El crimen organizado estaba allí, frente a nuestros ojos, pero siempre confiamos en que el Estado lo mantenía bajo control, pues de cuando en cuando teníamos noticia de la aprehensión de algún capo, la disolución de una organización de secuestradores, la fumigación de hectáreas y hectáreas sembradas de mariguana o amapola. Ni siquiera nos dimos cuenta de que fenómenos como los narcosantos y los narcocorridos, que se extendían como la humedad, reflejaban que el problema era mucho más que un enfrentamiento entre policías y ladrones: estaba penetrando culturalmente a la población.
Gracias a la habilidad de Fox –una de las pocas– para la manipulación a través de los medios, la fuga de El Chapo Guzmán no encendió las luces de alerta sobre la penetración de las instituciones de seguridad pública por las organizaciones de narcotraficantes. Los fuegos de artificio de Fox con el EZLN en el Congreso y hasta sus más triviales tonterías desviaron la atención de la gente, de los medios, de los académicos y de los analistas políticos, en particular los especialistas en el narcotráfico. Fuimos, y en buena medida seguimos siendo, una sociedad adormecida que parece satisfecha de ir viviendo al día.
El problema del narcotráfico y más tarde el del crimen organizado en su conjunto se empezó a hacer evidente cuando las víctimas empezaron a sumar miles y se multiplicaron las noticias de familias masacradas y jóvenes acribillados en fiestas familiares. Nunca nos imaginamos que la capacidad de la delincuencia para corromper e intimidar a los policías y a las estructuras federal y estatales de procuración de justicia podría dejar a la sociedad –a usted, estimado lector, a mí, a nuestros hijos, parejas y padres– a expensas de sujetos violentísimos que nadie parece capaz de someter.
El presidente Calderón declaró la guerra al narcotráfico a poco de tomar posesión de su cargo y esa decisión fue apresurada en un sentido y tardía en otro. Lo primero, porque él mismo ha reconocido que no tenía una noción clara del tamaño del problema; tardía, porque fue algo que debió hacerse desde hace muchos años, por lo menos desde el último decenio del siglo XX, y no con las fuerzas armadas, sino con cuerpos policiacos oportuna y eficazmente organizados, entrenados, armados, bien pagados y sujetos a pruebas permanentes de confianza.
Hoy, la única realidad, es que el país está en guerra contra el crimen, que el Estado tuvo que movilizar al Ejército y la Marina Armada porque no cuenta con una estructura de seguridad pública aceptable y que nadie sabe –o no se ha dicho públicamente– por cuánto tiempo más se prolongará esta situación, cuáles son las perspectivas reales de avanzar, cuánto sufrimiento más le espera a las poblaciones donde predominan los narcotraficantes y qué indicadores mostrarán que el Estado empieza a contener la expansión de la delincuencia.
Para que tenga éxito la estrategia de combate al crimen organizado, cualquiera que ésta sea, es preciso fortalecer al Estado, lo que no equivale a volver al autoritarismo y menos aún a crear “percepciones” de eficacia donde hay incompetencia, de rectitud donde hay engaño, de popularidad donde hay manipulación mediática.
Pese a que la transición democrática ha acotado el poder del presidente de la República, éste sigue siendo la pieza clave del Estado y su figura debe infundir respeto, confianza, seguridad.
No estoy seguro de que la figura pública del presidente Calderón refleje estos atributos. Más aún, me preocupa que, impulsado por el combate al crimen organizado y por el temperamento irascible que le atribuyen quienes lo han tratado, esté proyectando una cierta vocación despótica que no coincide con la profesión de fe democrática de él mismo y de su partido.
Preocupado por esta apreciación, leí con cuidado su discurso en la clausura de una reunión de la COPARMEX, en el que aborda con cierta amplitud el problema de la delincuencia, las actitudes que a su juicio prevalecen en la sociedad y las virtudes que debe tener un gobernante en una situación como la que vive el país.
En esa alocución exaltó al expresidente de Colombia, Álvaro Uribe que, al decir de Calderón, “levantó la esperanza, […,] inició la lucha y le dio la vuelta […] a la realidad de Colombia, [que estaba] dominada por estructuras criminales […] Colombia veía resignada que la delincuencia era invencible, entendió que la delincuencia es perfectamente derrotable”.
