La importancia histórica de James Joyce y su indiscutible papel en la evolución del género novela le han procurado tanto entre los especialistas como entre los aficionados una especie de veneración que, desde mi punto de vista, ha neutralizado la apreciación sobre el contenido erótico de su Ulises por un lado, y por el otro, ha opacado la debida valoración y análisis del uso coloquial del lenguaje en la novela. Ambos aspectos me parecen de gran importancia en el estudio no sólo de la literatura, sino de los nuevos lenguajes de los medios.
La censura sufrida por Ulises ha pasado a formar parte de los datos de culto de la obra. Esto mismo sucedió, por ejemplo y ya en el siglo XX, a Henry Miller con una obra que defendía en primera instancia el erotismo como parte de la vida y como parte también de la narración fundamental de una experiencia vital. En México, alrededor de 1942 se abrió un proceso contra Cariátide de Rubén Salazar Mayén, hasta donde se sabe –me dice el escritor Rafael Antúnez- única vez que en nuestro país un libro ha sido “llevado a juicio” por su contenido. Salazar Mayén y su obra fueron absueltos gracias a la brillante defensa de Jorge Cuesta, el poderoso escritor veracruzano de quien hablamos aquí hace unas semanas. Alguien podría sugerir el affaire de Los hijos de Sánchez en los setenta, pero creo que se trató de un asunto no literario que francamente sigue dando pena ajena. Joyce, en cambio, conjugó muchos aspectos que revolucionaron el género, a tal extremo que el aspecto del contenido erótico quedó opacado por la contribución del autor a la literatura en general.
Veo con tristeza que pasó desapercibido para los Organizadores de Fastos y Conferencias de la Academia el 106 aniversario de aquel 16 de junio en que transcurre la narración del Ulises, y, en diciembre próximo seguramente no habrá cohetones ni colosos ni juegos de luces para marcar el septuagésimo séptimo del levantamiento de dos prohibiciones sumamente nocivas para nuestros amados vecinos del norte: consumir alcohol y leer el Ulises de Joyce.
En palabras de Morris L. Ernst en la presentación de la primera edición norteamericana “legal” del Ulises, “Quizá la intolerancia que cerró [las] destilerías fue la misma intolerancia que dictaminó que las funciones más humanas deberían ser descritas, en los libros, de una manera furtiva, morbosa y subrepticia […] El caso Ulises es la culminación de la prolongada y difícil lucha en contra de los censores…”.
En efecto, el dictamen del juez John M. Woolsey -pieza jurídica que no carece de valor literario- fue apreciado en su momento como un dique a los asaltos a obras de valor artístico por su temática y lenguaje, y, supongo, tuvo algún impacto en nuestro propio ambiente literario. No es difícil que el juez mexicano que exoneró a Cariátide haya conocido el dictamen de Woolsey, texto desde entonces muy difundido en los ámbitos legales, ya que lo mismo que aquél, desechó los cargos en base a que se trataba de una obra de arte.
El torrente de palabras e imaginación de que hace gala Joyce para narrar un día en la vida de sus personajes queda coronado justamente por el ingrediente de su vida amorosa y erótica, lo que da madurez a la configuración de los personajes y coloca a Joyce en la modernidad de las letras. No se trata más de la vida interior, de la imaginación por la imaginación. Se trata de la vida real de personajes comunes y corrientes, que pueden ser vistos sin la necesidad extrema de ser etiquetados. Este es, quizá, un elemento que destaca el genio de Joyce. La nueva moral es ambivalente. Cierto es que han debido pasar más de 100 años para ver con nitidez esta aportación de Joyce. Muchas voces podrían contradecir esta opinión y no sólo eso, sino los abundantes y evidentes fundamentalismos que surgen y resurgen a cada momento. Pero ese surgimiento, ese resurgimiento y esa lucha se libran con una humanidad que se desenvuelve naturalmente en la ambivalencia. Una humanidad que para poder escribir su historia y para desarrollarse ha adoptado, enarbolado y defendido fundamentalismos que la describen pero que no la explican y en los cuales siempre ha estado presente la contradicción.
Eso nos lo muestran de manera sencilla y compleja a la vez los personajes de Ulises: Molly Bloom es desde luego uno de los más atractivos en este sentido. Este inquieto y libre personaje femenino creado por un hombre maduro y miope en los albores del siglo XX, parece ser el anticipo por excelencia de la nueva moral. Mujer adúltera que puede hablar sin reticencias de sus gustos sexuales, sus sueños, su vida familiar y su vida amorosa, en los que podemos adentrarnos gracias a los cuadros que son sugerencias, descripciones, recuerdos, conversaciones o situaciones incidentales.
