En mayo de 2007, cuando las cenizas de otro conflicto en el Medio Oriente humeaban, dediqué una entrega de JdO al dolor insondable de un padre a quien le fue arrebatado un trozo de alma. Yo, que no soy antisemita, ni antipalestino, ni antiárabe, ni antiyanqui, ni antiruso, y que sólo poseo una minúscula voz, pienso que ya es tiempo de prestar oídos a quienes como Oz, como Avnery o como Grossman, creen que en ese rincón del mundo al que muchos vemos como la Tierra Santa y en el que muchos creemos, hay lugar para más de una morada. Pero es la clase política –la que azuza los disparos y la que patrocina a los bandos-, la que impide que los pueblos se den la mano y caminen juntos.
Aquí la columna publicada hace siete años. Cambiándole algunas fechas y nombres pareciera escrita con motivo de los más recientes acontecimientos.
David Grossman perdió un hijo en la guerra el año pasado. Grossman es judío y vive en Israel. Hace unas semanas dio fe de la tristeza a la que se enfrenta un escritor -el oficiante más solitario del mundo- cuando el dolor puede ser más grande que la vida. La ausencia de su amado Ari es una espina clavada en el costado, pero las razones por las que el joven fue arrebatado de este mundo son otros tantos cardos en el alma del escritor.
Sus palabras me atravesaron el corazón como un rayo y me iluminaron cual relámpago salido de un cielo sin nubes. Grossman tiene la valentía de oficiar en el altar de la palabra cuando por doquier se mueven fuerzas para secuestrarla y encapsularla, lo mismo en las fronteras del Medio Oriente que en Sudamérica que a lo largo y ancho de nuestro país, de nuestro estado, de nuestro municipio, mientras casi todos miramos con la indiferencia sombría del verso de Martín Niemöller: Cuando los nazis vinieron por los comunistas / me quedé callado; / yo no era comunista. / Cuando encerraron a los socialdemócratas / permanecí en silencio; / yo no era socialdemócrata. / Cuando llegaron por los sindicalistas / no dije nada; / yo no era sindicalista. / Cuando vinieron por los judíos / No pronuncié palabra; / yo no era judío. / Cuando vinieron por mí / no quedaba nadie para decir algo.
De la edición del New York Times del domingo 13 de mayo tomo unos párrafos de la conferencia de David Grossman:
“No es fácil hablar de uno mismo, así que antes de abordar mi experiencia como escritor quisiera hacer unas observaciones sobre el impacto que un desastre, una situación traumática, tiene en el conjunto de una sociedad y de un pueblo. De inmediato recuerdo las palabras del ratón en el cuento de Kafka, cuando al caer en la trampa y mientras el gato se abalanza sobre él, exclama: ‘Cielos, el mundo se hace más estrecho cada día’.
“Sí. Tras muchos años de vivir en la extrema y violenta realidad de un conflicto político, militar y religioso, puedo decir con tristeza que el ratón de Kafka tenía razón: cada día que pasa el mundo disminuye y se hace más angosto. También puedo hablar del vacío que lentamente se genera entre el ser humano individual y la caótica y violenta situación externa en la que vive. Esta situación es la que le dicta la vida en todos los aspectos.
“Este vacío se llena rápidamente con apatía, con cinismo y, más que nada, con la desesperanza que alimenta situaciones distorsionadas y en ocasiones las hace perdurar durante generaciones.
“De ahí que uno se convenza de que tal vez es mejor no pensar y optar por no saber, en la creencia de que se está mejor si se deja en manos de quienes ‘saben más’ la tarea de pensar y dictar las normas morales: Más que todo, me va mejor sin sentir tanto… por lo menos hasta que esto pase. Y si no pasa, por lo menos alivié en algo mi sufrimiento mediante un útil adormecimiento, me protegí lo mejor que pude con ayuda de un poco de indiferencia, una pizca de sublimación, algo de ceguera intencional y grandes dosis de autoanestesia.
