Cuando el presidente declaró la guerra al narcotráfico y movilizó al Ejército y la Marina Armada, advirtió a la población que debería pagar un alto precio en vidas humanas y así ha ocurrido: más de 28 mil familias han perdido a alguien –esposo, hijo, hermano–, ya sea en la guerra del presidente, o en las luchas entre grupos criminales que, según el gobierno, se deben a que los jefes han sido aprehendidos o muertos y los lugartenientes luchan por el poder.
El presidente lo advirtió y las familias enlutadas, que son mexicanas no importa si su deudo era soldado, marino, policía, funcionario público o sicario, tienen que resignarse. También tendrán que hacerlo las que en el futuro pierdan a alguien porque la guerra ha tomado su propia lógica y continuará –también lo ha dicho el presidente – en lo que queda del gobierno y quizá después.
Lo que no dijo y tal vez no previó, fue que su guerra pondría en crisis a las instituciones de seguridad pública, procuración y administración de justicia del Estado. Sabía que las fuerzas policiacas están penetradas por el narcotráfico y por eso ordenó la intervención del Ejército y la Marina Armada, pero dudo que previera que los cárteles inutilizarían a las agencias del Ministerio Público federal y los juzgados federales y del fuero común por medio de la corrupción o la amenaza.
Supongo –sólo supongo– que lo mismo ocurre en las aduanas, pues no me explico de otra manera la constante entrada de armas de alto poder que utilizan las organizaciones delictivas: granadas de fragmentación, fusiles y metralletas de grueso calibre y hasta misiles.
No sé si el presidente conocía la gran capacidad de adaptación del narcotráfico, que ha diversificado sus actividades criminales a los secuestros, la extorsión telefónica, la venta de protección a los negocios, la captura y esclavización de grupos de trabajadores migratorios centroamericanos que se internan en el país con rumbo a Estados Unidos, el tráfico de mujeres jóvenes y niños para la prostitución forzada, y una treintena más de modalidades del crimen.
Claro que antes de la guerra del presidente existían estos delitos, pero ahora se han multiplicado y, lo que es más grave, se han organizado y funcionan como empresas, con estructuras de mando, administración y control de resultados. En algunas regiones del país, los delincuentes bajan de Internet las listas de beneficiarios de Procampo y, uno a uno, les exigen que les entreguen el dinero recibido a cambio de su vida.
Junto con este submundo del horror en que hemos caído, las políticas públicas no han resuelto, sino complicado, muchos otros problemas de extrema gravedad. La economía ha repuntado después de la crisis, pero no ha alcanzado siquiera los niveles de 2007 ni mucho menos recuperado lo perdido en los dos años siguientes y, para colmo, la recuperación se apoyó en las exportaciones y no en el mercado interno, por lo que podría frustrarse si la economía estadunidense no revierte dos de sus mayores problemas: el desempleo y la vivienda. Los empleos que se han creado, incluso los registrados en el IMSS, son en su mayoría temporales y con salarios de uno a tres salarios mínimos, y cientos de miles de personas se han refugiado en la economía informal. La pobreza ha crecido como nunca antes y la desigualdad es cada vez más extrema.
Faltan poco más de dos años para que termine el actual gobierno. Supongamos que la violencia no rebasa los límites ya inadmisibles a que ha llegado. Supongamos que es falsa la afirmación de que el presidente Felipe Calderón se ha fijado como misión de vida no entregar la Presidencia de la República a un priista. Supongamos que se recupera el Estado de Derecho –la obediencia a las leyes y la existencia de autoridades que las hagan cumplir– en todo el territorio nacional. Supongamos que dentro de dos años el país no está peor que ahora.
Si esto es así, el próximo presidente de la República tendrá que atender muchas emergencias, emprender cambios de fondo para que el país sobreviva al complejo de crisis en que está atorado y vuelva a desarrollarse, pero nada de esto será posible si no reconstruye las instituciones del Estado ni logra restablecer la ley en todo el territorio nacional. Esta será quizá su tarea más urgente y la más difícil, pues exigirá que la gente vuelva a creer en su presidente y éste gobierne con la verdad. Sólo que la verdad, las verdades en el México de hoy, son muy amargas. Pero si el futuro presidente no restaura las instituciones ni devuelve al Estado la fortaleza perdida en medio de la autocomplacencia y la estulticia de Fox y las ocurrencias de Calderón, el país se puede volver ingobernable.
No es posible hacer política sin los medios electrónicos de comunicación, incluso el contacto directo con la gente tiene que ser difundido para que tenga algún efecto político. En otros tiempos, los periódicos y revistas difundían los actos de masas de Cárdenas o López Mateos y tanto el Estado, como el gobierno, eran fuertes.
Pero ahora las cadenas de televisión y radio deciden quién existe y quién no, y el Estado Mexicano, debilitado, depende de ellas al extremo de que el presidente Calderón se ha convertido en el actor de sus propios espots publicitarios. Quien sea que lo sustituya, deberá usar a los medios pero no dejarse usar por ellos, y esa será una lucha titánica, si es que el futuro presidente decide.