I
Era un hombre alto, bien parecido, peinando las canas de los 50 años, de movimientos muy estudiados y efectivos, sonrisa fácil, cautivadora, carácter fuerte, un personaje cinematográfico en la política. Conocedor de los hilos secretos del manejo de la imagen en el cine y la televisión, en los sets de la política se sintió a gusto. Tuvo pocos amigos mexicanos, pues siempre ha vivido las contradicciones de su sangre mexicana y norteamericana: nunca perteneció del todo a cualquiera de ellas. En México llegó a cautivar al mundo de la sociedad y a conmocionar al de la política. Así, John Gavin se constituyó en cinco años, sin duda, en el embajador de Estados Unidos en México más famoso y conocido.
Sin experiencia política de primer nivel, amigo personal del presidente Ronald Reagan y de su esposa Nancy, desconocido en el mundo de la diplomacia, Gavin aterrizó aquí y México fue el escenario en el que el ex actor de Hollywood y casi estrella del Broadway neoyorkino encontró el ambiente para debutar y despedirse, cual fugaz estrella, del star system de la alta política y diplomacia de Estados Unidos. Aunque llegó con entusiasmo y se fue decepcionado, Gavin resultó, a la postre, un embajador eficaz para el juego norteamericano en México. Además de lo que le correspondía como representante de la Casa Blanca, Gavin llegó a actuar la embajada de
Estados Unidos en México, se metió en ella y, por sus resultados, su actuación en México fue, sin duda, la mejor de su carrera.
En su estancia en México, Gavin hizo mucho y poco. No contribuyó a aligerar la pesada carga geográfica de las relaciones vecinales, pero en cambio logró introducir a Estados Unidos como factor de poder en México y le encontró un lugar, en el tiempo y el espacio históricos, a la embajada norteamericana en el sistema político mexicano. Vino por su relación con Reagan y se fue porque los vientos políticos en Washington, D.C., cambiaron de rumbo. Aunque a su salida se mostró decepcionado y algo resentido, el gobierno de Estados Unidos comenzó su nueva relación con México a partir de donde la dejó ese hombre que en mayo de 1986 abordó, desconcertado, un avión rumbo a Los Angeles.
II
En su sorpresiva renuncia en abril de 1986, el embajador de Estados Unidos en México desde abril de 1981, John Gavin, fundamentó su retiro en el concepto —muy a la norteamericana— de que su misión estaba cumplida. Aunque el diplomático hablaba en términos de misiones burocráticas, en realidad su comisión —que había tenido bastante de diplomática pero mucho de política— había llegado a su fin. Las pugnas hacia el interior de la comunidad de la política exterior de Washington habían mostrado la fuerza y mando único del secretario de Estado, George Shultz, conseguido a costa de la influencia apagada y hasta aniquilada de otros grupos conservadores norteamericanos.
En 1986, Gavin estaba solo, sin las influencias del pasado. Aunque el presidente Reagan seguía confiando sobremanera en su embajador en tierras mexicanas y le permitía un acceso a la Oficina Oval inusitado para cualquier otro embajador, ocurrió que el mismo kitchen cabinet —gabinete de cocina de la Casa Blanca, el verdadero poder alrededor del presidente— que había evitado la remoción de Gavin en julio de 1985, hacia 1986 se alineó finalmente a la estrategia de Shultz.
El recambio en el poder washingtoniano no alcanzaría nada más a los hombres sino a los estilos. Ocurrió que México estaba resultando demasiado importante para la estrategia de la administración Reagan como para dejarlo sólo en manos del embajador. Comenzado 1986, en medio de la crisis económica de México y de la intervención de los hombres más poderosos de la Casa Blanca —Shultz; el secretario del Tesoro, James Baker; el presidente de la Reserva Federal, Paul Volcker, y el procurador Edwin Meese—, el papel de Gavin en México había sido desplazado a una mera figura decorativa. Y no sólo eso: en algunos círculos del poder estadunidense, la autonomía y desplantes de Gavin eran, sin duda, un obstáculo para una estrategia más global y menos sentimental y arbitraria.
Así las cosas, el tiempo de Gavin había terminado. Podía, en consecuencia, hablar de una “misión cumplida”. Pero ¿cuál fue la misión que vino a cumplir Gavin a México?
III
Todo comenzó en 1947. Gavin tenía entonces 16 años de edad, pero otro hombre, cuyo camino cruzaría pocos años más tarde, ya contaba con 36. En ese año de los primeros de la posguerra, Ronald Wilson Reagan entraría de lleno a las primeras oleadas de la guerra fría.2 Iniciaba sus funciones el comité de actividades antinorteamericanas del senador McCarthy y los intelectuales veían los primeros indicios de la persecución política. En 1946 había comenzado la “cacería de rojos”3 en el ambiente de Hollywood y durante años la persecución sería muy intensa.
Hijo de un “demócrata sentimental”, demócrata él mismo hasta que en 1962 pasó a formar parte del Partido Republicano, miembro de “cuantas organizaciones conocí que garantizaran la salvación del mundo”,5 de quien John Kenneth Galbraith sale “en su defensa como liberal” y de quien dice que fue “más conservador en la teoría que en la práctica” y que fue afecto a “acciones que eran más verbales que prácticas”, Reagan comenzó a escalar una posición política desde que se inició en el cine en 1933 con la película Love is on the air (El amor está en el aire). Fue una larga y nutrida trayectoria para convertir al cine en la realidad del poder a partir del cine como fábrica de sueños.
Ocho años duró Reagan como líder del Screen Actor Guilds (SAG) —Gremio de Actores de Cine—, en dos periodos: de 1947 a 1952 y de 1959 a 1960. En su transcurso, Reagan conforma un sólido equipo de trabajo, un cúmulo de amistades que perdura en la actualidad y una red de alianzas político-cinematográficas que aún ahora revelan su explosividad. No por menos, por ejemplo, las pugnas entre Charlton Heston —el actor liberal que dirigió la SAG de 1965 a 1971— y el actor de TV Ed Asner —famoso por su serie Lou Grant— alrededor del apoyo de la administración Reagan a la contra nicaragüense, tienen vinculaciones con las contiendas políticas que vienen desde que McCarthy persiguió a comunistas, izquierdistas y liberales hasta en los rincones más absurdos de los sets cinematográficos de Hollywood. No por menos, tampoco, Reagan solidificó su relación de amistad —comenzada a través de su segunda esposa, Nancy— con otro actor, galán de cine, joven promesa, de gran personalidad, dirigente de la SAG después de Heston —de 1971 a 1973—, el mexicano-norteamericano John Gavin.
La política fue tejiendo las relaciones entre personajes del cine y la televisión. Ya por ese entonces, las preocupaciones políticas de Reagan ocupaban parte de su vida como actor. En su autobiografía ¿Dónde está el resto de mí?, título de una de sus películas de más éxito, Reagan explicó sus convicciones políticas e ideológicas y cómo las fue aplicando a la par de su carrera de actor, hasta que en los sesentas decidió lanzarse de lleno a la política. No hubo dudas con Reagan. El periodista Robert Lindsey aclara muchas apreciaciones —entre ellas la de Galbraith, quien confiesa que encontró apoyo en Reagan a causas más o menos progresistas—:
“En realidad, Reagan jamás llegó a acercarse tanto al progresismo como algunos miembros de la comunidad de Hollywood que coqueteaban con el comunismo, el socialismo y otras causas izquierdistas. Perteneció (Reagan) durante un breve periodo a una organización llamada Comité Independiente de las Artes, Ciencias y Profesiones de Hollywood, que más tarde fue acusada de encubrir un movimiento comunista y (perteneció también) al Comité de Ex Combatientes Americanos, sospechoso de tener vinculaciones con comunistas. Pero en ambos casos Reagan se separó de dichas organizaciones tan pronto supo de sus orientaciones políticas”.
Reagan llegó a sorprender a sus amigos y seguidores por la firmeza de sus convicciones, mezcla de idealismos sociales con pragmatismos económico-políticos. En esa etapa de endurecimiento ideológico y de descobijamiento de la actividad cinematográfica en California, Reagan consolidó grupos, entre los cuales dos de ellos afianzaron amistad y lealtad: el de Charlton Heston y el de John Gavin. Gavin se incorporó al grupo cuando comenzó a descollar como promesa de cine —allá por 1954—, con más de 20 años de edad. El fortalecimiento de esa alianza le permitió alcanzar la presidencia de la SAG —con el apoyo de Reagan, ex presidente del gremio, y de Heston, presidente saliente entonces y a cuyo comité pertenecía como vicepresidente— en 1971, con 40 años y en medio de nuevas pugnas y purgas macartistas.
Gavin se deslumbró con Reagan. No le tocó nada de la primera presidencia de Reagan en la SAG durante el largo periodo de 1947 a 1952, pero sí se incorporó al grupo durante la segunda administración de Reagan en la SAG en 1959-60. Gavin admiró entonces a Reagan y encontró en él una protección. Reagan, por ese entonces, tenía sobre su cabeza la aureola de luchador anticomunista, informador del FBI sobre actores procomunistas, hombre de convicciones conservadoras y creador de las famosas listas negras de simpatizantes del comunismo en la industria del cine.
Reagan sabía lo que hacía. El 23 de octubre de 1947, un jueves, Reagan —como presidente de la SAG— testificó ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas del Senado. Su testimonio resultó muy comentado entre los actores y le valió el apoyo de unos y el rechazo de otros. De hecho, este testimonio dividió por siempre al sindicato de actores de cine. Gavin, al entrar en el mundo de Hollywood, decidió su participación en el grupo de Reagan a raíz justamente de esa declaración en el Senado. He aquí un resumen de lo más importante del testimonio de Reagan:
“Pregunta: Como miembro de la junta directiva (del SAG), como presidente del Gremio de Actores y como miembro activo, ¿ha notado u observado en algún momento, dentro de la organización, alguna pandilla de comunistas o fascistas que trataran de ejercer influencia sobre el gremio?
