Cincelado al calor de las grandes hazañas sociales y movilizaciones de masas, el Estado mexicano logró consolidarse de mediados del siglo XIX a mediados del siglo XX como un Estado en bienestar social. Pero a partir de 1950 ha entrado en una zona de tensiones sociales que quieren doblegarlo a intereses de los dos extremos ideológicos: la derecha y la izquierda, en medio de reacomodos geopolíticos de primera importancia.
La inseguridad y las estrategias de lucha contra el crimen organizado han definido el espacio de lucha política: la existencia misma del Estado. La acusación de los padres de los 43 normalistas secuestrados y asesinados por órdenes del alcalde del PRD en Iguala, José Luis Abarca, de que “fue el Estado” el responsable de esa criminalidad dejó en claro que la disputa no es por la seguridad ni por la estabilidad sino contra el Estado.
El gran debate sobre el Estado ha estado ausente de la crisis actual; el Estado no es el aparato de poder o de represión legal, sino que es la suma de la sociedad civil más la sociedad política. De ahí la irresponsabilidad de organizaciones afectadas por la inseguridad para acudir a instancias internacionales que quieren doblegar la autoridad del Estado mexicano para someterlo a intereses geopolíticos ajenos a las prioridades nacionales.
En este contexto se plantea la urgencia de que el actual periodo de sesiones tome una de las decisiones fundamentales para fortalecer la autoridad del Estado ante los conflictos entre grupos y clases: las leyes de seguridad interior y de seguridad nacional y la ley de doctrina de defensa nacional. Hablar hoy de seguridad nacional, seguridad anterior y doctrina de defensa es reafirmar la hegemonía de los intereses soberanos de un Estado.
Más que atender una queja, el dictamen de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA representa una presión supranacional contra el Estado mexicano, aliado paradójicamente a sectores progresistas y de izquierda que dicen defender la soberanía del Estado. No es gratuito que la intención nada oculta de la CIDH sea la de minar al ejército y la marina que son las únicas fuerzas que luchan contra los cárteles del crimen organizado del narcotráfico, justamente los responsables directos del secuestro de los 43 normalistas.
El dictamen de la CIDH es un típico escopetazo. De acuerdo a la información real, nada tiene que ver el ejército con la desaparición de los normalistas; en cambio, todas las informaciones procesadas por las autoridades revelan un involucramiento directo de gobernantes del PRD en Iguala y Guerrero, con la complicidad de la dirigencia nacional del partido. La CIDH pide entrar a todos los cuarteles del país a buscar a normalistas, pero no hay ninguna insinuación de acreditar la responsabilidad al PRD.
Las fuerzas armadas son la primera línea de combate y la última línea de defensa de la soberanía del Estado. Pero es la hora en que los partidos y el gobierno federal no se han comprometido con la reforma al marco jurídico de participación de las fuerzas armadas contra los cárteles.
La agenda de seguridad nacional del Estado o del Estado de seguridad nacional como sinónimo de soberanía ante poderes criminales transnacionales debe ser la prioridad legislativa. Darle seguridad jurídica a las fuerzas armadas es fortalecer la soberanía nacional ante presiones supranacionales.
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