La actuación del Consejo General del IFE en 1997 y 2000 y la discreta pero eficaz gestión de los órganos operativos de la institución tuvieron el gran mérito de dar credibilidad a las elecciones que, a lo largo de la historia de México, han sido motivo de discordia más que de unidad derivada del ejercicio de la voluntad mayoritaria en la determinación de quiénes han de hacer las leyes y quienes han de aplicarlas.
Prácticamente todos los movimientos sociales, genuinos y simulados, han exigido democracia, quizá porque está muy extendida la creencia de que ese es el remedio a la profunda desigualdad económica, social, cultural y de expectativas que ha caracterizado a los habitantes de esta parte del mundo desde antes de la Conquista hasta nuestros días. La demanda democrática sigue predominando en todo el abanico político a pesar de que los avances habidos desde finales del siglo XX no han sido suficientes –no podrían serlo– para mejorar las condiciones en que vive o sobrevive la mayoría de los mexicanos.
Por su importancia intrínseca y por el valor que la sociedad atribuye a la democracia, el IFE es una institución cardinal de la vida pública. Cuando se le dio su actual composición y autonomía, el país aún no se recuperaba de los episodios de violencia política de 1994 ni de los efectos de la crisis financiera de 1995 y de las medidas que se tomaron para evitar el desplome del sistema bancario, como la transferencia masiva de recursos públicos a los bancos y el virtual embargo de la factura petrolera a favor de Estados Unidos como una de las garantías de pago del crédito por 20 mil millones de dólares otorgado a México por el gobierno de ese país.
El IFE cumplió satisfactoriamente las expectativas que en él se pusieron, en gran medida porque el presidente de su Consejo General, José Woldenberg, hizo respetar la autonomía de la institución y la limpieza del conteo de los votos, y la sociedad así lo percibió. Woldenberg fue rigurosamente imparcial, que no es sinónimo de neutral, y construyó la autoridad moral y la credibilidad que requería tan delicada tarea. Otros consejeros electorales trabajaron denodadamente, sobre todo Jacqueline Peschard y Mauricio Merino. También fue determinante la gestión de Fernando Zertuche Muñoz, secretario ejecutivo, a cuyo cargo estuvo el funcionamiento del inmenso aparato operativo del IFE.
El mérito Woldenberg, Peschard y Merino es aún más notorio si se considera que en el Consejo General participaban, con derecho a voto, personajes como Alonso Lujambio y Juan Molinar Horcasitas, que luego se integrarían al PAN, o Emilio Zebadúa, que más tarde pasaría del PRD al PANAL, el partido de “la maestra”.Pero la verdadera hazaña del presidente del IFE y otros consejeros fue haber lidiado con su colega Jaime Cárdenas, cuya vocación para la discordia se acentuó por el poder “ciudadano” que ostentaba, y quizá en menor medida, con Jesús Cantú y José Barragán.
Claro que mis apreciaciones son subjetivas y sólo se fundan en mi lectura de los diarios, pues no fui testigo presencial de los jaloneos en el IFE, pero me atrevo a compartirlas con usted para subrayar que esos consejeros electorales también fueron electos por la Cámara de Diputados y que no hay ningún motivo para suponer que en aquella ocasión los legisladores contrariaron los intereses de sus respectivos partidos.
Las instituciones son fundamentales, pero también lo son las personas que las manejan. Desde el paso lamentable de Luis Carlos Ugalde por el Consejo General, el IFE empezó a perder prestigio y credibilidad, y Leonardo Valdez Zurita no ha recuperado estas cualidades. Invalidado por disputas partidistas, el Consejo General pareciera haber sufrido una regresión de por lo menos 20 años. En ello influyen, sin duda, la persistente campaña de desprestigio de Andrés Manuel López Obrador y la mezquindad de los partidos, pero lo decisivo es la gestión del consejero presidente.
El IFE sigue atrapado en el conflicto post-electoral; se le acusa de parcialidad a favor del PRI por haberlo exonerado de cargos en el caso Monex y en contra de la izquierda debido a la multa que podría imponer al PRD, PT y MC por exceso de gastos en la campaña de López Obrador. Sea o no fundada esta acusación, está causando mucho daño al IFE y al país, porque se ha dejado avanzar la percepción de que el Consejo General ha abdicado de su autonomía en favor del gobierno.
Fuera de las declaraciones, las cifras notoriamente inconsistentes y las opiniones casi siempre prejuiciadas que se publican en los medios, no hay elementos para asumir una posición en esta discusión y no queda más que suponer.
Si se asume que las decisiones del Consejo General han sido parciales, la desconfianza se extenderá al nuevo gobierno y se convertirá en un obstáculo para los cambios anunciados en el Pacto por México.
Si, por el contrario, se cree que sus actuaciones son imparciales y apegadas a la Ley, entonces el amplio cuestionamiento debe atribuirse a un pésimo manejo de su comunicación social.
Lo mejor que puede hacer el Consejo General del IFE por la institución y por el país, es practicar la imparcialidad y comunicar con claridad, oportunidad y eficacia.