“Reagan: Mi testimonio debe de ser similar al del señor George Murphy (líder del SAG de 1944 a 1946) y al del señor Robert Montgomery (líder del SAG de 1935 a 1938 y de 1946 a 1947, antecesor de Reagan). Ha habido un pequeño grupo dentro del Gremio de Actores, el cual se ha opuesto constantemente a la política de la junta del gremio y a los funcionarios del gremio, como evidencia por su voto en varias cuestiones. Esta pequeña pandilla a la que nos referimos, se ha sospechado que siga más o menos las tácticas que nosotros asociamos con el Partido Comunista.
“Pregunta: ¿Se referiría a ellos como una influencia quebrantadora dentro del gremio?
“Reagan: Yo diría que en ocasiones han intentado ser una influencia quebrantadora.
“Pregunta: ¿No tiene usted conocimiento de si alguno de ellos sea miembro del Partido Comunista?
“Reagan: No señor, no tengo ninguna fuerza investigadora ni nada. Yo no sé.
“Pregunta: ¿Le han reportado que ciertos miembros del gremio fueran comunistas?
“Reagan: Sí, señor. He oído diferentes discusiones y algunas se catalogan como comunistas.
“Pregunta: ¿Diría usted que esta pandilla ha intentado dominar al gremio?
“Reagan: Bueno, señor, al intentar sobreponer sus propias perspectivas en varias cuestiones, creo que tendría que decir que nuestro lado también está tratando de dominar, porque nosotros estábamos peleando igual de fuerte para sobreponer nuestros puntos de vista. Y creo que nosotros ganamos por las cifras. El señor Murphy dio las cifras y ellas fueron aproximadamente iguales: un promedio de 90 por ciento o más del gremio de actores votó en favor de esos temas (los de Reagan) y éstos son ya política del gremio.
“Pregunta: Señor Reagan, ha habido un testimonio del hecho de que numerosas organizaciones comunistas han sido establecidas en Hollywood. ¿Le han gestionado alguna vez que ingrese a alguna de esas organizaciones o cualquier otra organización que usted considerara como organización comunista?
“Reagan: He recibido propaganda de una organización llamada Comité para una Política Democrática en el Extremo Oriente. No sé si es comunista o no. Sólo que no me gustaron sus puntos de vista y como resultado no quería tener nada qué ver con ellos”.
Después de narrar una experiencia de una organización que convocó una reunión para recolectar fondos para un hospital y que resultó ser una actividad del Comité de Solidaridad Antifascista de Refugiados, Reagan volvió al interrogatorio.
“Pregunta: ¿Diría usted, por su observación, que eso (el mecanismo para recolectar fondos que después resultan actividades políticas) es típico de las tácticas y estrategias de los comunistas, de solicitar y usar nombres de personas prominentes para ya sea recaudar dinero o ganar apoyo?
“Reagan: Sí, creo que va con sus tácticas, sí señor.
“Pregunta: ¿Considera usted que haya algo democrático en esas tácticas?
“Reagan: No, nada, señor.
“Pregunta: Como presidente del Gremio de Actores, ¿está usted al tanto de la huelga jurisdiccional que hay en Hollywood desde hace tiempo, verdad?
“Reagan: Sí, señor.
“Pregunta: ¿Ha tenido usted alguna conversación con alguno de los representantes de los trabajadores acerca de esta huelga?
“Reagan: Sí, señor.
“Pregunta: ¿Sabe usted si los comunistas han participado alguna vez en esa huelga?
“Reagan: La primera vez que esta palabra, comunista, fue presentada dentro de nuestras reuniones respecto a la huelga, fue en una reunión en Chicago con el señor William Hutchinson, presidente de la Unión de Carpinteros, que estaban en huelga en aquel tiempo. El pidió al Gremio de Actores que presentara términos al señor (Richard) Walsh, y nos dijo que le dijéramos al señor Walsh que si se rendía a esos términos, a cambio sacaría que Sorrel y otros comunistas fueran —lo estoy citando— y así romper la huelga. Quisiera añadir que el señor Walsh y el señor Sorrel estaban a cargo de la huelga por el señor Hutchinson en Hollywood.
“Pregunta: ¿Cuál es su opinión acerca de los pasos que deben tomarse para librar la industria cinematográfica de cualquier influencia comunista?
“Reagan: El 99 por ciento de nosotros estamos al tanto de lo que está pasando y creo que dentro de los límites de nuestros derechos democráticos hemos hecho un buen trabajo en nuestro negocio para mantener restringidas las actividades de estas personas. Después de todo, hay que reconocerlas por el momento como un partido político. Bajo ese fundamento, hemos descubierto sus mentiras cuando nos hemos cruzado con ellas, y definitivamente puedo testificar que en el caso del Gremio de Actores hemos sido eminentemente éxitosos en prevenir que con sus tácticas usuales traten de dominar a una organización mayoritaria con una bien organizada minoría. Al oponer esa gente, lo mejor que se puede hacer es trabajar por la democracia.
“En el Gremio de Actores lo hacemos asegurando a todos un voto y manteniéndolos informados. Creo que como Thomas Jefferson dijo, si toda la gente americana supiera todos los hechos, nunca se equivocaría. Ahora que si el partido debe ser proscrito, eso lo deberá decidir el gobierno. Como ciudadano, yo vacilaría en ver cualquier partido proscrito sólo en las bases de su ideología política. Hemos pasado 170 años en este país sobre la base de que la democracia es lo suficientemente fuerte para mantenerse y luchar contra la incursión de cualquier ideología. Sin embargo, si se ha probado que una organización es agente de una fuerza extranjera —o de alguna manera un partido no legítimo— y creo que el gobierno es capaz de probar eso, entonces eso ya es otro problema.
Para rematar, Reagan afirmó en respuesta al agradecimiento del comité senatorial:
“Detesto, aborrezco su filosofía (de los comunistas), pero más detesto sus tácticas, que son fraudulentas; pero al mismo tiempo, como ciudadano, nunca quiero ver a nuestro país impulsado por miedo o resentimiento de este grupo; que nunca comprometamos ninguno
de nuestros principios democráticos por ese miedo o resentimiento. Aún pienso que la democracia ganará”.
El prestanombres
En función de esta filosofía, Gavin se acercó a Reagan hacia mediados de los cincuenta. En Hollywood ya estaba funcionando la persecución y la traición. El propio Reagan, en su calidad de actor reconocido y luego como presidente del SAG, participó en el macartismo de dos maneras: de una parte, filtrándole al FBI nombres de actores supuestamente vinculados con el comunismo; de otra, elaborando hacia el interior del Gremio de Actores listas negras de actores procomunistas para obligar a directores y productores a no contratar a radicales. Estas actitudes provocaron una grave escisión en la industria del cine e inclinaron a importantes personajes de la industria —como el director Elia Kazan— a denunciar a compañeros y a otros actores —como Charles Chaplin— a emigrar de Estados Unidos.
El estilo fue implantado en tiempos de Reagan, se aflojó un poco con Heston pero volvió por sus fueros con Gavin. Ya Reagan había hecho todo. Según testimonio de un periódico californiano, Reagan colaboró con el FBI en la persecución de actores supuestamente comunistas. Según los testimonios recogidos por dicho periódico, Reagan y su primera esposa Jane Wyman entregaron nombres, pero también —como se refleja en el testimonio presentado ante el Senado— mostró su desacuerdo con el tipo de estilo del Comité de Actividades Antinorteamericanas. Pero aun en este tipo de contradicciones, muchos importantes personajes del cine tuvieron que verse bajo la lupa macartista: la escritora Lilian Helman —compañera del escritor Dashiell Hammet—, Humphrey Bogart, Lauren Bacall, Katherine Hepburn, Gene Kelly, Will Geer, Spencer Tracy y muchos otros involucrados en actividades de solidaridad con la República Española ante el acoso fascista de Francisco Franco.
El problema central se dio cuando esos artistas vieron cerradas las puertas del empleo en Hollywood si no renunciaban, se arropentían o dejaban sus actividades políticas. Algunos de ellos aceptaron las reglas del juego y otros —como se refleja con precisión en la película de Woody Allen titulada El prestanombres— tuvieron que escribir cine bajo seudónimo. Esta persecución rompió, también, con el intento de una importante generación de hombres y mujeres de cine que buscaban nuevos caminos, más realistas, para la industria.
Un ambiente de miedo —y no precisamente el que quería evitar Reagan, según su testimonio— se apoderó del cine norteamericano. Muchos actores se vieron obligados a jurar que nunca habían sido miembros del Partido Comunista y otros perdieron sus empleos por estar incluidos en las listas negras manejadas y controladas por el Gremio de Actores. Hubo casos de histeria como el de la actriz bailarina Ginger Rogers —la pareja del bailarín Fred Astaire— y su mamá, que testificaron que todo el mundo del cine era comunista. Los diri-gentes del SAG, según testimonios de algunos de sus miembros, con-tribuyeron a la persecución, en lugar de proteger a los actores.
Esos tiempos y esos ambientes solidifican alianzas y definen perfiles. Según la escritora Kim Fellner, quien fue jefa de prensa del SAG durante la gestión del perseguido Ed Asner, Reagan desarrolló su ideología anticomunista durante su reinado en el Gremio de Actores. Inclusive, algunos analistas del The New York Times recogieron evidencias de que la política conservadora de Reagan como presidente de EU tiene vinculaciones con su gestión como líder de los actores. “Los encuentros remotos de Reagan con la izquierda parecen ser la clave de su política de ayuda a la contra”, señala el periodista Bernard Weinraub.
En su crónica, el periodista norteamericano refiere citas. Stuart K. Spencer, asesor de Reagan hace tiempo, dijo del presidente: “La semilla de sus sentimientos acerca del comunismo comenzaron cuando cortó algunas de sus acciones (del comunismo) en el Gremio de los Actores”. “En su tiempo libre (Reagan) desarrolló un fuerte sentimiento acerca de la amenaza del comunismo en nuestro sistema de vida”. Asimismo, en el mismo despacho, se consigna que Reagan le dijo entonces a la columnista cinematográfica Hedda Hopper: “la tiranía es tiranía, y ya sea que venga de la derecha, izquierda o centro, es maligna”.
