Aunque ha habido lamentables hechos de violencia en algunos estados, el incidente de la Ibero no parece haber provocado, al menos hasta ahora, el incendio nacional que se preveía a la luz del sesgo político-partidario que se trata de dar a ésa y las demás movilizaciones estudiantiles y de la guerra sucia montada por los estrategas del panismo para tratar de levantar la campaña de su candidata.
En medio de los atisbos de tormenta, la élite panista sigue obcecada en cerrar el paso a toda opción política distinta a la propia, y los resultados han sido contraproducentes. La semana pasada mencionaba que Bárbara W. Tuchman dice que los gobernantes suelen hacer lo contrario a sus propios intereses, y el presidente Calderón lo confirma una vez más.
Supongo que alguien en su grupo compacto le dijo que en las calles de México no se repudia al gobierno sino a un candidato, y el presidente, necesitado como está de buenas noticias a estas alturas del sexenio, hizo suyo el comentario y le dio un giro electorero, pese a que hace dos o tres semanas se comprometió a respetar la Ley y no intervenir en el proceso electoral. Resultado: menor credibilidad y mayor inestabilidad política. La falacia de que el presidente es popular y los adversarios de su partido no, pudo reconfortarlo por unas horas, pero no le ayudó a entender lo que está sucediendo en el país y en el proceso electoral que tanto lo abruma: los puntos que ha ganado Andrés Manuel López Obrador en las encuestas de intención de voto son los que ha perdido Josefina Vázquez Mota.
Créase lo que se crea en los altos círculos del poder, las explosiones de los estudiantes de escuelas privadas no abonan a la popularidad del presidente; son muestras de desesperación por los efectos que sobre sus vidas ha tenido un gobierno que cree que la violencia se resuelve a balazos y que el triunfo electoral se consigue culpando a otros de la propia incompetencia. Y si algo han sentido los jóvenes en carne propia es que los prejuicios e intereses predominantes en el grupo gobernante han provocado menos actividad económica, menos empleo, más pobreza extrema y de la otra.
A nadie conviene engañarse sobre el origen profundo de la inconformidad, no sólo de los jóvenes que se han manifestado en los últimos días, sino de toda su generación, por la pérdida de sus expectativas de futuro. Y lo que en los jóvenes es disgusto, en los adultos y viejos es desesperación, por un mercado laboral crecientemente excluyente, con trabajos eventuales y mal pagados.
Muchas familias que tienen a sus hijos en universidades privadas han debido reducir su consumo y, en el mejor de los casos, privarse de ciertas comodidades –vacaciones, renovación del automóvil, etc.– para pagar las altísimas colegiaturas, con la esperanza de que el paso de sus vástagos por esas escuelas les ayude a mejorar sus expectativas de vida.
Esos padres y madres responden a la misma racionalidad de los obreros, campesinos y aun los desempleados que, entre los años 40 y 80 del siglo pasado confiaban en que la escuela pública, del jardín de niños a la universidad, sería el primer paso de sus hijos en su ascenso en la pirámide económica, social, cultural, de reconocimiento. Tenían razón, porque este mecanismo permitió la movilidad social transgeneracional y derivó en la extensa clase media que hoy está desalentada.
Hubo otras vías de movilidad, como el formación masiva de obreros calificados a través de la capacitación en las propias empresas, la proliferación de negocios pequeños y medianos dedicados al comercio o a la producción de bienes de consumo para abastecer al mercado interno.
Lo que hoy ocurre es consecuencia de que todo eso se acabó desde la última parte del siglo pasado: el sistema político perdió capacidad de inclusión, el sistema económico perdió eficacia, la economía formal dejó de ser generadora de empleos suficientes y el comercio ambulante se expandió con asombrosa rapidez porque se convirtió en la única vía para el sustento para volúmenes crecientes de familias.
Y como se acabó la movilidad social y desde hace años las clases medias están en acelerado proceso de empobrecimiento; como los jóvenes, incluso los que acuden a costosas universidades privadas, perciben que no vivirán mejor, sino peor que sus padres, toman las calles y protestan contra los símbolos del poder, sobre todo el más visible en la coyuntura electoral: Enrique Peña Nieto.
Pero Peña Nieto los escuchó y les dio una respuesta a mi juicio sensata considerando que es un candidato y no un gobernante. El Manifiesto por una Presidencia Democrática apunta a un estilo de gobierno que escucha y se esfuerza por leer correcta, objetiva, autocríticamente las expresiones de la sociedad, en este caso de los jóvenes que, lo hayan tenido presente o no, se representan a sí mismos pero también a los que no estuvieron en sus manifestaciones del fin de semana: los estudiantes de universidades públicas, los profesionistas sin trabajo o convertidos en taxistas, y los que no tienen espacio en el sistema educativo ni en el sistema económico.