Dedicado a ustedes, jóvenes que han decidido
buscar la política conmigo para hacer historia juntos
Leyendo a Bernard Crick es que repienso muchas cosas que mi consideración había dejado descuidadas. En muchas ocasiones, los más ingratos con la política somos los mismos políticos. La negamos, la traicionamos, le profesamos un falso amor; navegamos en sus aguas sin convicciones o con la firme convicción de que todo cuanto decimos y hacemos es parte de una farsa que hay que seguir interpretando. El político se convierte en una suerte de actor, un ser humano miserable que vive de las apariencias, que finge interés por lo que profundamente desprecia. Hay que ganarse el pan y la política es el verdadero oficio más antiguo del mundo. No es vocación, es oficio, ni siquiera trabajo.
¿Por qué Bernard Crick al principio? Porque en el título de su texto de 1962 nos da una lección a los políticos y a los ciudadanos de hoy: “En defensa de la política”. ¿Se imaginan ustedes un alegato en pro de la política? Pues existe y existe desde hace 52 años. Probablemente –y bajo otros títulos- existan otros textos pretenciosos, pero este es el que yo encontré y el que me atrapó. A tantos años de distancia sigue vigente, se ha convertido en un clásico. Es uno de esos libros sin tiempo y sin edad.
Hoy en día se podrá aceptar sin chistas la defensa de muchas cosas y muchas causas, pero no de la política. Si algún vocablo ha caído en la desgracia del desprestigio y de los “negativos”, es precisamente “política”.
¿De dónde parte Crick su defensa de la política? De su razón de ser, de su necesidad. “Renunciar a la política o destruirla es destruir justo … lo que permite disfrutar de la variedad sin padecer la anarquía ni la tiranía de las verdades absolutas…”. Dígame usted –amable lector- ¿no es –acaso- una razón hermosa?
¿Por qué negamos, entonces, la política y los políticos? ¿Por qué lanzamos a su paso los orines de la ignominia? ¿Por qué le asociamos los más desafortunados calificativos? ¿Por qué le reuimos? No cuestiono las razones; cuestiono que existan razones.
La política ha sido víctima de sus beneficiarios más egoístas. Parecieran haber orquestado un plan perverso para evitar intromisiones. El logro de menos burros y más olotes es elevado a un arte mayor. Unos pocos (los mismos de siempre) se complacen con la apatía. Quizás por eso, la política es pálidamente defendida con la más ineficaz de las técnicas que es el discurso hueco.
Imaginen ustedes que un día miles de ciudadanos se levantaran resueltos a afiliarse a los partidos políticos y participar activamente, a exigir cuentas a los dirigentes de esos partidos, a buscar ser incluidos en la toma de decisiones, a buscar ser tomados en cuenta en los procesos internos de conformación de sus órganos de gobierno. Imaginemos por un momento que la ciudadanía inundara los partidos. En ese momento las cosas empezarían a cambiar realmente.
La realidad es que casi nadie quiere nada que ver con los partidos ni con la política. Hay cosas menos indignas y menos ociosas en qué ocupar el tiempo. Y por eso mismo los pocos que se deciden a dar el salto de la sociedad civil a los partidos, participando activamente son héroes cívicos, mujeres y hombres que van contra la corriente, que reciben –aunque en silencio- todos los calificativos relacionados con la estupidez y el deseo de ser engañados. Los pocos que se deciden a entregar parte de su vida a la construcción de un partido político son locos que casi nadie entiende y que muchos compadecen. Pero los hay y los hay muy jóvenes. Son jóvenes que creen, que se comprometen, que se entregan; cuyo horizonte no termina en su nariz, que tienen hambre de éxito, pero más hambre y sed de cambio.
Un joven que se acerca a la política a través de los partidos es un ser humano que entrega lo mejor de sí, y con ello se sella un compromiso gravísimo que los dirigentes de los partidos deben asumir. Aprovecharse de un joven, fallarle, decepcionarlo o menospreciarlo son crímenes cívicos que merecen un círculo más de los de Dante.
La política necesita de todas y de todos. La política necesita ser rescatada. La mayoría de los viejos ya no tienen fe ni tienen ganas. En las y los jóvenes de la clase media ilustrada queda la dignidad de – al menos- haberlo intentado.
@MoisesMolina