Los grupos y las alianzas perviven hasta la actualidad. Inclusive, el SAG se ha visto sacudido ahora por los viejos resabios de las luchas políticas del pasado, al grado de que el liberal Charlton Heston se mostró radicalmente conservador y reaganiano. Heston se enfrentó al liberal Ed Asner para boicotear la candidatura de éste a la presidencia del SAG en 1981. Más tarde, Heston enderezó sus ataques contra colaboradores de Asner porque el SAG se había negado a entregarle al presidente Reagan, en el primer año de su mandato, un reconocimiento y un premio de los actores. Pero el consejo directivo del gremio se negó a ello porque en esos días precisamente el presidente Reagan acababa de darle sepultura al sindicato de controladores aéreos de EU.
Pero la estatuilla de reconocimiento al trabajo sobresaliente de Reagan, que Heston estaba promoviendo, tenía mar de fondo. Meses después se radicalizó la pugna entre los actores debido a la política del presidente Reagan en Centroamérica. Ed Asner cuestionó duramente el intervencionismo norteamericano en la región. Los ataques arreciaron contra Asner, que ya durante la gestión de Reagan, Heston y Gavin en el SAG, había estado en las listas negras. Años más tarde, en plena presidencia de Reagan, los actores se aliaron a grupos ultraderechistas del Senado —como el del senador Jesse Helms, amigo muy cercano y protector de John Gavin como embajador en México— para pedir una condena contra Asner. Pero no todo terminó ahí: acicateados por actores y políticos, algunas cartas llegaron al consejo directivo de la cadena de TV CBS para exigirle la terminación del programa Lou Grant que conducía Asner. El programa terminó: los dueños de la estación alegaron bajo rating.
Gavin adquirió fuerza y presencia política en ese ambiente y con ese grupo. Con el apoyo de Reagan y Heston llegó Gavin a la presidencia del SAG en noviembre de 1971, para un periodo de dos años. Detrás de esa elección había una más o menos equilibrada carrera cinematográfica, nada espectacular, pero una consistente línea de ascenso político. Su vinculación a Reagan —por aquel entonces gobernador de California— le sirvió bastante y su carácter arrogante le hizo muchos enemigos. Por ese entonces ya estaba vinculado a la OEA y había participado en la formación de algunos grupos o comités de buena voluntad con hispanos y otras minorías. También se había mostrado como buen empresario pues para comienzos de los setenta había logrado crear algunas empresas vinculadas indirectamente con el cine y comenzaba ya su intervención en el negocio inmobiliario.
Como actor, su carrera quedó en “promesa”. Las críticas a sus principales películas destacaban a un actor en ascenso, pero nada más. Participó en varías: Quantz, Psicosis de Hitchkock, Millie, Es-partaco y Pedro Páramo. Fue estrella de la serie de televisión Convoy. Gavin actuó al lado de estrellas como Lana Turner, Susan Hayward, Doris Day, Sandra Dee, Sofía Loren, Janet Leigh, Dorothy Malone, entre otras. Estuvo contratado en exclusiva por la importante productora Estudios Universal durante muchos años.
Paralelamente a su vida cinematográfica —40 películas; pocas han sobrevivido al tiempo—, Gavin tuvo una vida conflictiva. Su carácter soberbio y explosivo lo llevó a tener fricciones con otras figuras del espectáculo. Paralelamente a sus estudios de diplomacia en la Universidad de Stanford —que son destacados por el periódico Los Angeles Times—, Gavin se divorció a petición de su esposa14 a mediados de los sesenta, bajo el cargo de “extrema crueldad”. Con su primera esposa, Cicely, tuvo dos hijas. Posteriormente se casó con Constance Towers, una mujer vinculada a la TV. En la actualidad, Constance Gavin, que usa su apellido de soltera, conduce un programa de televisión en Los Angeles.
Su relación con la prensa —por aquellos años— fue la misma que tuvo en su carrera política: llena de fricciones, rencillas, reclamaciones y pleitos. A mediados de los setenta —hecho que Gavin suele contar con profusión y orgullo—, el actor le ganó una demanda judicial al editor Jay Berstein y logró que la columnista Joyce Haber fuera despedida de un diario de Los Ángeles, además de recibir 280 mil dólares como indemnización. La columnista había publicado que Gavin estaba enredado con Dollie Cole, esposa del presidente de la General Motors. Aunque Gavin ganó, por el escándalo, el Bank of America lo despidió como creador de publicidad en donde realizaba proyectos especiales.
Con este historial y sin presencia real entre el gremio de los actores, Gavin se lanzó a la presidencia del SAG en 1971. Heston dejaba la presidencia del gremio y Gavin, amigo de Heston y vicepresidente del SAG, con el apoyo del gobernador californiano Ronald Reagan, se propuso para sucederlo. Pero se encontró con resistencia. Por primera vez en la historia del SAG, no hubo solamente un candidato. Gavin dividió al gremio y propició la aparición de la candidatura de Bert Freed. Hubo golpes y violencia y se dieron las elecciones más peleadas en 38 años de existencia del gremio. Gavin era el vicepresidente del consejo directivo encabezado por Heston y resultó, así, el candidato oficial de un comité de selección que después fue repudiado. Aunque Heston quiso parecer neutral, al final de cuentas estuvo al lado de Gavin.
Gavin ganó 6 mil 407 votos, contra 3 mil 237 de Freed, en un padrón de 20 mil afiliados. El abstencionismo fue producto de la violencia en las campañas y el apoliticismo derivado de la persecución macartista entre la familia cinematográfica. Comenzó su gestión de manera oficiosa, ensalzando los años de Heston. Y terminó su presidencia, dos años después, sin pena ni gloria. La revista conmemorativa de los primeros 50 años del SAG apenas le dedicó algunas líneas sin mayor interés. Lo más destacado fue que Gavin inició el periodo de dos años consecutivos de dirigencia. Logró algunos apoyos del gobierno republicano de Richard Nixon para la industria del cine y luchó contra las minorías étnicas dentro del gremio de los actores que querían igualdad de derechos en el empleo.
En el fondo de su gestión, la lucha macartista volvió a surgir. Gavin se mostró duro en este punto, al grado de que la sucesión en el SAG en 1973 la perdió Gavin —quería reelegirse— de todas todas y la elección del siguiente dirigente se logró en medio de un delicado contexto de lucha política. Informaciones publicadas a mediados de 197317 indicaron que la gestión de Gavin ahondó la polarización ideológica en el gremio, hecho que se manifestó a plenitud en las selecciones para el cambio de mesa directiva. Contra Gavin compitió el actor Dennis Weaver, famoso por su caracterización en televisión del policía McClaud.
Las elecciones se tornaron políticas. Los votos a favor de Weaver se tomaron como de repudio a la larga gestión de Gavin y a la forma en que el comité de selección del SAG escogía a los presidentes del organismo. Weaver le revirtió a Gavin su triunfo de 1971 y logró 6 mil 785 votos, contra 2 mil 628 para Gavin. El actor norteamericano de origen mexicano pasó al olvido.
IV
Retirado a medias del cine, Gavin optó por la empresa y los negocios, refugio luego de derrotas políticas. Filmó comerciales, invirtió en México y Estados Unidos, se relacionó con otros empresarios, creó una empresa productora de documentales, se inclinó por el teatro y se fue a Nueva York a probar fortuna en Broadway.
De este interinato hay algunos hechos interesantes. Se ligó a la OEA, sus estudios en la Universidad de Stanford le abren algunas puertas de la cultura y la política. Su empresa Gama Productions se dedicó a filmar en lugares apartados de las selvas y montañas de América Latina para la producción de comerciales, pero ninguno terminado se conoce hasta ahora.
Hacia principios de 1981, Gavin decidió participar en la comedia musical titulada Can Can, su primera incursión en el baile y el canto. En México era ya popular por su comercial de Bacardí y la “prueba del añejo”, y estaba relacionado con algunos grupos empresariales en coinversiones; destaca su amistad y sociedad con la familia O’Farrill, copropietaria de los periódicos Novedades y The News y propietaria del consorcio Televisa. Cuando se encontraba ensayando uno de sus bailes, recibió una llamada de Washington.
V
El desembarco de John Gavin en México no fue gratuito ni solamente una muestra de amistad del presidente Reagan. En el fondo había, y Gavin lo confirmaría en el anuncio de su renuncia cinco años después, una misión que cumplir, una tarea concreta: propiciar y permitir la asimilación de México, de manera integral, al gran juego norteamericano, sin concesiones. Por primera vez en muchos años, Estados Unidos sabía exactamente lo que deseaba de México y se disponía a usar a la embajada en ese país y desde luego a su embajador como la punta de lanza y el mecanismo para esos propósitos. Detrás de la careta de alianzas y compromisos, de caminos comunes y fatalidades geográficas, el verdadero rostro del Pigmalión asomaba desde las primeras lecciones.
Dos misiones venía a cumplir Gavin o una misión dividida en dos partes: de una lado, aquella que le asignaron los organismos de inteligencia, seguridad nacional y política exterior de la recién estrenada administración Reagan, destinada a asimilar a México para el frente político e ideológico de Estados Unidos; del otro lado, como un trágico personaje rulfiano, el regreso a casa de esa especie de Tío Tom de los chicanos, satisfecho con el nuevo mundo descubierto e imposibilitado de romper amarras completamente con el pasado histórico.
¿Qué quería la administración Reagan de México?
Sustentada en la recuperación del poderío y hegemonía norteamericana y de cara al enfoque de los problemas regionales como expresión de la pugna Este-Oeste, la Casa Blanca tenía claros sus propósitos sobre México. El Comité de Santa Fe, organismo académico y de seguridad nacional encargado de la definición de las relaciones interamericanas, concluyó que México debería ser la “más alta prioridad para la próxima administración”, la de Reagan. El enfoque de este organismo, cuyos redactores en su mayoría han sido designados embajadores de Estados Unidos en América Latina, no podía ser otro sino el siguiente: “el continente americano se encuentra bajo ataque. América Latina, la compañera y aliada tradicional de Estados Unidos, está siendo penetrada por el poder soviético. La cuenca del Caribe está poblada por apoderados soviéticos y delimitada por estados socialistas”. Estados Unidos tenía, en consecuencia, que revertir esta situación.
