Los sacerdotes-mercadólogos de la política se aprestan a convencer a sus clientes de que cuentan con las mejores estrategias para ungirlos el próximo año, pero en lugar de óleo sagrado les prometen un cargo público. “Marketing político” llaman a sus servicios para que no parezca de mal gusto mercadear con el voto y hacer de la política un producto más que se compra o se vende al mejor postor.
La popularidad de esta nueva mercancía política se debe a que su éxito ha sido probado. No se ofrece la elaboración de un plan para atender los problemas más urgentes, que en la mayoría de las sociedades son casi siempre los mismos: empleo, salud, educación, seguridad, infraestructura y otros, sino del manejo pertinente y políticamente correcto de ciertos temas, presentados de una forma creativa para captar a la población a que va dirigida y conseguir así el sufragio.
Algunas de las nuevas teorías de la comunicación política con las se intenta garantizar el triunfo electoral tienen dos ejes de pensamiento que dictan las acciones. Uno es tomar las enseñanzas de la milicia para enfrentar una contienda política y otro es utilizar las mejores herramientas creativas de que se pueda echar mano para seducir a los votantes.
Es la razón por la que ciertos autores se han convertido en referencia obligada de los estudiosos de estas propuestas. Fue desenterrado de las bibliotecas y del ámbito castrense el general prusiano del siglo XIX, Carl Von Clausewitz, cuya obra De la guerra se ha tornado la nueva Biblia de los ideólogos del mercadeo político. Clausewitz formaba parte del ejército de su país cuando Francia invadió y aplastó a Prusia en 1806. Apresado y cautivo de los franceses durante dos años, parece que la derrota le ocasión un gran surménage debido a que el supuestamente invencible ejército prusiano había sido derrotado por tropas multinacionales cuyo mayor mérito era crecer al calor de los triunfos de Napoleón. Esto llevo al gran general a sumirse en reflexiones acerca de la guerra, sus motivaciones y estrategias para eventualmente parir la singular obra De la guerra, en cuyo prefacio considera que lo escrito hasta ese momento no era una verdadera teoría de la guerra sino un “hatillo de trivialidades, lugares comunes y sandeces que pretendían ser coherentes y absolutas”.
Hoy, muchos de los conceptos vertidos por Clausewitz se aplican a la política, especialmente a las disputas electorales. Algunos de manera tosca, hasta rayar en el lugar común debido al manoseo simplista de ciertas afirmaciones del militar prusiano, como la muy conocida sentencia de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios”. Clausewitz propuso que la guerra, en su esencia, es un duelo; y la guerra misma, por tanto, es un duelo a una escala más amplia que “constituye un acto de fuerza que se lleva a cabo para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad”. El arte de la guerra, según este autor, tiene tres objetivos: conquistar y destruir el poder armado del enemigo, tomar posesión de sus materiales o de las fuentes de fortaleza y ganarse a la opinión pública, principios que se adaptan a las contiendas políticas donde la meta es hacerse del poder o conservarlo.
Por la llegada de los conceptos castrenses a los temas político-electorales, las antiguas casas de campaña devinieron en war rooms. Como hongos después de la lluvia aparecieron en el léxico político términos como táctica, estrategia, ofensiva, maniobras, análisis del terreno, identificación de puntos fuertes y débiles, etc. Pero no sólo Clausewitz es hoy una protodivinidad en el altar de la manipulación de los ciudadanos (si los narcos tienen a Jesús Malverde en sus capillas, ¿por qué los consultores no tendrían al Grana General en las suyas?). También Sun Tzu, el guerrero japonés que supuestamente redactó El arte de la guerra 500 años antes de nuestra era, fue catapultado al dudoso rango de consejero áulico electoral.
En el entrenamiento actual para la comunicación política El arte de la guerra es un texto infaltable. Uno de los mantras de Sun Tzu que animan esta nueva aplicación de sus tesis es que “los expertos en el arte de la guerra someten al enemigo sin combate” como un principio fundamental de la estrategia ofensiva, además de que “en el arte de la guerra no existen reglas fijas: las reglas se establecen de acuerdo con las circunstancias”.
Explica Sun Tzu que “toda estrategia va dirigida, en primer lugar, contra los planes del enemigo y, más concretamente, contra el espíritu de su comandante en jefe”, es decir, inducir el ánimo de derrota en el enemigo incluso antes de comenzar la batalla, para lo cual indica que hay una cualidad absolutamente necesaria en los generales: la lucidez.
(A propósito, recuerdo aquella escena de Trece días, la espléndida película que recrea la crisis de los misiles atómicos en Cuba en los sesenta, cuando el presidente Kennedy lee la sentencia del japonés de que “las guerras se ganan primero en los templos” y movido por tan prodigiosa iluminación, manda a su embajador en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas a romperle la crisma al representante soviético Anatoly Dobrynin, je, je.)
Si se revisan los textos señalados, realmente hay una enorme riqueza de pensamiento que puede ser aprovechada, no sólo para la guerra sino para la política. Las batallas electorales se han complementado con grandes inversiones publicitarias. Así, las elecciones se han convertido en procesos donde lo que importa es quién tiene a los mejores asesores para colocar en el ánimo de los votantes al candidato y las propuestas de gobierno pasan a último término cuando no son sólo un pretexto para el contenido de los anuncios.
Los recursos publicitarios utilizados en la política son, a fin de cuentas, una manera irreal de presentar a los candidatos. Los spots tienen la intención de seducir al votante, no de hacerlo reflexionar. Pues como bien afirma Jean Baudrillard en su libro De la seducción, ésta “nunca es del orden de la naturaleza, sino del artificio, nunca del orden de la energía, sino del signo y de ritual”. La intención de la mercadotecnia electoral no pretende que el electorado piense que a un candidato le asiste la razón en sus posturas sobre los diversos problemas que aquejan a una sociedad, sino convertirlo en su seguidor por razones irracionales.
Baudrillard de nuevo: “la seducción representa el dominio del universo simbólico, mientras que el poder representa sólo el dominio del universo real. La soberanía de la seducción no tiene medida común con la detentación del poder político o sexual (porque) la seducción es siempre más singular y más sublime que el sexo, y es a ella a la que atribuimos el máximo precio”. Antes que Baudrillard, ya Arthur Koestler había intuido magistralmente que en política, como en lo sexual, hay una libido que puede ser estudiada científicamente.
Toda la presentación mediática de los candidatos es eso, una seducción, se-ducere que es desviar de su vía, llevar aparte. Por eso en las campañas no se discuten los problemas sino los temas de campaña para posicionar, para convencer a los indecisos. Según la apariencia del candidato se decide si conviene o no hacer anuncios con formato “talking head” es decir con el aspirante a cuadros. Se diseñan productos publicitarios por segmentos: para mujeres, para ancianos, para jóvenes o trabajadores, según lo que marque la estadística. Algunas veces ―si resulta conveniente― se utiliza un símbolo para identificar al partido o al candidato: se analiza el terreno electoral para evitar la saturación y con base en ello se determina la duración de los spots, lo que representa un gran reto para los equipos creativos. Los candidatos se asocian con valores que la ciudadanía aprecia y nunca faltan los anuncios emotivos para garantizar la persuasión.
Equiparada la lucha política a la guerra y el trabajo publicitario cada vez más complejo, no sólo explica algunas de las acciones que vemos durante los procesos electorales, sino que nos obligan a preguntarnos quién es realmente el enemigo al que se pretende doblegar, si el contrincante partidista o el electorado.
Profesor – investigador en el Departamento de Ciencias Sociales de la UPAEP Puebla.