Siempre es interesante escuchar lo que dice el hombre más rico del mundo en un país, el suyo, que desde hace treinta años crece a tasas muy bajas. Un país dolorosamente, vergonzosamente desigual que, en un extremo, tiene a ese mismo hombre y a unos cuantos centenares de familias exageradamente ricas y en el otro extremo tiene a 20 millones de personas que no tienen ingresos suficientes para alimentarse.
Es interesante escucharlo, pues si alguien sabe cómo “hacer” dinero –muchísimo dinero– es Carlos Slim, pero de ello no se sigue que sepa qué hacer para que la economía mexicana crezca y menos aún para sacar de la pobreza a la mitad de la población. Pero como el dinero ejerce una desmedida fascinación incluso por quien lo imagina, siempre habrá quien quiera escuchar de Slim lo mismo que diría un profesor adjunto de introducción a la economía.
Dice Slim, y comparto su opinión (¿quién podría no compartirla?) que “la inversión para combatir la pobreza […] es la mejor inversión que hace un país”. Y lo es, claro, sobre todo para los empresarios, pues si se convierte a los pobres en consumidores aumentará la demanda, las ventas, las utilidades, las inversiones y, en un descuido, hasta el empleo.
Esto que suena tan obvio, tan simple, es violentamente rechazado por los hacedores de la política económica que creen que su función no es procurar que se produzca más, sino que se mantenga la estabilidad, por lo que aumentar la demanda rompería la estabilidad, y no están del todo errados, pero eso se debe a que casi todo lo que se produce en México se elabora con insumos importados, de manera que a mayor demanda más importación y menos equilibrio en la balanza comercial.
“La pobreza –dice Slim– se combate con nutrición, salud, educación y empleo, empleo y más empleo”. Lo que no dice es qué, en concreto, podemos hacer los mexicanos para tener nutrición, salud, educación y empleo sin que ello ocasione problemas peores que los que se pretende resolver.
Hacia mediados del siglo XX, muchos pobres empezaron a vivir un poco mejor y sus hijos formaron una enorme y heterogénea clase media. Esto fue así porque los generales –Obregón, Calles, Cárdenas– crearon instituciones y los abogados que les siguieron –Alemán, Ruiz Cortines (que no era abogado), López Mateos, etc.– crearon la Conasupo que garantizaba los precios de los productos agrícolas básicos y el abasto de alimentos, y generalizaron programas muy sencillos, como el de desayunos escolares, para que los niños se nutrieran y pudieran aprovechar la educación pública que se expandía en todos los niveles. La educación formó culturalmente a los niños y jóvenes y los convirtió en trabajadores calificados en distintas ramas y niveles. Los jerarcas de hoy aún estaban en la prepa o en Harvard y sus padres apenas estaban formando los inmensos capitales que los convertirían en la casta privilegiada del país de los últimos cuarenta o cincuenta años.
También se creó “empleo, empleo y más empleo” con políticas e instituciones fuertes, como propone Slim, que construyeron carreteras, termo e hidroeléctricas, irrigaron una parte del campo, abrieron escuelas, hospitales y clínicas. El Estado tomó el control de los sectores clave de la economía, como los energéticos y las telecomunicaciones, incluido el actual Telmex (que compró Slim como una ganga) y rigió el resto de la economía tanto con su participación directa en el mercado, como con su facultad regulatoria.
La política económica se propuso crear una industria nacional, y la creó a partir de una protección integral que procuró a los industriales altas tasas de utilidad para que reinvirtieran, mejoraran la tecnología y la productividad y, a su tiempo, su competitividad con el resto del mundo.
Para que crecieran, les dio exclusividad en el mercado interno mediante el cierre de las fronteras a las importaciones, salvo las indispensables que debían tener un permiso administrativo previo. Con créditos, seguros, fertilizantes, semillas mejoradas, maquinaria, comercialización y reparto de tierras, el Estado impulsó la producción agrícola. Así aseguró el abasto de materias primas para la industria y de alimentos baratos para los trabajadores, lo cual disminuyó la presión laboral sobre las empresas, además de que el sindicalismo oficial moderó las demandas de los trabajadores –y cuando éstas rebasaron ciertos límites, como los ferrocarrileros, electricistas, maestros o médicos– los reprimió.
El objetivo de crear ganancias se alcanzó con creces, pero los dueños de las empresas no reinvirtieron ni mejoraron su tecnología, sino usaron las utilidades para dos fines: primero, para asegurarse a sí mismos y a sus descendientes de varias generaciones lujos que son escandalosos incluso en los países más ricos, y segundo, para “hacer” más dinero en los mercados financieros internacionales, es decir, especulando.
Esto fue un atraco colosal al resto de la población que fue sacrificada por el poder público en aras de la industrialización nacional, y nunca nadie les exigió reinvertir, primero, por el mito de la libertad de empresa, pero sobre todo, por la gigantesca corrupción.
Sí, los hombres –y algunas mujeres– del dinero corrompieron en gran escala a los hombres –y ninguna mujer– del poder político. A mediados de los años 1980, cuando no se puede diferir la apertura que culminaría con el TLACN en los noventa, las empresas-chatarra cerraron y las más presentables fueron vendidas a inversionistas extranjeros. Los antiguos industriales se convirtieron en importadores y distribuidores: a eso se dedica ahora el grueso de nuestra clase empresarial.
Como México no desarrolló una industria que se abasteciera a sí misma de insumos, todo lo que hoy producimos, por ejemplo automóviles o televisores, tiene un altísimo contenido de importación. Si en un descuido de los estabilizadores aumentaran el empleo, el ingreso y la demanda, la gente compraría más teléfonos celulares, lo cual sería bueno para la empresa que da el servicio y que, casualmente, es del señor Slim, pero sería aún mejor para las que los producen en Asia.
Para que haya “empleo, empleo y más empleo” antes debe haber Estado, Estado y más Estado, capaz de definir reglas claras y hacerlas cumplir. La primera: rescatar las industrias fundamentales; la segunda, estimular la inversión nacional, pero condicionada a la reinversión y el desarrollo tecnológico. Y la tercera, erradicar la corrupción y la impunidad, que ya han costado demasiado al país.
La economía criminal le ha quitando al Estado el papel de generador de empleos (narcos y narquitos, secuestradores, lenones, etc.) e impulsor del mercado interno (consumo de las familias de los delincuentes); vende protección donde no existe autoridad civil y hasta genera una cultura narca, mientras las instituciones se pudren en la mediocridad, el latrocinio y la simulación.