“En otras palabras, por el perpetuo y muy real miedo a ser herido o muerto, o a una pérdida insoportable, o incluso hacia la simple humillación, todos y cada uno de nosotros, los ciudadanos del conflicto -en realidad sus prisioneros- atemperamos nuestra actividad y nuestro diapasón cognoscitivo interno con múltiples capas protectores que terminan por ahogarnos.
“El ratón de Kafka tiene razón: cuando el predador ataca, el mundo en verdad se hace cada vez más estrecho, lo mismo que las palabras que lo describen. Desde mi experiencia, puedo decir que las palabras con las que los ciudadanos de un conflicto prolongado nombran su predicamento se hacen más superficiales en la medida en que el conflicto perdura. El lenguaje gradualmente deviene en clichés y en frases hechas a partir de la fraseología de las instituciones que administran el conflicto -el ejército, la policía, las oficinas de gobierno- y rápidamente se filtra a los medios que dan cobertura al conflicto, germinándose un lenguaje aún más astuto diseñado para dar al auditorio versiones de fácil digestión que en última instancia se trasfunden al idioma íntimo y privado de los ciudadanos del conflicto, incluso si lo niegan.
“En realidad este proceso es más que comprensible. Después de todo, la riqueza natural del idioma y su capacidad de tocar los hilos más delicados de la existencia, puede dañar profundamente en la medida en que nos recuerda la generosa realidad de la que estamos siendo desposeídos, de su verdadera complejidad y sutileza. Y conforme permanece este estado de cosas, y se hacen más huecas las palabras usadas para describirlo, el discurso público disminuye y lo que prevalece son las banales acusaciones entre enemigos o entre adversarios políticos en el mismo país. Lo que queda son los clichés que usamos para describir a nuestros enemigos y a nosotros mismos: en última instancia una colección de supersticiones y crudas generalizaciones en las que nos enredamos nosotros mismos y envolvemos a nuestros enemigos. Sí, el mundo en verdad se está haciendo más angosto.
“No pienso únicamente en el conflicto del Medio Oriente. En todo el mundo hoy, billones de personas enfrentan un ‘predicamento’ de una u otra naturaleza en el cual la existencia personal y los valores, la libertad y la identidad, están bajo amenaza.
“Es en esta realidad en la que nosotros los autores y poetas escribimos. En Israel y en Palestina, en Chechenia y en el Sudán, en Nueva York y en el Congo. En ocasiones, después de varias horas de escribir, pienso que en ese mismo instante otro escritor a quien no conozco está en Damasco o en Teherán, en Kigali o en Belfast, igual que yo inserto en una realidad preñada con tanta violencia, indiferencia y disminución y entregado a esta quijotesca artesanía de la creación. Tengo un aliado distante que no me conoce, pero juntos tejemos una red intangible y de enorme poder: el poder que puede cambiar el mundo y que puede crear mundos, el poder de hacer que los mudos recuperen el habla, el poder para sanar a la humanidad en el sentido profundo que el tikkun tiene en la cábala.
“Los escritores sabemos que cuando escribimos, sentimos al mundo moverse. Es flexible, preñado de posibilidades. Ciertamente no está congelado. En donde quiera que permea la existencia humana no hay congelamiento o parálisis y en realidad no hay status quo, aunque muchos se empeñan en hacernos creer que el status quo existe. Cuando escribo, incluso en este momento, el mundo no se me viene encima y no se hace angosto, sino que insinúa gestos de apertura hacia posibilidades futuras.
“Escribo, y siento cómo el uso correcto y preciso de las palabras es cual remedio para una enfermedad, como un purificador del aire. Aspiro, y al exhalar, expulso las suciedades y manipulaciones de los rufianes de la palabra y de la variopinta gama de violadores del idioma. Escribo, y siento cómo la ternura e intimidad que tengo con las palabras, con sus diferentes capas, con su erotismo, con su humor, con su alma, me devuelven el ser que fui antes de que fuera nacionalizado y confiscado por el conflicto, por los gobiernos y los ejércitos, por la desesperación y la tragedia.
“Escribimos. El mundo no se nos está cerrando. Qué afortunados somos. El mundo no se está haciendo más angosto”.
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