La palabra “guerra” fue clave para justificar la movilización del Ejército y la Marina Armada contra la Familia Michoacana y otros cárteles de la droga. A la vez, fue el eje de la propaganda para aumentar los índices de popularidad del presidente Calderón en las encuestas y legitimar su gobierno. Tuvo éxito.
Más tarde, cuando lo único que aumentaba era el número de muertos y el presidente Obama dio fin a la “guerra contra el narcotráfico” iniciada por Nixon, la palabra “guerra” se convirtió en lastre y el presidente Calderón renegó de ella: cambió el nombre a “combate al crimen organizado”.
Eso es lo menos importante. Lo más serio es que ha cambiado el uso político que hace el presidente de esa guerra. Consumada la legitimación, se usó para hostigar a las fuerzas políticas adversas; el caso emblemático fue la toma militar del Estado de Michoacán en 2009, incluido el Palacio de Gobierno, para aprehender a 38 funcionarios, alcaldes y mandos policiales, todos los cuales debieron ser liberados por falta de pruebas dos años después.
La guerra le ha servido también para el acercamiento político con el gobierno y congreso de Estados Unidos: nosotros ponemos los muertos, el terror social y la gran mayoría de los recursos económicos para reducir la entrada de drogas a ese país.
Ahora la guerra contra el narcotráfico se usa como ariete político para mantener el poder una vez concluido el actual sexenio. El proceso es simple, como simples son las campañas mercadotécnicas: acusar al PRI de complicidad con el narcotráfico. De tres años a la fecha, el presidente ha insistido en denunciar al “pasado” por tolerancia o connivencia con los criminales.
La lógica de la guerra aconseja imponer el estado de excepción en los sitios controlados por la delincuencia: Michoacán, Tamaulipas, Durango, Nuevo León, Ciudad Juárez… el senador panista Ramón Galindo dice que “los controles tributarios están a cargo de los delincuentes que no sólo se han dedicado a secuestrar personas y negocios, sino hasta sectores y actividades económicas completas” y que es tiempo de decretar el estado de excepción.
Según Reporte Índigo, “el presidente Felipe Calderón cabildea entre líderes políticos y empresariales el primer estado de excepción. Y como primer paso, les pide que se evalúe la cancelación de las próximas elecciones en su estado natal. Propone que el nuevo gobernador sea electo por consenso entre los partidos.
[…] Ante líderes políticos y empresariales –locales y nacionales–, el primer mandatario promueve su iniciativa con el argumento de que los niveles de violencia en esa entidad están desbordados.
“Y que en esas condiciones, sería muy peligroso entrar en una contienda electoral que podría terminar con un lamentable saldo rojo.
“En su lugar, el primer mandatario propone que los partidos políticos decidan en consenso quién debería ocupar la gubernatura en tanto no se restablezcan las condiciones para convocar a nuevos comicios”.
Las imputaciones a los gobiernos priistas viajan por las redes sociales y circulan rumores de que uno o varios ex gobernadores de ese partido están a punto de ser aprehendidos por presuntos nexos con el narcotráfico. Simultáneamente, el gobierno federal exhibe retrasos de gobiernos estatales en la certificación de sus policías, en el cambio sistema judicial, en todo aquello que parezca favorecer a la delincuencia. Congresistas estadunidenses manifiestan preocupación por los posibles vínculos del PRI con el narcotráfico.
Ni la expansión de la violencia ni los reclamos de la sociedad han logrado que el gobierno rectifique su estrategia, al contrario, se reafirma la lógica de la guerra como forma de gobierno. Los que matan son los criminales y es un error o una traición criticar la valentía del gobierno que les hace frente, dice el presidente y repiten los intelectuales orgánicos.
El miedo, decía Hobbes y recuerda Octavio Rodríguez Araujo, se usa como recurso del poder para llamar a la unidad nacional contra un enemigo común (el terrorismo, el narcotráfico, la HIN1, lo que sea) y distraer la atención de los problemas de fondo: la pobreza, la desigualdad, el desempleo, la caída de los salarios, el estancamiento de la economía. La muerte es aliada del gobierno, pues mientras más muertos haya, mayor será el clamor de seguridad y más dispuesta estará la gente a renunciar a la libertad.
Los periódicos dan cuenta diaria de los muertos en la nota roja convertida en información de primera plana y en la principal de los noticiarios de televisión y radio. ¿Cómo no apoyar al gobierno –se preguntan– cuando las empresas del norte están acosadas por los delincuentes que les exigen pagos por seguridad y por “derecho de paso” en las carreteras? El Consejo Mexicano de Hombres de Negocios, El Consejo Coordinador Empresarial, varias cámaras como la de la Industria de la Construcción, y las empresas corporativas, exigen más energía, más mano dura para restablecer el ambiente propicio para la inversión.
No sé si seguirá adelante la propuesta de que las cúpulas decidan quién será el próximo gobernador de Michoacán, pero ese sería un paso para cancelar las elecciones federales en estados que no tienen mayoría panista e impedir que un priista sea el sucesor del presidente Calderón. La extrema derecha es autoritaria y el costo de su aventura política sería la democracia, como lo fue en Alemania en 1933, en España en 1936 o en Chile en 1973.