Lorena, una mujer transexual hondureña, se unió a la Caravana Migrante con lo puesto para huir de la violencia y en busca de su sueño: abrir una estética en la Gran Manzana.
-¿Qué por qué huyo de Honduras?
Lorena, una mujer transexual de 30 años nacida en Tegucigalpa, Honduras, y que fue de las primeras en llegar el sábado pasado al albergue que el gobierno de la Ciudad de México instaló en la alcaldía Iztacalco para atender a 5 mil 500 personas de la Caravana Migrante, repite la pregunta que le hace el periodista, y se ajusta una playera que le deja al descubierto el ombligo y los hombros.
-Hay muchos motivos por los que salir huyendo de mi país –responde mientras juguetea con un pintalabios entre los dedos de una mano, y con la otra sostiene una bolsita con más pinturas que alguien le donó junto a una boina estilo parisina que le cubre la cabeza, y que le deja un mechón de pelo rojizo y rizado colgando sobre la ceja derecha.
A continuación, Lorena observa en silencio sus pies grandes.
Los trae llenos de cortes y de las heridas que le han dejado los más de mil 800 kilómetros que separan su país de la capital mexicana, y que recorrió alternando caminatas bajo el calor, la lluvia, y la deshidratación, con tramos en bus y algunos ‘raites’ en coches particulares.
-¿Sabes? –dice de repente-. Estoy harta.
Harta, explica masticando cada palabra con rabia, de la calle y de la prostitución a la que se ha visto orillada.
Harta de no poder caminar sin recibir insultos, patadas, y pedrada, por ser transexual.
Harta de tener que dar “plata, plata, y más plata” a los mareros, y de la amenaza de morir a machetazos si no lo hace.
Harta de las pandillas. De la MS13. De Barrio 18. Y de los tatuajes con los que marcan a personas como si fueran mercancía propiedad de ellos.
Harta de no ser libre.
Por eso, cuando unos amigos le hablaron de una caravana que se estaba preparando para salir de Honduras el pasado 13 de octubre rumbo a Estados Unidos para pedir refugio, Lorena no se lo pensó dos veces.
-Cuando dijeron que íbamos a venir cuidados por reporteros, religiosos, y defensores de derechos humanos, me dije: ¡Lorena, vos tiene que ir en esa caravana! ¡Vos ya no se queda más acá! Pendeja vos si se queda –dice ahora con una carcajada que le arruga ligeramente la nariz pronunciada en mitad de un rostro de piel blanca, labios gruesos, y unos pómulos angulosos.
La premura por partir junto a la caravana fue tal, que no pudo ni preparar lo mínimo para un viaje de miles de kilómetros hasta Tijuana, en la frontera de Baja California. De hecho, Lorena dice ahora divertida acomodándose sobre la cintura el ajustado pantalón tejano, solo tuvo tiempo para dos cosas:
Una, recibir la bendición de su madre para “salir y enfrentar lo inesperado” en un camino repleto de agresiones, extorsiones, violaciones, y un largo etcétera, como es la ruta migratoria que atraviesa México hasta llegar a Estados Unidos.
Y dos, calzarse sus inseparables zapatos de tacón.
-Yo salí con un zapatillón que tenía un tacón de este tamaño –dice formando con el dedo índice y el pulgar de su mano derecha una enorme ‘C’-. Y bueno, con ellos caminé mucho, corrí detrás de los camiones, hasta que se rompió el tacón, me quedé descalza, y me lastimé los pies. Pero no importa. Ahora sufriré unos días, pero sé que voy a tener la fortuna de llegar a Estados Unidos. Y, entonces, me podré comprar todos los zapatos que quiera.
Pero eso, tal vez, será en el futuro.
Ahora, Lorena lleva tres días en el albergue de Ciudad de México, descansando sobre una colchoneta en las gradas de cemento del estadio Jesús Martínez ‘Palillo’.
Aquí, las condiciones para más de 5 mil personas no son, desde luego, las mejores. Pero Lorena no se queja. Al contrario, se siente agradecida y afortunada. Ha recibido comida, ropa, baño, unos guaraches que le quedan algo pequeños, y medicina para combatir las infecciones respiratorias que se agudizan por el contrastante clima de la Ciudad de México, donde amanece con intenso frío, luego hace calor, y con las primeras estrellas del ocaso vuelve a bajar la temperatura.
Aun así, está inquieta.
Como muchos otros migrantes, la hondureña no sabe cuál será su siguiente paso, ni cómo lo dará, si de nuevo alternando “raites” con caminatas, si las autoridades de Gobierno les facilitarán autobuses, o si, de nuevo, les fallarán, como el gobernador de Veracruz, Miguel Ángel Yunes, que el pasado viernes 2 de noviembre ofreció transportarlos a la capital a bordo de 150 autobuses, y a la hora de la verdad se echó para atrás alegando que en la ciudad había un ‘mega corte’ de agua.