Después del rumbo errático de la administración Carter, Reagan se dio para sí la tarea de devolverle a Estados Unidos el liderazgo mundial.
Los estrategas norteamericanos habían decidido ponerle fin a la doctrina Carter, definida en el discurso de Notre Dame de 1977, en el sentido de que Estados Unidos “había superado el temor desproporcionado al comunismo”. Reagan volvió a colocarle al comunismo el mismo papel de enemigo de EU y lo usó como etiqueta adherible a los conflictos regionales en donde la hegemonía norteamericana estaba siendo cuestionada y debilitada. Para reafirmar el papel de México en esta estrategia, Roger Fontaine, redactor del Documento de Santa Fe, luego miembro del Consejo Nacional de Seguridad con Reagan y posteriormente asesor de la Casa Blanca, delineó el objetivo de la administración Reagan en dos partes: de un lado, los problemas propios de México como promotores de la desestabilización que podría cruzar la frontera; de otro, el papel de México en los conflictos regionales. Este esquema sería retomado por Constantine Menges, miembro del equipo de transición por parte de Reagan y posteriormente responsable de asuntos latinoamericanos del Consejo Nacional de Seguridad, en un trabajo que después se asimiló como columna vertebral de las tareas interamericanas de ese organismo. Menges señaló que la inestabilidad centroamericana podría encontrar en los problemas económicos de México el elemento ideal para desestabilizar la región y colarse hacia Estados Unidos.
Reagan también tenía claro el interés de EU en México. En un discurso pronunciado en Chicago durante su campaña, línea de acción refrendada en la convención republicana de Dallas en agosto de 1984 para su nominación para un segundo mandato, Reagan aclaró su preocupación por México: “¿debemos dejar que Granada, Nicaragua, El Salvador, todos se transformen en nuevas Cubas, nuevos puestos de avanzada para las brigadas de combate soviéticas? ¿Será el próximo paso del eje Moscú-La Habana dirigirse hacia el norte a Guatemala y de ahí a México y al sur a Costa Rica y Panamá?”.
Definido el esquema, los nuevos enfoques de EU acerca de Mé-xico deberían tener un instrumentador o mecanismo eficaz, aceitado, suficientemente apoyado por la Casa Blanca. En su reporte, el Comité de Santa Fe recogía los problemas de la administración Carter cuando designó, además del embajador regular, a un embajador especial para asuntos mexicanos, Julián Nava y Robert Krueger, respectivamente. En su propuesta número 3, el Comité de Santa Fé señalaba: “se debería eliminar la embajada especial para asuntos mexicanos, y el embajador de Estados Unidos en México debería ser el jefe de la delegación en las negociaciones”.
Roger Fontaine, quien resultó ser el hombre clave en la definición de tareas de Estados Unidos en su relación con México, también tocó este asunto. En una entrevista con el The Miami Herald, Fontaine dijo: “me agradaría que el nuevo embajador norteamericano en México tuviera muchos vínculos y una buena relación personal con Reagan, para que se realicen las cosas con mayor rapidez que hasta ahora”.
Del otro lado de la moneda, otra misión parecía esclarecerse. No pocos analistas vieron en el desembarco de Gavin un simbolismo rulfiano. Como el personaje clave de la única novela de Rulfo
—“Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”—, Gavin realizaba un retorno a la tierra de su origen que él había dejado hacía tiempo cuando aprovechó la nacionalidad de su padre para convertirse en norteamericano. En este punto habría que incluir la evaluación del por qué de ese sentimiento de Gavin de parecer más estadunidense que otros y de no dejar que la parte mexicana de su sangre —por parte de su madre, la señora Delia Pablos Cruz— gobernara sus sentimientos.
Gavin conoció México como ningún otro embajador con sangre mexicana. Joseph John Jova hablaba español pero estaba lejos de México. Julián Nava vivía desde hacía tiempo en Los Angeles y sólo mantenía alguna relación con el pequeño poblado de Zacatecas de donde eran sus padres, pero sin relacionarse con otras zonas del país. Gavin no. Además de su nacimiento y de su sangre materna, Gavin tenía negocios y muchas amistades y relaciones en México. Conocía perfectamente la zona norte del país, cuando viajaba de Los Angeles al Valle del Yaqui durante las vacaciones escolares.
Pero John Gavin albergó siempre una especie de resentimiento hacia México. Algunos la acreditaban a haber sufrido su familia materna la expropiación de tierras en tiempos de Cárdenas y otros consideraban que influyó en el ex actor la militancia conservadora de algunos miembros de la familia Pablos en Sonora,30 en donde un primo, Germán Pablos, era miembro del ayuntamiento de Ciudad Obregón en 1983 y militante del Partido Acción Nacional. El caso fue que siempre dominó en Gavin la sangre paterna, sin que pudiera desaparecer la materna. Ello se reflejó en el tradicional complejo de superioridad del ex diplomático, lo mismo frente a norteamericanos que a mexicanos. Si su nombre y su origen, su dominio perfecto del español y sus relaciones familiares quisieron aprovecharse en su nombramiento de embajador, al final resultó que Gavin nunca pudo convencer a los mexicanos por ser norteamericano ni terminó de convencer a ciertos grupos norteamericanos que lo veían como un diplomático con sangre mexicana.
La familia materna de Gavin, su madre Delia Pablos Cruz, viene de Cocorit, Sonora. La paterna se asienta en Los Angeles a través de su padre Ray Galenor, quien abandonó a su familia hace tiempo. Gavin se desenvolvió en California, aunque le gustaba ir a Valle del Yaqui durante las vacaciones escolares. Nacido en 1931, se detecta su presencia pública dos decenios después. Una nota periodística de Pat Ovinn, publicada a raíz de su nominación como embajador, recuerda al actor:
“En otoño de 1954, como graduado de Balboa High School en Canal Zone y sirviendo como coronel honorario del Balboa High School marchó en revista el comandante del XV distrito naval y fue agasajado por sus compañeras de clase, quienes tenían el hábito de desfallecer enfrente de Jack Galenor, asistente de un almirante de la Armada. Años más tarde, en una fiesta en Malibú hecha por un amigo panameño a sus amigos del cine de California, fui presentado nuevamente a Galenor, quien se había convertido en el actor de cine John Gavin. Jack o John fue oficial de inteligencia naval”.
Ya en el cine Gavin se preocupó por su preparación. Columnistas de espectáculos amigas del actor destacaban esta faceta. Una nota de Hedda Hopper especuló acerca de los intereses extracinematográficos del “talentoso John Gavin”, que se niega a seguir siendo figura del star system. O al menos no desea sólo eso. Así, Hedda Hopper señaló que mientras Gavin filmaba la película A time to love and a time to die —Un tiempo para amar y un tiempo para morir—, continuaba su preparación para ser abogado y diplomático de carrera. Gavin estudió historia de América Latina en la prestigiosa Universidad de Stanford, en California.
Gavin se preocupó por un tema: la historia de América Latina. E hizo mucho para hacer valer su título. Una vez, ya como embajador de Estados Unidos en México, el periódico The Washington Post publicó una información de su corresponsal en México referente a Gavin y lo caracterizó como “un ex actor”. Gavin se enfureció y le reclamó al corresponsal esa ligereza, mostrándole sus papeles de la Universidad de Stanford que le acreditaban estudios diplomáticos.
Eso sí, se sentía un predestinado. Gavin recuerda con viveza su graduación en Stanford y el discurso de Wallace Sterling en aquella ceremonia. El presidente de los graduados de Stanford dijo de Gavin en términos llanos: “usted vencerá al mundo, pero no logrará dominar la música”. Perseverante, Gavin también logró hacer algo más con la música que tararearla: bailar. De no haber sido por su nombramiento de embajador en marzo de 1981, habría logrado poner en escena la obra musical Can Can, que algunos críticos de Broadway no la veían con malos ojos. No desde luego como los triunfos similares a A chorus line o Cats, pero sí un triunfo importante para la carrera de un actor retirado de Hollywood y ya entrado en años.
Con estas contradicciones personales y envuelto en una tarea específica de la administración Reagan, John Galenor Pablos conocido en el cine como John Gavin fue designado embajador de Estados Unidos en México. Pero empezó mal, un poco por su propio carácter explosivo y arrogante y otro poco por la forma —para muchos consciente— en que se anunció el nombramiento. Para empezar, la Casa Blanca filtró la información —algo similar a la manera en que en México se conoció del nombramiento de Charles J. Pilliod como sucesor de Gavin— a la prensa norteamericana aún antes de obtener el beneplácito del gobierno de México y justamente unos días previos a la entrevista entre el entonces presidente mexicano José López Portillo con el presidente Reagan.
Oficialmente Gavin fue nombrado el 25 de marzo de 1981. En México no se tomó con especial afecto el nombramiento, no porque se conociera a Gavin sino porque enviaban como embajador a un actor venido a menos, protagonista de un comercial de Bacardí y sin experiencia diplomática. Algunos comentarios puntillosos de periodistas mexicanos sugirieron al gobierno mexicano nombrar a Cantinflas como embajador de México en Washington y otros pidieron mejor la designación de la Mujer Maravilla como embajadora estadunidense. Al manejarse estos comentarios en la prensa californiana, Los Angeles Times recibió bastantes cartas de protesta por la falta de respeto — así lo consignaron— con un embajador designado de EU.
¿Cómo un hombre sin carrera política, pero amigo del presidente, llegó a la embajada de Estados Unidos en México? Desde tiempos de Luis Echeverría, la embajada se convirtió en un lugar estratégico del gobierno de Estados Unidos. Los presidentes Nixon, Ford y Carter cometieron algunos errores en esa posición, pero no por mala fé sino por no encontrar el camino y el hombre adecuado para acercarse a México. Los últimos embajadores —Jova, Patrick Lucey y Julián Nava— llegaron con instrucciones precisas de tratar a México con cuidado, presionando pero sin romper las reglas del juego ni aumentar el sentimiento antinorteamericano de los mexicanos. Todos intervinieron en política interna, pero de manera subterránea.
