Una de las tareas más trascendentes del próximo gobierno será revalorar las instituciones de la República, que en lo que va del siglo han sido degradadas por tirios y troyanos. Los servidores públicos, empezando por el presidente, deben volver a ser respetables, primero, por su patriotismo, que suena a nostalgia pero es indispensable en un período crítico como el que vivimos, y segundo, por su aptitud, honradez y responsabilidad.
El presidente de México no puede ser un sujeto vacuo y débil como Fox, ni un individuo atrapado en sus resentimientos y rabietas como Calderón. La grandeza de la institución presidencial empezó a diluirse desde la frivolidad de la Toma de Posesión de Fox y espero que haya concluido con el deplorable boletín de prensa de la Presidencia que entra en un pleito de cantina con un particular, Joaquín Vargas Guajardo, al que acusa de “calumniar, difamar, tergiversar y engañar”.
En una democracia como la que decimos estar construyendo, los servidores públicos son objeto de la crítica, a veces mordaz, pero el presidente, sus colaboradores y todos los demás debemos guardar respeto a la institución presidencial.
El “cállate chachalaca” de López Obrador y su intención de “mandar al diablo a las instituciones” acentuó el debilitamiento institucional y los embates contra el IFE y el Trife son atroces.
La situación del tribunal es hoy muy difícil. Si declara válida la elección y presidente electo a Enrique Peña Nieto, confirmará los epítetos del obradorismo. Y si la declara inválida, habrá cedido al chantaje, demolido al sistema electoral vigente y tal vez iniciando una debacle institucional mayor.
En las elecciones de 1997 y 2000, el IFE de Woldenberg, con su credibilidad y cercanía a la población, revirtió el deterioro de la estructura institucional del país que se había iniciado en el malhadado 1994 y culminado con una terrible crisis económica que devastó patrimonios familiares, mandó a la calle a miles de trabajadores, quebró empresas, puso en ebullición a las fuerzas políticas y colocó al país al borde de la ruina.
El presidente Zedillo concertó un costosísimo apoyo del presidente Clinton y transfirió a los bancos, a través del Fobaproa, recursos públicos por 65 mil millones de dólares: más del triple de los 20 mil millones de dólares que se usaron de los créditos por 50 mil millones otorgados por Estados Unidos y el FMI. El texto y tono del agradecimiento público de Zedillo a Clinton, fueron desmesurados, por decir lo menos.
La política estaba en efervescencia y el gobierno se vio obligado a culminar la reforma electoral iniciada en 1977, cediendo a los “ciudadanos” el control del ente organizador de las elecciones, el IFE, y creando el Trife, como una sala de la Suprema Corte de Justicia. Los partidos centraron sus demandas en el proceso electoral y pensaron que lo demás, como el cambio del sistema político, la cultura democrática o la democratización en los estados, se resolverían solos o ni siquiera se ocuparon de eso.
En este complejísimo panorama político, aderezado con problemas no resueltos como la paz en Chiapas, el IFE logró lo inimaginable: que los mexicanos volvieran a creer en el voto y en las instituciones. Ayudó, claro, que el partido en el gobierno perdiera en 1997 la mayoría en la Cámara de Diputados y en 2000 perdió la Presidencia de la República, pero el papel del IFE fue decisivo.
No duró mucho el entusiasmo. Las desmedidas expectativas y la mediocridad del gobierno, primero, el conflicto Fox-López Obrador, después, y la ulterior partidización del Consejo General del IFE, aplastaron el prestigio de esta institución, pese a que la estructura profesional sigue siendo, en esencia, tan sólida y confiable como en 1997.
El prestigio del IFE fue menguado no sólo por don Andrés Manuel, sino por los partidos políticos y por algunos consejeros electorales que actúan más como representantes de esos partidos. El Trife perdió autoridad moral en 2006 al admitir que el presidente Fox intervino en el proceso electoral, violó la Constitución y el Cofipe y, pese a ello, declarar presidente electo a Felipe Calderón.
El país de hoy es muy diferente al de 1996, al de 2000 y al de 2006. Estamos sentados sobre varios polvorines que pueden explotar en cadena: la violencia derivada de la guerra contra el narcotráfico, el “estancamiento estabilizador”, la expansión y agravamiento de la pobreza, el severo repunte de precios de los alimentos, el desempleo, la ausencia del Estado de Derecho en amplias regiones del país…
Hay culpas y culpables. Todos lo somos en alguna medida, excepto los que son tan pobres que ni siquiera pueden causar daño. Las instituciones están viciadas y muchas de ellas son viejas moles burocratizadas. ¿Pero conviene al país demoler al IFE y al Trife? ¿Es ética la campaña permanente de los medios electrónicos contra el Poder Legislativo y los gobiernos estatales? ¿Sirve para algo cultivar el desprecio a la política? ¿Qué sigue una vez que se acaben de desmoronar las instituciones de la República?
Quienes hayan delinquido deben castigados conforme a derecho. Pero en la emergencia, lo urgente es rescatar a las instituciones, y una de las primeras responsabilidades del próximo presidente de la República es promover las reformas que haya que hacer y convocar a la sociedad para devolver el prestigio a las instituciones.