gran agudeza: “La Bestia es la verdad sobre sí mismo. La gran verdad que oculta es su verdadera identidad”.
No fue sino hasta sus últimos meses, cuando enfermó, que la verdad salió a luz. Diez años después de una visita al África Occidental, en la tarde del 12 de septiembre de 1986, Bruce fue internado en el pabellón de emergencias del Hospital Churchill de Oxford. Su ficha de ingreso sólo lo identificó como escritor de viajes de 46 años, VIH positivo.
De El último encuentro de Sándor Márai tomo una estremecedora reflexión del General que me parece concebida con Chatwin en mente: “También existen instantes en que no es de noche ni de día en los corazones humanos, instantes en que los animales salvajes salen de su escondite, de las madrigueras del alma, y en que tiembla en nuestro corazón y se transforma en movimiento de nuestra mano una pasión que hemos tratado en vano de domesticar durante años… durante muchísimos años… Todo ha sido en vano: hemos negado, sin la menor esperanza, el sentido de esta pasión, incluso a nosotros mismos, pero el contenido real de la pasión era más fuerte que nuestros propósitos, y la pasión no se ha disipado, sino que ha cristalizado”.
Profesor – investigador en el Departamento de
Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.