La crisis económica de Europa representa el fracaso de los Estados que quisieron integrar sus economías, complementar sus capacidades de producción y crear un amplio mercado regional para estimular la producción de bienes y servicios y la creación de empleos con salarios y prestaciones que propiciaran mejores niveles de vida a los trabajadores. Representa también el triunfo de los organismos financieros internacionales que propiciaron los excesos de endeudamiento y gasto de los gobiernos pero no se han sufrido las consecuencias de sus actos.
Las instituciones financieras, por poderosas que sean, son operadas por burócratas extraordinariamente bien pagados, cuyos ingresos anuales están vinculados a los volúmenes de crédito que sean capaces de otorgar a clientes seguros, como los gobiernos europeos, que a la hora de la insolvencia, recortan los programas sociales para hacer frente a sus deudas, y pese al descontento de sus poblaciones, se han tenido que disciplinar para no ser expulsados de la Unión Europea, lo cual potenciaría la ruina en la que ya están, pues volverían a sus viejas monedas, sólo que descomunalmente devaluadas.
Por eso los bancos alemanes y franceses prestaron tanto dinero a Grecia y otros países que han tenido que aplicar programas de ajuste como los que impuso el FMI a los latinoamericanos en los años ochenta del siglo pasado y por eso mismo, los gobiernos no han tenido más remedio que echar gente a la calle y afrontar las consecuencias de que los pueblos –en especial los jóvenes, los ancianos y otros grupos vulnerables– hayan despertado abruptamente del sueño del Estado de bienestar para entrar en una larga pesadilla.
La crisis europea y en menor medida la desaceleración de la economía de Estados Unidos muestran al mundo dividido en dos grupos: uno, formado por pequeñísimas e igualmente poderosas élites cuya inmensa riqueza proviene de las transacciones financieras –créditos, compraventa de acciones, etc.– y de los monopolios, que fijan los precios debido a que no compiten con nadie. El otro grupo está formado por los que viven de su trabajo, del apoyo de sus familiares o de la caridad pública.
En el caso de México, la concentración de riqueza en estos dos grupos es escandalosa. Los bancos cobran tasas muy altas de interés y prestan muy poco para la producción de las empresas, pues sus grandes ganancias provienen de créditos al gobierno, préstamos personales para consumo e hipotecas, y cobro de comisiones. Las utilidades que con ello obtienen son tan altas, que el Banco Bilbao Vizcaya Argentaria que opera en México con el nombre de Bancomer es el sostén financiero de su matriz en España, vapuleada por la crisis de ese país.
Los monopolios que operan en México, especialmente en el sector de las telecomunicaciones, tienen elevadas utilidades por ser los únicos jugadores en sus respectivos mercados, pero también porque gozan de privilegios fiscales que les permiten eludir impuestos, cuentan con grupos de abogados y contadores que conocen los recovecos de la ley para evadir pagos al fisco y tienen gastos muy reducidos por pagos al factor trabajo, ya que escamotean salarios, prestaciones, seguridad social, horas extra, aguinaldo, fondo de pensión y otros pagos con la trampa legal de contratarlos por honorarios. Estas prácticas son habituales también en los despachos profesionales que durante años mantienen a sus trabajadores fuera de la nómina. ¿Quién se va a atrever a demandarlos o siquiera a protestar con los altos índices de desempleo que existen en el país?
El Estado mexicano debe redefinir sus alianzas y ser congruente con las ideas de la Revolución que le dieron origen y que no han perdido vigencia en el siglo XXI. Es cierto que los últimos gobiernos del PRI acentuaron la dependencia económica del país respecto a Estados Unidos, dejaron entrar por la puerta trasera al alto clero y convirtieron mucho del sector paraestatal en monopolios privados que explican las inmensas fortunas familiares existentes en un país con tanta pobreza como el nuestro, y que estas decisiones alejaron al partido de su base de apoyo popular, pero no cambiaron la naturaleza del Estado surgido de la Revolución. Tampoco la cambió la alternancia en el Poder Ejecutivo Federal que favoreció a un partido, el PAN, que parecía sólo conservador y ha mostrado ser de extrema derecha con claros tintes autoritarios.
El Estado sigue siendo la única esperanza para conciliar a todos los sectores de la población a fin de replantear las bases de la economía, de suerte que vuelva a crecer a tasas suficientes para reducir progresivamente los altos niveles de desempleo, así como la economía informal que, si bien es un alivio para las familias excluidas del mercado de trabajo formal, también está en la frontera con la delincuencia, no sólo porque no paga impuestos y distribuye productos pirata, sino porque oculta actividades delictivas como la trata de personas, la venta de drogas y de armas, que pueden salirse de todo control.
Necesitamos un Estado fuerte, cuyo vigor provenga de su legitimidad democrática y de ingresos tributarios suficientes para financiar proyectos tan ambiciosos como el otorgamiento de un seguro de salud, accidentes, desempleo y pensión por vejez a todos los mexicanos y no únicamente a los que tienen un trabajo en la economía formal. Espero que el próximo presidente convoque a la sociedad, incluyendo a los partidos perdedores, a reconstruir a la república, y que actúe en consecuencia.