“El caballero de la política”. Creo que fue Rosy Ramales quien comenzó a llamarle así. Caso contrario, la misma Rosy me desmentirá.
No hace falta ser dama para saber que eso era en verdad Aquiles López Sosa, de quien hoy casi nadie se acuerda. Al inicio de la semana se cumplió un aniversario más de su muerte. Bien dicen que la política es oficio ingrato y lo es más aún para quien lo ejerce con limpieza y corrección. Aquiles es un botón de muestra. Más allá de lo prematuro de su partida, le han olvidado, incluso, quienes trataron directamente con él y hasta quienes fueron por él favorecidos en algún sentido. Si la lealtad es un valor en extinción, no podemos esperar que la gratitud no lo sea.
Al político solo se le tiene presente cuando brilla. Si brilla con luz propia o irradiado por otra luz no importa. Cuando desaparece de los periódicos y los noticieros, desaparece también de la mente y –si logra un lugar- también del corazón. La mayoría de los políticos se subyugan a la tiranía de los medios, no dejan de ser aprendices, cortos, pedestres. Existir es, para ellos, sinónimo de “aparecer”. La ausencia publicitaria es entendida como la muerte política, cuando la formación, las acciones y el trato, triunfan sobre la muerte física.
Aquiles fue, para muchos, ejemplo. Más que de una trayectoria, ejemplo de vida. La sencillez indisoluble al carisma le acompañaron y su buena estrella le llevó a altas responsabilidades. No se mareó, no perdió piso. El don de la ubicuidad le fue dado. Ayudaba y se dejaba ayudar. Tuvo enemigos, lo escogieron; que yo supiera él nunca escogió a nadie para tan innoble calidad.
Aquiles prodigaba ayuda hasta las márgenes del desinterés. Extendía la mano incluso a desconocidos. Soy una prueba viviente de ello. Muy pocos saben que de no haber sido por él, mi segunda carrera se hubiese quedado en un sueño. Sabás Cruz me llevó ante él. No hubo más trámite que mi presencia y su voluntad. Me deseó suerte y cuando, al cabo de un semestre le presenté mis calificaciones y un diploma como el mejor promedio pude, conmovido, ver en sus ojos, la satisfacción de la generosidad cuando da frutos, de la confianza cuando es correspondida.
A partir de ahí nos hicimos amigos.
En el camino de la política, quien la ejerce deviene de facto en coleccionista de anécdotas. Las que más valen son las que se convierten en lecciones. Era marzo del año 2000. El Certamen Nacional de Oratoria con el que cada año el H. Congreso del Estado conmemoraba el natalicio del benemérito, se llevaba a cabo en su antigua sede frente al “llano” sobre la Avenida Juárez de nuestra capital.
El desaforo se había entronizado para entonces en los concursos de esa naturaleza. Durante la competencia solo los concursantes, unos cuantos familiares y amigos y el jurado. En aquella ocasión no llegábamos a 50 personas. En las butacas, a unas filas de los participante, el presidente de la entonces Gran Comisión. Solo, atento, expectante; como aprendiendo algo que faltaba en su formación Aquiles contrastaba en aquel cuadro. Se retiraba a su oficina solo a atender asuntos de urgencia y regresaba con la misma actitud de un alumno deseoso de aprender más. No lo podía ocultar. Estaba fascinado escuchando a los jóvenes que de otros estados venían a dar cátedra del arte de hablar en público.
Quizás es lo que yo quiero creer, pero a partir de entonces Aquiles para mí, no fue el mismo ante un micrófono. Dejó de hablar para empezar a transmitir. Transmitía más que ideas vueltas palabras. Quienes con atención le escucharon posterior a esa fecha, no me dejarán mentir.
Fue un político fuera de lugar en un entorno donde el desprecio por los que hablan es común aunque, habré de decir, no total, generalizado. No dejó que ningún complejo le dominara. Con humildad me enseñó en aquella ocasión, que nunca estaba dispuesto a dejar de aprender.
Nos premió esa misma tarde y se premió a sí mismo.
Si hubiera sido o no el candidato a gobernador años después, no podemos decirlo irresponsablemente. Lo que sí podemos decir es que hubiese sido un extraordinario candidato.
En los días previos a la definición lo tuve frente a mí en la oficina del gobernador. Solos en la pequeña oficina adjunta al Secretario Particular le percibí desanimado. No le dije más que lo que se le puede decir en momentos así a un amigo querido y admirado. Mi gratitud se reflejó en esperanza, en ánimo, en aliento. Lo único que supe después de aquella noche es que su “passat” había volcado en la supercarretera. Fue todo.
Cuando veo o se de Hugo, de Juan de Dios o del Dr. Delfino Aquiles viene a mi mente en un acto reflejo; cuando camino por el llano; cuando tengo noticia del concurso de cada marzo; cuando veo el traje de aquel certamen que aún conservo.
Alguien dijo que los hombres no mueren mientras viven en las mentes de otros hombres y, aún a pesar de ser unos pocos, Aquiles tiene, no solo en nuestras mente, sino en aquel lugar donde, como ahora, no caben y se escapan por los ojos las emociones, la patente de la inmortalidad.
Gracias Aquiles!!!