Gavin no. Curiosamente, en la línea de intereses de la administración Reagan de desestabilizar públicamente la relación con México para imponer criterios y alianzas, Gavin fue el hombre ideal. Desde la misma designación creó problemas. No fue sólo el hecho de filtrarla a la prensa y darla por segura sin el beneplácito del gobierno mexicano, sino por la forma en que se instrumentó esa decisión. Y así, desde el principio Gavin desembarcó en México envuelto en el escándalo.
Un columnista de El Universal, Jaime Castrejón Diez, escribió, al conocerse la designación, que era un caso de “sadismo político”. Propuso enviar de embajador mexicano al Indio Fernández, a Isela Vega o a Irma Serrano. Otro columnista, Manuel Buendía en Excélsior se preguntó: “¿qué podemos hacer? ¿Aceptar un juego de sarcasmos y enviar a Barrios Gómez como embajador de López Portillo a Washington?”.
La polémica llegó con Gavin. Inclusive algún ex embajador de EU en México habló con distancia de Gavin como de un “político sin carrera”. Otros grupos hispanos conocieron a Gavin como un latino incómodo, prepotente, arrogante y vanidoso. Apenas conocida su designación, Excelsior desempolvó algunas declaraciones suyas de un año atrás y las publicó sin aclarar procedencia ni fecha. Eran opiniones contra el ejido y duras críticas contra México. Gavin se enojó y tronó contra la prensa mexicana: fue la primera vez. Como ayuda, el calmado embajador Julián Nava tuvo que salir en defensa de Gavin: “creo que no es justo formarse una opinión sobre él basándose en su carrera de actor o en un discurso pronunciado un año atrás, en circunstancias muy especiales ante un grupo de californianos”.
Pero Gavin estaba seleccionado. O designado. De hecho, Reagan no acudió al estilo de Carter o de otros presidentes de buscar a la persona idónea por su experiencia o conocimientos o quizá estos elementos estaban en la personalidad de su amigo Gavin, en la apreciación de Reagan. Carter tenía un comité de once personas de su equipo para seleccionar a los candidatos a embajadores en los 12 países que le interesan sobremanera a Estados Unidos: México, Canadá, Japón, España, Brasil, URSS, Gran Bretaña, Francia y otros. Este comité estudiaba la historia de los embajadores. Julián Nava no era amigo de Carter pero fue recomendado por alguien. Le avisaron y aceptó. Cuando Nava no pudo con el asunto y la antipatía personal entre Carter y López Portillo determinó el tono de las relaciones, ese mismo comité designó a un embajador especial, Robert Krueger.
Reagan tenía otras ideas. Y Gavin cuajó en ellas. La Casa Blanca no pudo desentenderse de los conflictos por el nombramiento. Inclusive,39 en Washington se comentó el incidente ocurrido en el Senado de Estados Unidos en la ceremonia de investidura de Gavin. Arnoldo Torres, de la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos, expresó públicamente sus dudas acerca de la experiencia diplomática del ex actor. Pero, según una periodista de Unomásuno, Gavin se fue sin oírlo; con su esposa Constance del brazo, abandonó la sala dejando a Torres con la palabra en la boca.
El itinerario de su confirmación fue accidentado. Al comparecer en el Senado —en donde curiosamente el senador ultraderechista Jesse Helms no votó a favor, aunque luego lo cooptaría como uno de “sus hombres”—, Gavin se mostró serio. Dejó los chistes y las poses para otra ocasión, eludió las preguntas controversiales que pudieran ensombrecer su nominación. El único chiste que se permitió no hizo reír a casi nadie: “cuando el Comité de Relaciones Exteriores me preguntó mi curriculum, les contesté: tengo por lo menos 40 películas para enseñarles, que pueden probar que yo no era un actor”.
Una vez confirmado, arribó a México y presentó sus cartas credenciales el 6 de junio. Doce días después, el 18, convocó a una conferencia con la prensa extranjera y se mostró muy crítico respecto a México. Los temas de esa conferencia se filtraron a la prensa nacional y ahí comenzó su primera fricción con los corresponsales extranjeros: no volvió a convocarlos en numerosas oportunidades y “los castigó” un tiempo. Los corresponsales, a su vez, comenzaron a lidiar con un embajador incómodo, que trataba de manera violenta a la prensa estadunidense.
Ya habían habido algunas fricciones, aunque de ellas salió Gavin, no muy elegantemente, pero salió. En julio de 198140 el camarógrafo Dave Smith acusó a Gavin de agresión en San Diego. Gavin se disculpó: “me sentía mal y quería ir al baño; por eso empujé a Dave Smith”. Pese a la disculpa, el camarógrafo se quedó con la sensación de que el embajador Gavin sí lo había agredido.
Así, resultó que la forma de arribo de Gavin a México fue, al final de cuentas, la manera en que se comportó en sus cinco años de gestión. ¿Era esa su misión? ¿Convenía a Estados Unidos mantener una relación tensa, plagada de fricciones, roces y malos entendidos, acicateada por el embajador? El caso fue que, en realidad, Gavin vino a México a introducir debates, a abrir polémicas que la prudencia política de otros embajadores habían decidido mantener cerradas, a colocarse como una cuña política bastante incómoda. Su inexperiencia diplomática se convirtió, a la postre, en la virtud de una gestión signada por el nerviosismo y las rozaduras. Como embajador, Gavin fue arrogante, temerario, ligero, sonriente, seductor, todo al mismo tiempo.
Su antecesor había definido con claridad el papel de los embajadores: “es muy difícil ser embajador estadunidense en México, por la historia de los dos pueblos y porque, como historiador lo digo abiertamente, México ha sufrido mucho en las manos de mi patria. Un embajador que no conozca ni entienda estas cosas, yo creo que no puede funcionar bien”, dijo Julián Nava poco antes de irse de regreso a Los Angeles. Pero Gavin fue precisamente lo contrario. Inclusive, resultó bastante provocador en el tema de las relaciones históricas y llegó a remover viejas heridas y a culpar a los mexicanos de la pérdida de su territorio. “Las ocasionales malas relaciones entre México y Estados Unidos se deben a la creencia de algunos mexicanos de que Estados Unidos les robó California. Resulta difícil explicarles que de todas maneras hubieran perdido ese territorio”.
Pero ése era su papel. Y Gavin lo festinaba. Inclusive en varias ocasiones llegó a involucrar al propio presidente Reagan en su estrategia. A finales de 1984, Gavin dijo que le había comentado a Reagan los ataques, cuestionamientos y críticas de grupos mexicanos al embajador norteamericano. “Yo le confié esto a mi presidente y él me dijo que si estos elementos, estas bandas (de la izquierda mexicana), no hacían eso una vez al mes (atacar al embajador norteamericano), entonces yo no estaba haciendo mi papel”. Con base en este razonamiento, Gavin se metió en todo y con todos.
No era la primera vez, es cierto, que un embajador norteamericano en México intervenía en política mexicana. Un ex embajador confió al reportero que todos los embajadores de EU se reúnen con las fuerzas políticas del gobierno y de la oposición de derecha, “pero de manera discreta para no provocar incidentes ni herir susceptibilidades”. Pero Gavin fue más allá. Inclusive, algunos sectores políticos en Washington creen que en los círculos conservadores de la Casa Blanca alentaban a Gavin a seguir por ese camino, como si quisieran reacciones airadas de sectores mexicanos contra Estados Unidos y su embajador.
Gavin, de hecho, le dio a la embajada de Estados Unidos en México un rango diferente, más visible y activo. Tradicionalmente la embajada de EU ha sido considerada un territorio aparte y los embajadores han recibido un tratamiento especial del gobierno mexicano. Aunque han surgido algunas fricciones en el pasado, éstas nunca alcanzaron el tono de las ocurridas con Gavin. La más delicada y polémica fue la del embajador Robert McBride que en 1972 estimuló a los sectores empresariales —principalmente los bancarios encabezados por Agustín F. Legorreta, dueño de Banamex— contra la Ley de Inversiones Extranjeras que pensaba promover Echeverría. En un discurso pronunciado en Acapulco, McBride pidió la aclaración de las “reglas del juego en esa materia”. Aunque el embajador hablaba en nombre de potenciales inversionistas norteamericanos que no querían verse controlados por el gobierno ni reducidas sus participaciones al 49 por ciento del capital, al final de cuentas esa apreciación fue aprovechada por empresarios locales que intentaron detener la legislación en la materia. Nada pudieron hacer, a la postre, porque en 1973 se aprobó la ley.
Pero el daño estaba hecho. Poco después arribó a México otro embajador, Joseph John Jova, que siempre cargó con el estigma de ser considerado agente de la CIA. Muchas veces se le descubrió por el sureste del país, en las zonas indígenas, pero Jova fue cuidadoso en sus expresiones y nunca polemizó ni se vanaglorió de reunirse con la oposición. Patrick Lucey pasó sin muchas trabas y Julián Nava tuvo que ser auxiliado por un embajador especial de la Casa Blanca para asuntos mexicanos, creando un dragón de dos cabezas que aumentó la confusión.
De por sí, la embajada ha jugado un papel delicado en México. Cada vez que un embajador intervenía en política, analistas y comentaristas sacaban a relucir el triste papel de Joel Poinsett a mediados del siglo pasado y de Henry Lane Wilson que azuzó al general Victoriano Huerta a dar el golpe de Estado contra Madero y Pino Suárez. Sin embargo, con el tiempo, la embajada de Estados Unidos en México ha ido introduciéndose en las antesalas y sótanos del sistema político mexicano hasta fundirse un poco en él.