-Nos sentimos engañados. Primero nos ilusionaron. Todos aplaudimos. Gritamos. Cantamos. Dijimos: el gobierno de México sí es bueno. Pero luego, nos dijeron: ¿Saben qué? ¡Sorpresa! No hay camiones, así que camínenle. Fue una gran decepción. Vi mucha gente con lágrimas en los ojos, con mucho dolor de ver a las madres cargadas con los niños, y tener que volver a caminar muchos kilómetros.
En este punto de la entrevista, Lorena deja correr una pausa de varios segundos para reflexionar.
Con ambas manos aferradas a su bolsa de pinturas, admite taciturna que, a veces, “en uno de esos momentos locos que le pasan a una por la mente”, ha pensado en abandonar la caravana y regresar de vuelta a su país.
Pero luego se mira de nuevo los pies grandes. Niega con la cabeza. Y se anima a sí misma diciéndose que no, que ya está muy cerca. Que apenas la separan 24 horas de viaje en autobús hasta Tijuana. Aunque, por otro lado, aterriza sus pensamientos en el piso, si nadie les ayuda con el transporte, entonces esas 24 horas se pueden convertir en meses de camino a pie.
-Estamos otra vez en la incertidumbre –suspira resignada-. Aquí en la Caravana todos dicen, dicen, y dicen, pero todo es incierto. Ahora, por ejemplo, se rumora que el gobierno sí nos a poner los autobuses. Pero, la verdad, ya estoy cansada de tanta mentira. Yo, hasta que esté arriba del bus que diga ‘Tijuana’, ya no voy a creer a nadie.
Libre, al fin
Tijuana. La palabra que con más ilusión se pronuncia estos días en el albergue capitalino. La última ciudad mexicana antes de pasar a suelo de Estados Unidos y solicitar el anhelado refugio.
Sin embargo, en el albergue nadie se engaña. Los migrantes saben que será muy difícil que Estados Unidos y, sobre todo, el presidente Donald Trump y su gobierno, acepte sus solicitudes de asilo. Más bien lo contrario. En sus últimas declaraciones, Trump dijo que la Caravana sí será recibida, pero por la Guardia Nacional, soldados, y hasta por brigadas de ciudadanos estadounidenses que bloquearán el paso de los indocumentados.
Lorena también es de las que no se engaña. Y menos después de haber pasado por la carpa que el Instituto para las Mujeres en la Migración (IMUMI) instaló en el albergue, donde un grupo de voluntarias le informó de sus derechos como migrante y solicitante de refugio, pero también sobre los riesgos y las enormes dificultades del proceso.
-Escuché a una de las abogadas y ahorita tengo más miedo, la verdad. Me siento como si, en lugar de Trump, estuviéramos con Hitler, porque te hablan de que te tienen detenida en una prisión que llaman ‘La Hielera’ porque hace mucho frío (los centros de detención de estancia corta que el servicio de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos tiene repartidos en las cercanías de la frontera suroeste entre EU y México). Y yo me digo: bueno, pero si venimos enfermos y agotados de tanto caminar, ¿cómo nos van a meter en una hielera?
Lorena dice que tampoco se fía de la policía mexicana, ni de los agentes del Instituto Nacional de Migración (INM), ya que el gobierno mexicano les ha mostrado dos caras, una, la de autoridades comprensivas y tolerantes, que facilitan un mega albergue en la capital del país, y otra la del gobierno que envía policías federales a frenar su paso.
-Primero, nos ayudan. Y de repente, te pueden voltear todo. Así que no sabemos si el gobierno de México está de nuestro lado, o del lado de Estados Unidos.
En cualquier caso, volver a Honduras no es una opción, recalca. Ni ahora, ni nunca.
-Si entro a Estados Unidos, ya no salgo –insiste Lorena ajustándose la boina parisina-. Y si no me dan asilo, buscaré la forma para entrar como sea.
Una vez adentro, la hondureña lo tiene claro: buscará a “unos primos” en la frontera. Ellos la ayudarán a establecerse los primeros días, o tal vez las primeras semanas, o meses. Y luego, cuando recobre fuerzas y algo de “plata”, se lanzará para la costa este.
-Nueva York –dice con los ojos negros abiertos, al borde las lágrimas-. Ese es mi gran sueño, conocer Nú yor sity. Poner una estética, pasear por las calles, tomarme muchas fotos. Y, entonces, mirar a la Estatua de la Libertad, y gritar: ¡Por fin soy libre!
Fuente: animalpolitico.com