Molly Bloom ha parecido reencarnar en otro personaje femenino muy querido: La Maga de Rayuela. No resulta ocioso que ambas novelas coincidan en estar contenidas en una estructura compleja, en las que los autores se regodean en los múltiples guiños que harían a sus lectores. En las dos, los personajes femeninos parecen estar descritos por su actuación en las situaciones que se describen o en su relación con otros personajes -La Maga con Oliveira y Molly Bloom con Leopold Bloom y con Blazes Boylan-, más que por su autodescripción.
La percepción de personaje que quiso dibujar Joyce se logra en buena medida a través de las sospechas, las certezas y el entorno de Leopold Bloom, en el que está presente Molly.
Este lenguaje, que funciona más por la sugerencia, no sólo es un antecedente de la literatura que se produjo en el Siglo XX después de Joyce, sino que es la anticipación de lo que hemos visto en el lenguaje visual, sobre todo el del cine, la televisión y, por supuesto, la publicidad.
Las propuestas visuales que en las décadas de los setenta y ochenta se orientaron a un público más informado, llamado “intelectual” por algunos. A la vez aclamadas por la crítica e ignoradas por el gran público, se fueron integrando a productos más comerciales sin que nos diéramos cuenta, por una razón: el manejo visual, los contenidos y las imágenes que en un momento fueron complejas, incomprensibles o novedosas fueron incluidas en los productos de factura comercial y consumo masivo. Así el público fue educado para consumir ese tipo de lenguajes que se volvieron moneda corriente en cine, en televisión o en las imágenes utilizadas para convencernos de adquirir ciertos productos. Es decir, la sacrosanta publicidad, siempre a la búsqueda de nuevas formas de conminar, de provocar el deseo o de hacer correr a la gente a las tiendas (alguien dijo que en Estados Unidos las mejores películas duraban treinta segundos… es decir: los anuncios comerciales.).
¿Alguien diría que podemos relacionar la obra cumbre de Joyce con la publicidad que es el pan nuestro de cada día? Podemos afirmar que la publicidad aprendió de sus enseñanzas más de medio siglo después, cuando muchos se encargaron de procesarlas y aplicarlas en otros campos.
La otra cara de la moneda es el lenguaje coloquial de Ulises. Gran parte de la seducción que provoca la novela se basa en esta conjugación de grandiosidad y ordinariez. La complejidad en la concepción de la estructura, las múltiples referencias que imponen la presencia del escritor culto al que no le hace falta el narrador omnipresente para manifestarse a todo lo largo del texto se combinan suavemente con una enorme carga de cotidianidad condimentada por el lenguaje coloquial.
Al escritor mexicano José Agustín se le preguntó si el lenguaje coloquial mexicano que usa en su obra no frenaba las traducciones y reconocimientos en otros países, a lo que respondió que si se tradujo el Ulises, “se puede traducir lo que sea”.
En México, por ejemplo, el movimiento de la onda reivindicó el “dilo como es”, la invención de palabras y el lenguaje coloquial para producir la continuidad narrativa ininterrumpida. Las primeras novelas de Gustavo Sáinz, José Agustín y las de Parménides García Saldaña tuvieron un gran éxito precisamente por esta razón y se identificaron con ellas los jóvenes. Las técnicas utilizadas por estos escritores daban la impresión de la ausencia de técnica. Los jóvenes que disfrutaban estas novelas no sospechaban la presencia de escritores como el mismo Joyce, ya convertido en objeto de culto, detrás de los nuevos escritores mexicanos.
“Un nuevo color artístico para nuestros poetas irlandeses: verdemoco. Casi se saborea […] El mar verdemoco. El mar tensaescrotos…” Palabras de Buck Mulligan en una conversación con Stephen. Es el tipo de conversaciones salpicadas de juegos de palabras o vocablos ingeniosos que abundan en las novelas de muchos escritores mexicanos, uso inaugurado por los escritores de la onda, en los que el lenguaje coloquial se convierte en herramienta común.
Si se piensa detenidamente, es otro de los aspectos que distingue a los medios audiovisuales: una pretendida combinación de elegancia y sencillez, intelecto y sentido común, imágenes cotidianas y situaciones estudiadas. No descarto que muchos trabajadores de los medios hayan bebido casi literalmente las enseñanzas de una gran cantidad de escritores, incluso de muchos que no imaginaron siquiera que su obra sería puesta al servicio de quehaceres que entonces no existían, como sucedió a James Joyce.
Profesor – investigador en el Departamento de
Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.