Entre Wilson y Gavin, la embajada de Estados Unidos en México ha intentado participar en política. Más fuertemente en los tiempos en que Estados Unidos forjó la guerra fría y lanzó sus dos pinzas sobre los demás países —la embajada de un lado y la CIA de otro—. Según testimonios de diferentes fuentes de información, la embajada de EU en México ha jugado papeles claves en momentos críticos de la historia contemporánea del país:
En 1929, el embajador Dwight D. Morrow, amigo personal del presidente norteamericano Coolidge, llegó a intervenir e influir en los años clave del régimen de Plutarco Elías Calles. Morrow se reunió con la oposición vasconcelista, articuló a la iglesia, pero luego comprendió el juego y el interés de Estados Unidos y se alió a Elías Calles. Así, Estados Unidos le otorgó el reconocimiento del triunfo electoral de 1929 a Pascual Ortiz Rubio.
En 1938, una fotografía registró la presencia del embajador norteamericano Josepheus Daniels en la ceremonia de lectura del decreto de expropiación del petróleo. Aunque los conflictos posteriores por la nacionalización se registraron con las compañías inglesas, algunas norteamericanas insistieron en llegar al pleito con México. Sin embargo, el gobierno estadunidense no presionó demasiado a México, un poco porque los tiempos de guerra requerían de alianzas y otro porque funcionó el trabajo de Daniels, quien llegó a México como ayudante de Morrow y aprendió de él las virtudes de la diplomacia.
En tiempos de Adolfo López Mateos y Díaz Ordaz, la embajada de EU sirvió de cobertura para planes de vigilancia de la izquierda en México y para reforzar los mecanismos de la alianza occidental. El enemigo era Cuba. El espía E. Howard Hunt, quien fue uno de los principales “plomeros” de Nixon que asaltaron el cuartel general del Partido Demócrata en 1972, cuenta que estuvo comisionado en México como miembro de la estación de la CIA y con cobertura diplomática combatió a la izquierda y fabricó incidentes internos que afectaron la política exterior de México.
A principios de los años sesenta, la embajada de EU en México fue la fuente de un complicado sistema de desinformación acerca de la personalidad de políticos mexicanos. En un ensayo, el escritor Carlos Fuentes recogió una declaración del general Lázaro Cárdenas en la que se descubrió el activismo de la embajada en ataques contra instituciones políticas mexicanas y se detectó a la representación diplomática detrás de la opinión de sectores conservadores de la Iglesia —lo que vino a hacer Gavin en forma descubierta—: “— En esta gira hemos visto que muchas de las campañas contra Cuba son lanzadas desde los pulpitos—, pregunta Fuentes—. Cárdenas responde: — El clero mexicano no debe intervenir en política, y menos aún utilizar el pulpito para fomentar una campaña anticomunista que es manejada desde la embajada de Estados Unidos”.
En 1968, la embajada de EU en México le dio al agente de la CIA Phillipe Agee la cobertura necesaria para infiltrarlo en el Comité Organizador de las Olimpiadas. Desde ahí, Agee desarrolló labores de desestabilización y de espionaje para la embajada.
Con Echeverría, López Portillo y De la Madrid, la embajada de EU en México aumentó su activismo.
Los hechos no son gratuitos. Estados Unidos aumentó paulatinamente su caracterización de México como lugar clave de su seguridad nacional. Pero más aún, por efecto del avance político de la derecha mexicana y de la búsqueda de aliados y padrinos, la embajada norteamericana se ha convertido en parte importante del sistema político mexicano. En 1972,Daniel Cosío Villegas, apenas esbozaba el papel de EU y de la embajada en México. Como su propósito se centraba en las tres piezas claves del sistema político mexicano —el presidente, el PRI y el avance económico—, Cosío Villegas apenas le prestó atención a Estados Unidos.
Sin embargo, poco más de dos lustros después, la embajada aumentó su presencia. En un ensayo acerca de la evolución política de México en el periodo 1940-1984,50, el politólogo Héctor Aguilar Camín hacía un nuevo diagnóstico del sistema político mexicano y rebasaba el reducido esquema de Cosío Villegas. Aguilar Camín detectó ahora trece actores del sistema político de México, con dos más “cuya persistente ausencia en los análisis de la política mexicana sólo es comparable a su gravitación decisiva sobre ella: el ejército y la embajada norteamericana”. Redactado en el tono de notas para un libro que debiera escribirse sobre el sistema político mexicano, Aguilar Camín perfila el papel de la embajada norteamericana en México:
“El otro desparecido habitual de los análisis políticos, pese a la evidencia histórica de su participación activa y a menudo intervencionista en los asuntos de México, es la embajada norteamericana. Entre 1940 y 1984, las relaciones de México con Estados Unidos han cruzado por varias fases cuyos extremos son el acuerdo para la guerra de los años cuarenta y cincuenta —la guerra caliente y la guerra fría—, el tercermundismo echeverrista de los setenta y la política exterior activa iniciada por José López Portillo de cara al conflicto centroamericano que hoy se recoge con mayor moderación pero similar eficacia en las gestiones del Grupo de Contadora que encauza una negociación política al borde de la guerra Centroaméricana atizada por el reaganismo.
“La relación con Estados Unidos toca también una cuestión central que debiera revisarse a fondo… el tema del nacionalismo mexicano, que quiere decir, fundamentalmente, una lucha por conservar identidad y autonomía frente a Estados Unidos. El análisis de la relación (de México) con la embajada y con la Casa Blanca debería describir ampliamente la hilera no interrumpida de problemas que han definido en estos 40 años la relación conflictiva creciente con Estados Unidos: la caída de Arbenz en Guatemala —hecho poco estudiado pero de gran efecto preventivo en los gobiernos mexicanos de entonces—, la Revolución Cubana, la caída de Allende, el tercermundismo echeverrista y finalmente la política de potencia petrolera o potencia media desarrollada por López Portillo al filo de la revolución nicaragüense y la expansión del conflicto centroamericano. Este trayecto configura un cambio importante en la política exterior de México, que deja de ser una política defensiva y tiene que empezar a ser, por razón de los acontecimientos militares en su terreno inmediato, una política activa, de participación y compromiso, no de neutralidad y no intervención”.
Con John Gavin, la embajada de Estados Unidos en México se mostró más activa y el embajador estuvo, cada vez con mayor audacia, más presente en la vida política de México. En este aspecto, Gavin resultó un embajador a la medida de cierto tipo de intereses estadunidenses: precisamente aquellos que buscaban desestabilizar la vida política de México como una manera de sacar mayores ventajas para la estrategia estadunidense. No fueron rencillas y fricciones gratuitas —si acaso unas pocas, sobre todo las que tuvo Gavin con la prensa—, sino que se constituyeron en riesgos calculados, a decir de algunas fuentes políticas en Washington. Estados Unidos nunca buscó aniquilar a México o llevarlo al colapso, sino tan sólo hacerle evidente sus problemas internos y su dependencia de EU como una manera de distraerlo de su participación en Centroamérica y la ONU, y de alinearse hacia la derecha en asuntos domésticos.
Así las cosas, Gavin cumplió el mejor papel de su carrera: provocaba fricciones con sectores políticos y luego se replegaba; abría polémicas que le interesaban a EU y después dejaba que los mexicanos las siguieran entre sí; hacía más que evidente la dependencia de México de Estados Unidos y casi llegó a pedir agradecimientos públicos; provocaba debates en temas delicados que internamente desgastaban a la clase política; colocó a la política mexicana frente a un espejo y destacó los rasgos más nebulosos del sistema; enfatizó el resentimiento mexicano respecto a Estados Unidos y restregó públicamente errores históricos.
Fue más allá: además de polemizar sobre temas mexicanos con mexicanos como si él fuera un mexicano, el embajador de Estados Unidos se mostró públicamente con opositores de derecha al gobierno, los alentó en su lucha e hizo recomendaciones de política y de economía que iban en contra de la tradición del Estado y del sistema mexicano. Del primer punto, Gavin resultó el artífice del neopanismo como mayor triunfo político personal. Del segundo, el embajador llegó a provocar discusiones y debates internos acerca de las presiones norteamericanas para reprivatizar y abrir la economía al exterior. Paralelamente, el embajador se convirtió en el más duro e insistente negociador y promotor de la inversión norteamericana ante las autoridades mexicanas.
Y más aún: Gavin recorrió públicamente el país reuniéndose a la luz del día con autoridades y partidos de oposición. Llegó inclusive a supervisar algunas actividades de combate al narcotráfico de manera personal. Por si fuera poco, fuentes confiables dijeron que el embajador de Estados Unidos en México llegaba a solicitar audiencia a los jefes de las zonas militares de los Estados que visitaba, sin cumplir con los requisitos de comunicar sus propósitos y temas a la Secretaría de Relaciones Exteriores de México. Según la información, Gavin llegaba hasta las puertas de las zonas militares y solicitaba ver al jefe de zona. La primera vez sorprendió a los generales por su audacia, aunque nunca fue recibido; siempre se le decía que debería traer con él a algún funcionario de la SRE.
Pero Gavin siempre insistió. De hecho, el embajador apostó a dos cosas, seguras ambas: de un lado, a que, pese a los conflictos y pugnas por el mando único en la política exterior —primero con el general Alexander Haig y después con George Shultz—, Gavin siempre contó con el apoyo del presidente Reagan y del gobierno de EU hasta finales de 1985, inclusive en momentos en los que el propio embajador tomó decisiones propias como la de cerrar la frontera cuando el asunto del asesinato de un agente de la DEA en febrero de 1985. De otro lado, a que el gobierno mexicano nunca definió ni una política ni una estrategia ni un estilo respecto al trato con John Gavin y confió más en la relación personal de algunos secretarios de Estado con el embajador; así, el gobierno mexicano dejó hacer y deshacer a Gavin y, mejor, lo eludió, le dio la vuelta, lo criticó indirectamente, lo exhibió como el peor interlocutor y a lo más que llegó fue a permitir algunos conceptos irritantes del presidente del PRI —“imprudente”—, del canciller —“veleidoso”— y a sacar las castañas con la mano del gato cuando el subsecretario de Relaciones Exteriores pidió a la Cámara mexicana de Diputados un dictamen sobre el embajador.