Sin embargo, un juicio equilibrado de la lucha de Uribe contra el narcotráfico debería incluir, explícitamente, la participación del gobierno de Estados Unidos, el controvertible fenómeno de las FARC y el acuerdo firmado en octubre de 2009 por Álvaro Uribe para el establecimiento de siete bases militares de Estados Unidos en Colombia, que ha sido rechazado por la Corte Constitucional del país latinoamericano.
Calderón parece proyectar su ideal de gobierno en la gestión de Uribe, quizá porque encuentra un cierto paralelismo entre Colombia en el pasado y México en nuestros días que, advierte, está infestado por traficantes de drogas, armas y personas, los secuestradores, extorsionadores, criminales en todas sus modalidades.
A través de las citas convierte a los personajes en avales de su noción de cómo se debe gobernar a México en las actuales circunstancias.
Hace hablar a Castillo Peraza de la ingratitud de la gente con quien hace el bien: “Ninguna cosa buena que hagas quedará impune”, dice Calderón que le decía el desaparecido político yucateco.
De Martin Luther King reproduce afirmaciones aún más severas: “Nuestra generación no se habrá lamentado tanto de los crímenes de los perversos, como del estremecedor silencio de los bondadosos”. Y: “La más grande tragedia de este periodo de transición social, no fue el clamor estridente de la gente mala, sino el deleznable silencio de la gente buena”.
Pero la cita más reveladora es la que atribuye a Eliot (supongo que alude al poeta y dramaturgo estadunidense, T. S. Eliot, Premio Nobel de Literatura 1948): “En un mundo de fugitivos, el que toma la dirección contraria, parece ser el único que huye”.
Esta frase sugiere tres ideas inquietantes: 1) que Eliot, Uribe, Calderón o los tres consideran que el mundo en el que viven está poblado por “fugitivos”; 2) que los tres marchan contra la corriente de la sociedad y 3) que la gente en fuga, injusta, acusa al héroe de ser el verdadero fugitivo.
Esta cita me trajo a la mente la obra más mencionada–no necesariamente leída– de Friedrich Nietzsche: Así hablaba Zaratustra.
Casi al azar me encontré con esto: “¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: el que piensa de otra manera va por su voluntad al manicomio”. Y más adelante: “Justos y buenos, hay en vosotros muchas cosas que se prestan a risa, especialmente vuestro temor al que hasta ahora se ha llamado ‘demonio’”. (Editorial filosófica. México, 1956 pp. 12 y 113).
El 9 de abril de 1948, cuatro años antes de que naciera Álvaro Uribe, fue asesinado en Bogotá el candidato disidente del Partido Liberal a la Presidencia de la República, Jorge Eliécer Gaitán. Desde entonces Colombia vivió decenios de violencia brutal, y en los últimos años la población colombiana, por propia iniciativa, manifestó varias veces su repudio a la violencia criminal simultáneamente en todas las ciudades. En algunas partes ese sólo hecho era suficiente para sufrir represalias de los criminales armados.
Por lo que hace a los mexicanos, no creo necesario recordar el millón de muertos que costó la revolución y el denuedo de miles de insurgentes anónimos, de los defensores de Veracruz en varias intervenciones militares extranjeras, de las tropas del general Ignacio Zaragoza que derrotaron al ejército de Napoleón Tercero.
Nuestros dos pueblos no han dado muestras de pusilanimidad ni cobardía. No son masas de hombres y mujeres en fuga, como parecen sugerirlo las frases que cita el presidente.
Frente al crimen es necesaria la fuerza, pero también la democracia para que la violencia del Estado no pierda legitimidad. Es necesaria la firmeza de ánimo del presidente, pero también la serenidad y la ponderación para no incurrir en el gravísimo error de afirmar la valentía propia sobre la supuesta cobardía de los demás. Menos aún si éstos son ciudadanos que luchan por una vida digna para sus familias y que tienen derecho a ser protegidos, no fustigados por el Estado.