Pero nada ocurrió en el fondo. Inclusive, cuando estalló la polémica con el presidente del PRI, el Departamento de Estado —no muy a gusto, por cierto— salió en defensa de su embajador. En pleno inicio de la Operación Gavin —como consecuencia de la candidatura republicana a la reelección para el presidente Reagan—, Gavin aceleró contactos con la oposición en el norte del país en agosto y septiembre de 1984 con vistas a las elecciones de julio de 1985 y aumentó el tono y el contenido de sus declaraciones enfatizando sobre todo el resentimiento histórico de México con EU y acreditándolo a una falta de madurez.
Ahí ocurrió una de las fricciones más polémicas del diplomático. El 19 de septiembre de 1984, el presidente del PRI, Adolfo Lugo Verduzco, criticó duramente “cualquier intervención en la política de México de parte de los señores embajadores acreditados ante el gobierno” y dijo que “algunas declaraciones del embajador estadunidense han sido imprudentes”. Lugo Verduzco reaccionó 19 días después de que el embajador Gavin había acusado al PRI de decir “verdades a medias” en cuanto a la presencia del PAN en la Convención Republicana de Dallas y evitar la mención a la presencia de priístas e inclusive del embajador mexicano en Washington, Jorge Espinosa de los Reyes, a quien Gavin calificó de “priísta distinguido”.
Gavin no soltó la polémica con el presidente del PRI. Al discurso de Guadalajara respondió con el calificativo de que eran “alegatos irresponsables”. “He decidido no responder por ahora a ninguna crítica que no esté fundamentada en hechos”, dijo el diplomático. Pero le llegaron refuerzos de fuera. El 26 de septiembre el Departamento de Estado dijo que “son totalmente infundados” los alegatos del presidente del PRI en el sentido de que el embajador norteamericano intervenía en política interna de México. “El embajador Gavin no ha trascendido los límites de sus responsabilidades”, dijo el vocero adjunto del Departamento de Estado.
Ahí paró todo… aparentemente. Pero sirvió esa fecha para detectar una nueva etapa de la ofensiva del embajador, quizá la más difícil y accidentada, porque se montó sobre acontecimientos delicados de la vida política nacional: el boicot turístico alegando inseguridad en las carreteras mexicanas a finales de 1984, la campaña de acoso por el asesinato de un agente de la DEA —oficina antinarcóticos de EU en marzo de 1985—, las elecciones legislativas de julio de 1985 y la crisis econó-mica de finales de 1985. El colapso petrolero y el rescate financiero de México en 1986 se montó ya sobre bases diferentes a las de Gavin, inclusive marginando al embajador de las negociaciones. Este hecho facilitó y apresuró la renuncia del diplomático en mayo de 1986.
Hacia finales de 1984, las relaciones entre el embajador y el gobierno mexicano eran más que tensas. El descontento de casi dos años de intervencionismo se trocó, francamente, en un choque abierto. Una nota del The New York Times registró este evento. Además de incluir algunos comentarios puntillosos de Gavin respecto a las críticas del PRI y a la petición de partidos y sindicatos de declararlo persona non grata, el corresponsal del diario norteamericano escribió la respuesta que había dado el canciller Bernardo Sepúlveda, un mes antes, a una pregunta concreta sobre las relaciones con Gavin:
“Bernardo Sepúlveda… elogió el ‘respeto mutuo’ entre el presidente Miguel de la Madrid y el presidente Reagan. Alabó el conocimiento que tiene el secretario de Estado, George Shultz, ‘de la realidad política mexicana, de las tradiciones políticas mexicanas, de la idiosincrasia mexicana, del nacionalismo mexicano y de todas las cuestiones que son importantes para México’. Habló del propio respeto de México por las instituciones políticas de Estados Unidos y de la no intervención como uno de los ‘principios esenciales’ de la política exterior mexicana. Elogió el ‘respeto indispensable’ del subsecretario de Estado, Langhorne Motley, por ‘las cuestiones propias de México’ y ‘el respeto, la comprensión y el aprecio’ por los asuntos políticos mexicanos de Harry Shlaudeman, enviado especial estadunidense”.
El diario remató: “marcadamente —y lo dijo un asistente posteriormente— Sepúlveda no mencionó a Gavin para nada”.
Gavin, por su lado, pareció no preocuparse mucho por este tipo de incidentes. Con el apoyo directo del presidente Reagan y el apoyo forzado del secretario de Estado Shultz, el embajador siguió su camino.
Entre fricciones y polémicas, afianzó alianzas e introdujo a Estados Unidos como un factor determinante en la vida política de México. Por más que algunas fuerzas políticas de Washington y México quisieron centrar la actividad del embajador, Gavin siguió desplegando la mejor actuación de toda su carrera: la del diplomático agresivo y eficiente para el esquema de la política exterior norteamericana. Para la Casa Blanca, lo que estaba en juego no era solamente la relación bilateral México-Estados Unidos, sino el papel de México en el exterior y la oportunidad estadunidense para introducirse, finalmente, hasta el centro mismo del poder político mexicano.
De ahí el papel de Gavin. Otra cosa fue, desde luego, aquella parte de su actuación como embajador que se le acredita a su personalidad. Sus fricciones con la prensa comenzaron desde el momento mismo de su nombramiento y aún como ex embajador tuvo por ahí dos o tres roces más con la prensa mexicana. No era, en realidad, una aversión específica contra la prensa de México, sino con la prensa en general, incluyendo a la norteamericana. Durante su gestión, según información recogida en fuentes fidedignas, Gavin tuvo problemas con los corresponsales del The New York Times, The Washington Post y The Wall Street Journal, entre otros. Gavin no dejaba escapar oportunidad para encarar a la prensa desde su posición de fuerza diplomática. En una ocasión, recién llegado, Gavin tuvo una conferencia de prensa con algunos corresponsales. Uno de ellos le dirigió una pregunta:
— Embajador —comenzó a decir el periodista norteamericano cuando fue interrumpido por el diplomático—, quisiera…
— Perdón —dijo Gavin, quien de hecho conocía al periodista por el medio que representaba, por su fama personal en México y porque ya había charlado en otras ocasiones con él; ahora parecía desconocerlo—, ¿cuál es su nombre?
El reportero se armó de paciencia:
— Alan Riding.
Gavin lo miró entre divertido y serio, esa mezcla demasiado estudiada en el ambiente artístico cinematográfico.
— ¿De qué periódico?, —preguntó el embajador. El reportero no perdió la paciencia:
— Del The New York Times.
Gavin volvió a retomar el hilo.
— ¡Ah!, ¿cuál es su pregunta?
Otra ocasión increpó duramente a uno de los corresponsales del The Washington Post porque en una crónica se refería a Gavin sólo como ex actor. De manera poco diplomática, el embajador le reclamó al periodista haber olvidado los títulos en historia de América Latina de la Universidad de Stanford que Gavin había logrado terminar a mediados de los cincuenta. Pero los periodistas extranjeros le tenían mucha paciencia.
Otros no. El corresponsal del The New York Times que sucedió a Alan Riding, un joven periodista llamado Richard Meislin, fue trasladado repentinamente a Nueva York a principios de 1986 y asignado a cubrir las fuentes policíacas, como un castigo. Compañeros de Meislin dijeron posteriormente que el embajador Gavin y un alto funcionario mexicano le había presentado “pruebas” al director del Times, Abraham Rosenthal, acerca de que las informaciones de Meislin sobre Centroamérica respondían más a los intereses de los grupos izquierdistas que a los intereses globales de Estados Unidos. Meislin permaneció unos cuantos meses en la fuente policiaca de Nueva York y después fue asignado a trabajos especiales.
Con la prensa mexicana fue más duro. Para Gavin, en México existía sólo “un periódico y medio”. “La ciudad de México —una megalópolis de aproximadamente 18 millones de personas— tiene por lo menos una docena de periódicos. La circulación total de todos esos periódicos es entre 500 mil y 800 mil, dependiendo de la cifra que ustedes acepten. Sólo alrededor de uno y medio de los periódicos puede ser llamado responsable”. Aunque Gavin manejó este punto de vista varias veces, nunca dijo que periódicos eran. Según algunos comentaristas, las preferencias de Gavin se dividían entre el periódico Novedades, de su amigo y socio Rómulo O’Farril, y El Heraldo de México.
En su afán por caracterizar a la prensa mexicana de tal manera que sus ataques, críticas y cuestionamientos no fueran aceptados del todo, Gavin destacó algunos de los vicios de la prensa y la enfiló en el conflicto Este-Oeste. En dos ocasiones por lo menos, de manera más que abierta, se refirió a ella. En agosto, al periódico The Houston Post le dijo que los periodistas mexicanos “estaban vendidos a Cuba y a la URSS” y afirmó que los gobiernos de esos países pagaban a periodistas mexicanos para que atacaran a Estados Unidos. Aunque la oficina de prensa de la embajada hizo algunas gestiones para disminuir el efecto de la acusación, posteriormente se publicó el texto íntegro de las declaraciones del diplomático y resultó que siempre sí había afirmado lo que negaba haber dicho.
La segunda acusación fue más seria. En su despedida de México, a mediados de mayo de 1986, impidió a la prensa mexicana estar presente en su último discurso en la Cámara Americana de Comercio, donde atacó a los periodistas y declaró que “toda la prensa mexicana” es corrupta y que mentía por dinero: “en Estados Unidos la prensa miente por convicción”, aclaró. Estos criterios dominaron el ánimo del diplomático para enfrentar a la prensa mexicana. En una ocasión, en una conferencia de prensa en 1985, el embajador recibió una pregunta por escrito y la consideró demasiado política. La leyó en público y pidió que el reportero se identificara.
— ¿De qué medio es usted? —preguntó el embajador.
— De canal 11 —respondió el reportero.
Gavin esbozó una sonrisa de conmiseración, arrugó el papel, lo tiró hacia atrás por sobre su hombro e ignoró al reportero y a la pregunta.
Lo mismo ocurriría en julio de 1986 cuando el entonces ya ex embajador tuvo que conceder una conferencia de prensa en Los Angeles —era flamante vicepresidente de la empresa petrolera Atlantic Richfield— para aclarar su referencia al ex presidente mexicano José López Portillo respecto a la corrupción, en las audiencias del senador Helms. Luego de intentar explicar que —de nueva cuenta— siempre sí dijo lo que decía no haber dicho y ante preguntas bastante calientes de periodistas mexicanos y californianos, Gavin terminó abruptamente la conferencia de prensa y no permitió más preguntas. Pero no dejó pasar una oportunidad. Se acercó al corresponsal del periódico Excélsior, medio con el cual tuvo algunas fricciones durante su estancia en México y le preguntó en español:
— ¿Usted es de Excélsior? —este periódico era el que había destacado las declaraciones de Gavin ante el comité del senador Helms y había publicado la carta de protesta de López Portillo.
— Sí, —respondió el reportero, intentando apenas una sonrisa. El ex embajador dijo en inglés:
— Debía estar avergonzado. Y se fue.
Pero no todo fue rencillas con la prensa mexicana, Hubo excelentes relaciones con el consorcio Televisa y con el periódico Novedades. Inclusive, llegó a influir en el ánimo de su amigo Rómulo O’Farril Jr. para cambiar al director y la línea editorial del periódico The News, publicación diaria en inglés del grupo “Novedades”. Según Gavin, The News atacaba los intereses norteamericanos en la política exterior y se alineaba más a los intereses mexicanos. Según una versión del The Christian Science Monitor, Gavin logró sus propósitos de influir en la línea editorial del diario e imponer la defensa de la estrategia de EU.
Pero no todos fueron malos ratos y triunfos pírricos. Una tarea que se echó a cuestas —y que puede identificarse como parte de su misión en México— fue la de construir, consolidar y proyectar alianzas políticas que beneficiaban al juego exterior de EU. Aprovechando debilidades, disciplinas y el nuevo espíritu tecnocrático del PRI, Gavin se lanzó de lleno a acicatear a la oposición de derecha y a darle virtualmente el beneplácito norteamericano. Primero sentó en una misma mesa a diferentes y desconocidas entre sí corrientes conservadoras y después amarró esa alianza. Así, el grupo PAN-empresarios-iglesia conservadora en su versión de neopanismo pudo alcanzarse con el estímulo de Estados Unidos y la embajada de EU en México.
No son apreciaciones infundadas. Según tareas que se fijó para sí la política exterior de Estados Unidos como una forma de recuperar el liderazgo internacional y sobre todo en las regiones en conflicto —como Centroamérica—, el Consejo Nacional de Seguridad decidió trabajar con la oposición conservadora de países que le interesaban a Estados Unidos. En esa línea se ubicó posteriormente la creación de la Unión Democrática Internacional o Internacional Conservadora y el Fondo Nacional para la Democracia, organismos estos alentados y sostenidos por el Partido Republicano de EU. No por menos, también, esta estrategia de Gavin estuvo conducida por el CNS a través de la personalidad de Constantine Menges, encargado de asuntos latinoamericanos de ese organismo de la Casa Blanca.
La alianza fructificó. Gavin llegó a articular a los empresarios del PAN —sobre todo en las figuras y liderazgos empresariales de Manuel J. Clouthier, ex presidente de la Confederación Patronal y después candidato panista a la gubernatura de Sinaloa; José María Basagoiti, hombre del Opus Dei y también ex presidente de la Coparmex; y Emilio Goicochea Luna, ex presidente de los comerciantes— y a éstos con las corrientes eclesiásticas conservadoras encabezadas por el cardenal Ernesto Corripio Ahumada. Lo que comenzó con una cena entre amigos en abril de 1983 terminó con una comida más formal entre las cabezas más visibles de la Iglesia, los empresarios, el PAN, el embajador Gavin y el vicepresidente norteamericano George Bush.
Y la alianza no fue gratuita ni de corto plazo. Hay algunos he-chos que podrían ubicarse en el contexto de la misión que vino a cumplir a México el embajador Gavin:
El apoyo norteamericano le dio fuerza al PAN y legitimó la alianza de éste con la Iglesia y los empresarios. La presencia del PAN en la Convención Republicana de Dallas, en agosto de 1984, destacó por el hecho de que en ese contexto el secretario de asuntos internacionales del Partido Republicano, Richard Allen —quien había sido el primer asesor de Reagan en asuntos de seguridad nacional y participado en la creación de la Unión Democrática Internacional—, anunció la incorporación del PAN al Fondo Nacional para la Democracia, cajón financiero de la administración Reagan para subsidiar las luchas de los partidos conservadores en Occidente.
A partir de las reuniones propiciadas por el embajador Gavin, el PAN comenzó a actuar como un frente de fuerzas políticas determinantes. Los empresarios se aliaron y la Iglesia le dio la cobertura político-religiosa para penetrar más profundamente en el ánimo de ciertos grupos sociales. Así se vieron en las elecciones municipales de 1983, en las elecciones legislativas de 1985 y en las elecciones para gobernador en 1986 en algunos Estados.
Con el apoyo decidido del embajador Gavin, la derecha panista se internacionalizó. En las protestas de julio de 1986 para pedir la anulación de las elecciones en Chihuahua, dirigentes del PAN fueron a Estados Unidos a quejarse con los senadores conservadores Dennis De Cocini y Jesse Helms y a pedirle al gobierno norteamericano que ejerciera presiones sobre el gobierno mexicano para anular los comicios de Chihuahua. No fue un hecho casual el que, por ejemplo, De Cocini sea un senador conservador ligado a grupos que intentan influir en el rumbo de México y que el senador Helms haya sido el hombre que sostuvo a Gavin como embajador y lograra su confirmación en julio de 1985.
Así las cosas, Gavin cumplió su misión. Nunca un embajador había querido ejercer las funciones —y de manera públicamente retadora— de procónsul y nunca Estados Unidos se había embarcado en un operativo de esta naturaleza. Las cosas marcharon bien para Gavin mientras México sostuvo, con muchas dificultades, el equilibrio en medio de la cuerda floja de sus crisis económica y financiera, y en Estados Unidos se definía el resultado final de la pugna por la conducción de la política exterior. Pero cuando esos hechos comenzaron a cambiar y a preocupar a Estados Unidos, el enfoque del “asunto México” tuvo que modificarse necesariamente. Y eso Gavin no lo entendió.
VI
Así comenzó a escribirse el principio del fin de la fugaz carrera diplomática y política del ex actor de Hollywood. A mediados de 1985, las cosas comenzaron a cambiar. De una parte, el deterioro económico de México marchaba a pasos apresurados y la intervención del FMI y del aval norteamericano parecía inevitable. Inclusive, en julio de ese año el gobierno mexicano anunció la reintroduceción del programa de ajuste y austeridad. Paralelamente, el resultado de las elecciones legislativas de 1985, con todo y sus denuncias de fraude, mostró el rotundo fracaso del PAN. En materia de relaciones bilaterales, poco rescatable había quedado después de la campaña desatada por el asesinato del agente antinarcóticos de EU y del cierre de la frontera en una nueva Operación intercepción.
En Washington las cosas también eran diferentes. El secretario de Estado, George Shultz, había logrado recuperar el mando único en la política exterior y había logrado finalmente sacar del juego a los grupos conservadores y ultraderechistas que se habían incorporado a la administración Reagan desde 1981. Asimismo, otros vientos comenzaban a soplar con los cambios en el gabinete reaganiano y su nuevo tinte más abierto a los problemas económicos y financieros. Resultó importante el ascenso de James Baker al Departamento del Tesoro, el mismo que dijo en el Senado, a propósito del cierre fronterizo coordinado por Gavin y el comisionado de Aduanas, William von Rabb: “cuando quieran declararle la guerra a un país amigo, sería bueno que nos avisaran antes”.
Gavin no entendió los signos. A mediados de julio, por si fuera poco, Gavin vio que en Washington había algunas propuestas para relevarlo de su cargo, al grado de que el subsecretario de Estado, Elliot Abrams, hizo algunos cabildeos para ello. Pero la intervención del senador Jesse Helms logró apenas reconfirmar al embajador de EU en México. Pero no fue un triunfo. A partir de estos incidentes y cambios políticos el embajador Gavin comenzó a ser desplazado. Lo único que le quedaba era su amistad personal con el presidente Reagan y a ella apeló, pero de manera inmediata el secretario Shultz ejerció su poder y consiguió que ninguna operación o directriz con respecto a México se aprobara y se aplicara sin su consentimiento.
Hacia comienzos de 1986, la influencia del senador Helms era magra. Muchos de sus principales hombres habían sido desplazados por Shultz. Con respecto a México, las audiencias de Helms de mayo y junio de 1986 fueron instrumentadas como esfuerzos desesperados para desestabilizar el juego de Shultz y de paso darle la razón al embajador Gavin. Pero nada dio resultado. Shultz se convirtió en el hombre fuerte de la diplomacia y ejerció con firmeza su capacidad de mando. Más aún cuando Gavin y Helms seguían manejando los mismos tópicos con respecto a México mientras la economía mexicana avanzaba irremediablemente hacia una moratoria de resultados funestos para el juego norteamericano. El paquete de rescate financiero de julio resaltó, al mismo tiempo, un impasse importante en las fricciones bilaterales.
Este contexto mostró que Gavin había perdido su influencia. Reagan lo escuchaba pero al final de cuentas decidía la línea de Shultz. Sin nada qué hacer, Gavin resolvió dar por terminada su misión y regresar a Estados Unidos. Aun en su renuncia resultó poco diplomático, pues la anunció —tanto para conocimiento de México como de EU y el Departamento de Estado— en conferencia de prensa. Ahí habló de su misión cumplida. En la doble interpretación —la misión personal y la institucional—, John Gavin hizo lo que pudo. En lo personal se fue muy decepcionado de México y de los mexicanos. En lo institucional al menos logró convertir a Estados Unidos y a la embajada norteamericana en un factor importante del sistema político mexicano. Esa fue, sin duda, su misión a cumplir y su misión cumplida.